Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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castigar a los malos, la fuerza que tiene y el fin que nos proponemos con este castigo; esto solo basta para probarte que los hombres todos están persuadidos de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie castiga a un hombre malo solo porque ha sido malo, a no ser que se trate de alguna bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que castiga con razón, castiga, no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y sirva de ejemplo a los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque solo castiga respecto al porvenir. Es constante que todos los hombres que hacen castigar a los malos, sea privadamente, sea en público, lo hacen con esta idea, y lo mismo los atenienses que todos los demás pueblos. De donde se sigue necesariamente, que los atenienses están tan persuadidos como los demás pueblos, de que la virtud puede ser adquirida y enseñada. así es que con razón oyen en sus consejos al albañil, al herrero, al zapatero, porque están persuadidos de que se puede enseñar la virtud, y me parece que esto está suficientemente probado.

      »La única duda que queda en pie es la relativa a los hombres virtuosos. Preguntas de dónde nace que esos grandes personajes hacen que sus hijos aprendan todo lo que puede ser enseñado por maestros, haciéndolos muy hábiles en todas estas artes, mientras que son impotentes para enseñarles sus propias virtudes lo mismo que a los demás ciudadanos. Para responder a esto, Sócrates, no recurriré a la fábula como antes, sino que te daré razones muy sencillas, y para ello me basto solo. ¿No crees que hay una cosa, a la que todos los ciudadanos están obligados igualmente, y sin la que no se concibe ni la sociedad, ni la ciudad? La solución de la dificultad depende de este solo punto. Porque si esta cosa única existe, y no es el arte del carpintero, ni del herrero, ni del alfarero, sino la justicia, la templanza, la santidad, y, en una palabra, todo lo que está comprendido bajo el nombre de virtud; si esta cosa existe, y todos los hombres están obligados a participar de ella, de manera que cada particular que quiera instruirse o hacer alguna cosa, esté obligado a conducirse según sus reglas o renunciar a todo lo que quería; que todos aquellos que no participen de esta cosa, hombres, mujeres y niños, sean contenidos, reprimidos y penados hasta que la instrucción y el castigo los corrijan; y que los que no se enmienden sean castigados con la muerte o arrojados de la ciudad; si todo esto sucede, como tú no lo puedes negar, por más que esos hombres grandes, de que hablas, hagan aprender a sus hijos todas las demás cosas, si no pueden enseñarles esta cosa única, quiero decir, la virtud, es preciso un milagro para que sean hombres de bien. Ya te he probado que todo el mundo está persuadido de que la virtud puede ser enseñada en público y en particular. Puesto que puede ser enseñada, ¿te imaginas que haya padres que instruyan a sus hijos en todas las cosas, que impunemente se pueden ignorar, sin incurrir en la pena de muerte ni en la menor pena pecuniaria, y que desprecien enseñarles las cosas cuya ignorancia va ordinariamente seguida de la muerte, de la prisión, del destierro, de la confiscación de bienes, y para decirlo en una sola palabra, de la ruina entera de las familias? ¿No se advierte que todos emplean sus cuidados en la enseñanza de estas cosas? Sí, sin duda, Sócrates, y debemos pensar que estos padres, tomando sus hijos desde la más tierna edad, es decir, desde que se hallan en estado de entender lo que se les dice, no cesan toda su vida de instruirlos y reprenderlos, y no solo los padres sino también las madres, las nodrizas y los preceptores.

      »Todos trabajan únicamente para hacer los hijos virtuosos, enseñándoles con motivo de cada acción, de cada palabra, que tal cosa es justa, que tal otra injusta, que esto es bello, aquello vergonzoso, que lo uno es santo, que lo otro impío, que es preciso hacer esto y evitar aquello. Si los hijos obedecen voluntariamente estos preceptos, se los alaba, se los recompensa; si no obedecen, se los amenaza, se los castiga, y también se los endereza como a los árboles que se tuercen. Cuando se los envía a la escuela, se recomienda a los maestros que no pongan tanto esmero en enseñarles a leer bien y tocar instrumentos, como en enseñarles las buenas costumbres. Así es que los maestros en este punto tienen el mayor cuidado. Cuando saben leer y pueden entender lo que leen, en lugar de preceptos a viva voz, los obligan a leer en los bancos los mejores poetas, y a aprenderlos de memoria. Allí encuentran preceptos excelentes y relaciones en que están consignados elogios de los hombres más grandes de la antigüedad, para que estos niños, inflamados con una noble emulación, los imiten y procuren parecérseles. Los maestros de música hacen lo mismo, y procuran que sus discípulos no hagan nada que pueda abochornarles. Cuando saben la música y tocan bien los instrumentos, ponen en sus manos composiciones de los poetas líricos, obligándolos a que las canten acompañándose con la lira, para que de esta manera el número y la armonía se insinúen en su alma, aún muy tierna, y para que haciéndose por lo mismo más dulces, más tratables, más cultos, más delicados, y por decirlo así, más armoniosos y más de acuerdo, se encuentren los niños en disposición de hablar bien y de obrar bien, porque toda la vida del hombre tiene necesidad de número y de armonía.

