Obras Completas de Platón. Plato

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Obras Completas de Platón - Plato страница 88

Автор:
Жанр:
Серия:
Издательство:
Obras Completas de Platón - Plato

Скачать книгу

unos ignorantes cotejados con vosotros?

      HIPIAS. —Así es la verdad.

      SÓCRATES. —De manera, que si Bías volviese al mundo, sería un hombre ridículo a vuestros ojos, como Dédalo, que al decir de nuestros escultores, si diese ahora a luz las obras que en otro tiempo le granjearon tanta reputación, hasta sería objeto de befa.

      HIPIAS. —Lo que dices, Sócrates, es la verdad; sin embargo, yo no dejo de preferir los antiguos a los modernos, y hacer de ellos las mayores alabanzas, para evitar los celos de los vivos y la indignación de los muertos.

      SÓCRATES. —Eso está muy bien pensado y razonado, Hipias, y soy de tu opinión; porque es cierto, que vuestra ciencia se ha aumentado mucho, puesto que abraza al presente la dirección de los negocios particulares y la de los negocios públicos. Cuando Gorgias, el sofista, vino a Atenas en calidad de embajador de los leontinos, se le tuvo en efecto como el más hábil político que había entre ellos. Además de sus arengas, que le honraron mucho para con el público, ¿no dio en particular lecciones a los jóvenes, que le valieron sumas considerables? Nuestro amigo Pródico igualmente, después de haber desempeñado muchas embajadas públicas, últimamente vino a Atenas enviado por los habitantes de Ceos, arengó al senado con aplauso general, y además es increíble lo que le valieron las lecciones particulares que daba a nuestra juventud. Por lo que toca a los antiguos sabios, jamás ninguno de ellos quiso poner su ciencia a precio, ni hacer valer públicamente los conocimientos que había adquirido; tan inocentes eran y tan ignorantes del mérito del dinero. Pero esos dos grandes sofistas de que he hablado, se han hecho más ricos en su profesión, que ninguno de los artistas en la suya, y Protágoras antes que ellos había hecho lo mismo.

      HIPIAS. —Verdaderamente, Sócrates, tú no estás al cabo de lo que pasa; si te dijera yo lo que he ganado, te sorprenderías. Solo en Sicilia, donde Protágoras se había establecido con un gran crédito, reuní yo en menos de nada ciento cincuenta minas, y eso que yo era más joven, y él gozaba de una gran nombradía. Solo en la aldea llamada Ínico[1], saqué más de veinte minas. A mi vuelta entregué todo este dinero a mi padre, y lo mismo él que todos nuestros conciudadanos admiraron mi industria; y ciertamente creo haber ganado yo solo más que otros dos sofistas juntos, sean los que sean.

      SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica, Hipias, y en eso veo la prueba más positiva de tu superioridad y la superioridad de los demás sofistas de nuestro tiempo sobre los antiguos. Me haces comprender perfectamente la ignorancia de esos sabios de otro tiempo. Anaxágoras, al revés de vosotros, se gobernó tan mal por meterse a filosofar, que habiendo heredado un pingüe patrimonio, lo perdió por su abandono. Otro tanto se ha dicho de todos los demás; y así no podías aducir mejor prueba para demostrar que los sabios modernos valen mucho más que los antiguos. El pueblo también es del mismo dictamen, porque comúnmente se dice que el sabio debe ser en primer lugar sabio para sí mismo, y precisamente el objeto de esa filosofía es enriquecerse. Pero dejemos esto, y te suplico me digas en qué ciudad ganaste más, porque tú has corrido mucho. ¿No ha sido Lacedemonia el punto adonde has ido más veces?

      HIPIAS. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.

      SÓCRATES. —Qué, ¿ganaste allí poco?

      HIPIAS. —Nada, absolutamente nada.

      SÓCRATES. —Verdaderamente lo que me dices me sorprende mucho; pero dime, Hipias, ¿tu sabiduría no hace más virtuosos a los que conversan y aprenden contigo?

