Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora. Fiona Brand

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Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora - Fiona Brand Ómnibus Deseo

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En el pasillo había cuatro hombres musculosos y una enorme limusina esperaba junto a la puerta principal. Pero también había otros coches con los cristales tintados. Malcolm les estrechó la mano a la directora y a la secretaria y charló un momento con ellas.

      –Dejaré unas fotos firmadas para los alumnos.

      Sarah Lynn corrió por el pasillo.

      –¿Para todos?

      –La señorita Patel me dirá cuántos sois.

      Los últimos estudiantes salieron al pasillo. La directora y la secretaria se marcharon y la puerta se cerró tras ellas. Celia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Estaba a menos de un metro de Malcolm. Los dos guardaespaldas estaban justo detrás de él.

      –Entiendo que has venido a verme –le dijo, aunque no era capaz de imaginarse por qué querría ir a verla.

      –Sí, he venido a verte. ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos interrumpan?

      –Tu séquito de seguridad complica un poco las cosas, ¿no crees? –le preguntó, sonriéndoles a los guardaespaldas.

      Los dos hombres le devolvieron la mirada sin expresión alguna en el rostro. Malcolm les hizo una seña y entonces salieron al pasillo sin decir ni una palabra.

      –Se quedarán junto a la puerta, pero están aquí no solo para protegerme a mí, sino también a ti.

      –¿A mí? –Celia dio un paso atrás. Necesitaba alejarse un poco de ese aroma que la envolvía–. No creo que tus fans empiecen a adorarme porque te conozca desde hace siglos.

      –No me refiero a eso –se rascó la nuca como si tratara de escoger las palabras con cuidado–. He oído que has sido objeto de amenazas. No viene mal un poco más de seguridad, ¿no?

      –Gracias, pero estoy bien así. Solo han sido algunas llamadas extrañas y unas notas. Esas cosas pasan a menudo cuando tu padre es un criminal conocido.

      ¿Cómo se había enterado Malcolm? Celia sintió una inquietud, algo que se agitaba en su interior y le causaba pánico. No quería que la presencia de Malcolm interrumpiera su vida apacible y rutinaria. No quería darle la oportunidad de acelerarle el pulso.

      Habían pasado muchos años y ya era una mujer hecha y derecha. Sin embargo, aún tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de un piano. Reprimiendo las ganas de arremeter contra él por haber sembrado el caos en su mundo tantos años antes, cruzó los brazos y esperó. Ya no era una niña consentida e impulsiva. Ya no era una adolescente aterrada y embarazada. Ya no era una joven destrozada, sumida en una depresión post–parto que había puesto su vida en peligro.

      El camino de vuelta a la paz y a la tranquilidad había sido arduo y para alcanzar la meta había necesitado a los mejores psiquiatras que se podían conseguir con dinero. Ni Malcolm ni nadie pondrían en peligro el futuro que tanto le había costado labrarse.

      Amar a Celia Patel le había cambiado la vida para siempre, y aún no sabía con certeza si había sido algo bueno o malo. Sus vidas, sin embargo, seguían unidas. Había logrado mantenerse lejos de ella durante dieciocho años, pero nunca había dominado el arte de mirar hacia otro lado, aunque estuvieran a dos continentes de distancia. Y era eso lo que le había llevado hasta allí. Sabía demasiado de su vida, demasiado acerca de las amenazas que habían despertado ese viejo instinto protector. Solo tenía que encontrar la forma de convencerla para que le dejara entrar en su vida de nuevo. Tenía que convencerla para que le dejara ayudarla y de esa forma podría recompensarla por todo lo que le había hecho en el pasado. A lo mejor era esa la única forma de olvidar a un amor de juventud que se había glorificado demasiado con los años y que seguramente no era real a esas alturas.

      Su reacción física al verla, no obstante, sí era muy real. Una vez más, el deseo que sentía por Celia Patel parecía estar a punto de arrollarle como un tren de alta velocidad.

      Nunca había sido capaz de olvidarla, ni siquiera mientras cantaba ante miles de personas en estadios repletos de gente. Y no podía apartar la vista de ella en ese momento, mientras caminaba unos pasos por delante. Su pelo, negro y rizado, le caía por la espalda y se movía con cada paso que daba. El vestido amarillo abrazaba esas curvas que un día habían acariciado sus manos.

      La siguió por el gimnasio. Era el mismo edificio en el que habían estudiado de niños. Había actuado en ese escenario con el coro del instituto, solo para estar con ella. Un día un tonto de la clase dijo algo de mal gusto sobre ella y el puñetazo que le dio le costó una expulsión de tres días. Pero el precio había sido muy pequeño. Por aquel entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.

      Y eso no había cambiado, al parecer. A través de un contacto había averiguado que su padre, juez de profesión, estaba llevando un caso de mucha repercusión mediática. Era algo relacionado con el tráfico de drogas y un rey del narcotráfico había dibujado una diana en el pecho de Celia.

      Se lo había notificado a las autoridades locales, pero ni siquiera se habían molestado en examinar las pruebas que les había entregado, un rastro bancario que vinculaba a un sicario de la organización con el traficante detenido. A los policías no les gustaba tener que tratar con extraños y preferían resolver el caso ellos solos, pero alguien tenía que hacer algo y estaba claro que debía ser él. Nada le impediría proteger a Celia. Tenía que hacerlo para recompensarla por todo lo que la había defraudado tantos años antes.

      Ella abrió la puerta lentamente y entró en el pequeño despacho. Había estanterías en todas las paredes y un pequeño escritorio en el centro. Las partituras y las cajas de instrumentos estaban por doquier. Había triángulos, xilófonos, bongós. Olía a papel, a tinta y a cuero.

      Se giró hacia él, rozándole la muñeca con un mechón de pelo.

      –Realmente es como un armario. Aquí guardo mi carrito, mis instrumentos y los papeles. Voy de clase en clase o nos vemos en el gimnasio.

      Malcolm se ajustó el reloj para acabar con el hormigueo que había desencadenado ese pequeño contacto físico.

      –Como en los viejos tiempos. Por aquí no ha cambiado casi nada.

      –Algunas cosas sí que han cambiado, Malcolm. Yo he cambiado. Soy distinta ahora –le dijo ella en un tono gélido que no reconocía.

      –¿No me vas a reñir por haber interrumpido tu clase?

      –Eso sería una grosería –empezó a juguetear con el ukelele que tenía sobre la mesa. Las notas musicales llenaron la estancia–. Conocerte ha sido lo mejor que les ha pasado en su vida hasta ahora. Seguro.

      –Pero está claro que no ha sido lo mejor que te ha pasado a ti.

      Malcolm se inclinó hacia atrás y metió las manos en los bolsillos para reprimir el deseo de tocar las cuerdas con ella. Los recuerdos le invadían… Cuántas veces habían tocado la guitarra y el piano juntos… El amor que sentían por la música les había llevado a compartir sus cuerpos, a amarse con locura. ¿Había magnificado el recuerdo de esos momentos hasta convertirlos en otra cosa? Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la había visto que ya no podía estar seguro.

      –¿Por qué estás aquí?

      La imagen de sus manos, moviéndose sobre las cuerdas, le hipnotizaba.

      –No

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