      »No contentos con esto, se los envía además a los maestros de gimnasia, con el objeto de que, teniendo el cuerpo sano y robusto, puedan ejecutar mejor las órdenes de un espíritu varonil y sano, y que la debilidad de su temperamento no les obligue rehusar el servir a su patria, sea en la guerra, sea en las demás funciones. Los que tienen más recursos son los que comúnmente ponen sus hijos al cuidado de maestros, de manera que los hijos de los más ricos son los que comienzan pronto sus ejercicios, y los continúan por más tiempo, porque desde su más tierna edad concurren a estas enseñanzas, y no cesan de concurrir hasta que son hombres hechos. Apenas han salido de manos de sus maestros, cuando la patria les obliga a aprender las leyes y a vivir según las reglas que ellas prescriben, para que cuanto hagan, sea según principios de razón y nada por capricho o fantasía; y a la manera que los maestros de escribir dan a los discípulos, que no tienen firmeza en la mano, una reglilla para colocar bajo del papel, a fin de que, copiando las muestras, sigan siempre las líneas marcadas, en la misma forma la patria da a los hombres las leyes que han sido inventadas y establecidas por los antiguos legisladores. Ella los obliga a gobernar y a dejarse gobernar según sus reglas, y si alguno se separa le castiga, y a esto llamáis comúnmente vosotros, valiéndoos de una palabra muy propia, enderezar, que es la función misma de la ley. Después de tantos cuidados como se toman en público y en particular para inspirar la virtud, ¿extrañarás, Sócrates, y dudarás ni un solo momento, que la virtud puede ser enseñada? Lejos de extrañarlo, deberías sorprenderte más, si lo contrario fuese lo cierto. ¿Pero de dónde nace que muchos hijos de hombres virtuosísimos se hacen muy malos? La razón es muy clara, y no puede causar sorpresa, si lo que yo he dicho es exacto. Si es cierto que todo hombre está obligado a ser virtuoso, para que la sociedad subsista, como lo es sin la menor duda, escoge, entre todas las demás ciencias y profesiones que ocupan a los hombres, la que te agrade. Supongamos, por ejemplo, que esta ciudad no pueda subsistir, si no somos todos tocadores de flauta. ¿No es claro que en este caso todos nos entregaríamos a este ejercicio, que en público y en particular nos enseñaríamos los unos a los otros a tocar, que reprenderíamos y castigaríamos a los que no quisiesen aprender, y que no haríamos de esta ciencia más misterio que el que ahora hacemos de la ciencia de la justicia y de las leyes? ¿Rehúsa nadie enseñar a los demás lo que es justo? ¿Se guarda el secreto de esta ciencia, como se practica con todas las demás? No, sin duda; y la razón es porque la virtud y la justicia de cada particular son útiles a toda la sociedad. He aquí por qué todo el mundo se siente inclinado a enseñar a los demás todo lo relativo a las leyes y a la justicia. Si sucediese lo mismo en el arte de tocar la flauta, y estuviésemos todos igualmente inclinados a enseñar a los demás sin ninguna reserva lo que supiésemos, ¿crees tú, Sócrates, que los hijos de los mejores tocadores de flauta se harían siempre mejores en este arte que los hijos de los medianos tocadores? Estoy persuadido de que tú no lo crees. Los hijos que tengan las más felices disposiciones para el ejercicio de este arte, serían los que harían los mayores progresos, mientras que se fatigarían en vano los demás y no adquirirían jamás nombradía, y veríamos todos los días el hijo de un famoso tocador de flauta no ser más que una medianía, y, por el contrario, el hijo de un ignorante hacerse muy hábil; pero mirando al conjunto, todos serán buenos si los comparas con los que jamás han manejado una flauta.

      »En la misma forma ten por cierto que

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