      HIPIAS. —Sí, en verdad.

      SÓCRATES. —¿Y eras tú menos capaz de inspirar la virtud a los jóvenes lacedemonios que a los de la aldea de Ínico?

      HIPIAS. —De ninguna manera.

      SÓCRATES. —¿Quizá los jóvenes en Sicilia tienen más cariño a la virtud que los de Lacedemonia?

      HIPIAS. —Todo lo contrario, Sócrates; los jóvenes de Lacedemonia son apasionados por la virtud.

      SÓCRATES. —¿Será quizá la falta de dinero la que les haya privado de recibir tus lecciones?

      HIPIAS. —No, porque son bastante ricos.

      SÓCRATES. —Puesto que aman la sabiduría, tienen dinero, y tú puedes serles útil ¿de dónde procede que no has venido lleno de dinero de Lacedemonia? ¿Quieres que digamos que los lacedemonios instruyen mejor a sus hijos que podrías tú hacerlo?, ¿es este tu dictamen?

      HIPIAS. —Nada de eso.

      SÓCRATES. —¿Consistirá en que no has podido persuadir a los jóvenes lacedemonios de que tu enseñanza les aprovecharía más que la de sus padres? ¿O bien no pudiste convencer a sus padres de que les era mejor encomendar sus hijos a tu cuidado y no al suyo, para recibir mayor instrucción? Porque no es creíble que por pura rivalidad se hayan opuesto a que sus hijos se hagan virtuosos.

      HIPIAS. —No, yo no lo creo.

      SÓCRATES. —¿Lacedemonia no está gobernada por buenas leyes?

      HIPIAS. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Pero en las ciudades bien gobernadas la virtud tiene gran estimación.

      HIPIAS. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Por otra parte, tú eres el hombre más capaz del mundo para enseñar la virtud.

      HIPIAS. —Sin duda, Sócrates.

      SÓCRATES. —¿No sería principalmente en Tesalia o en cualquier otro país, en que se tenga afición a enjaezar caballos, donde sería perfectamente recibido un buen picador, prometiéndose grandes utilidades, mejor que en ningún otro punto de Grecia?

      HIPIAS. —Así debe suceder.

      SÓCRATES. —¿Y un hombre capaz de formar para la virtud el corazón de los jóvenes, no deberá ganar dinero y reputación en Lacedemonia y en todas las demás ciudades de la Grecia provistas de buenas leyes? ¿Deberemos creer que esto suceda más bien entre los habitantes de Ínico y de la Sicilia, que entre los lacedemonios? Sin embargo, si así lo quieres, Hipias, te creeremos.

      HIPIAS. —No hay nada de eso, Sócrates; sino que los lacedemonios no tienen costumbre de alterar sus leyes, ni sufren que se dé a sus hijos una educación extranjera.

      SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Existe en Lacedemonia la costumbre de obrar mal y no bien?

      HIPIAS. —Yo no digo eso, Sócrates.

      SÓCRATES. —¿No obrarían bien dando a sus hijos una educación superior en lugar de una mediana?

      HIPIAS. —Ciertamente, pero sus leyes rechazan toda educación extranjera. Si no hubiera sido esto, ningún preceptor hubiera ganado tanto como yo en instruir aquellos jóvenes, porque es increíble el placer con que me escuchaban y las alabanzas que hacían de mí; pero, como ya te he dicho, la ley se lo impedía.

      SÓCRATES. —¿Crees tú que la ley es la salud o que es la ruina de una ciudad?

      HIPIAS. —Creo que la ley solo tiende al bien público, pero contraría a este bien público, cuando no está bien hecha.

      SÓCRATES. —Pero cuando los legisladores hacen una ley, ¿no creen que hacen un bien al Estado? Porque sin leyes un Estado no puede ser bien gobernado.

      HIPIAS.

Скачать книгу