Viajes por Filipinas: De Manila á Albay. Juan Alvarez Guerra
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Enriqueta al pronunciar aquellas palabras se quedó callada, vagando su mirada por el Océano en cuyo majestuoso desierto quizá evocaría su querida memoria. Hay silencios que deben respetarse. Enriqueta por largo tiempo no separó sus negrísimas pupilas de las azules ondas, cuya movible superficie retrataba las cenicientas nubes que preceden á la noche. Esta bien pronto nos envolvió con sus sombras.
—¿Conoce V. la provincia de Albay?—dijo Enriqueta rompiendo el silencio.
—No, señora; es la primera vez que voy á ella, y lo hago como el que nada busca ni desea.
—Ya deseará y buscará.
Yo no pude sondear toda la intención de aquellas palabras.
—¿Y piensa V. describir su viaje?—añadió Enriqueta.
—No pienso escribir una línea más. Todos los hombres nacemos con una cruz que llevar y un calvario que recorrer, la cruz del escritor es muy pesada y su calvario muy largo, así que creo imposible el que vuelva á emprender tan espinoso camino.
—Creo haber oído ó leído no sé en donde, que la palabra imposible no estaba en el diccionario español.
—Si V. la borra del mío, de seguro no estará—repliqué no con malicia sino con ingenua seguridad.
—De modo que si yo borro esa palabra, no habrá imposible para V.; pues bien,—me dijo con gran viveza,—queda borrada, escriba V.
—¿Lo manda V.?
—Si tuviera derecho para ello lo mandaría; Como no lo tengo solo me limito á expresar un deseo.—Al decir esta última palabra, sin duda creyendo había ido más allá de lo que se proponía, se levantó, dándome las buenas noches, al par que me tendía una de sus manos.
—Puesto que V. me manda que escriba, escribiré—la dije, reteniéndola un momento,—y es más, la prometo que el primer ejemplar de mi nuevo libro será para V.
—No lo hará V.
—Juro que sí.
Al alejarse Enriqueta de mi lado experimenté un triste vacío dentro de mi alma.
A los pocos momentos oí se cerraba su camarote.
Dormí aquella noche, pero no cual la anterior: soñé que Enriqueta y yo arrancábamos juntos las gramas de la tumba de su padre.
* * * * *
Al amanecer del día 7 teníamos á la vista un extenso caserío.
El Sorsogon disminuyó su marcha, evitando con grandes precauciones los bajos de que estaban sembradas aquellas mares.
Una boya que se balanceaba á un tiro de pistola de un rústico pantalán de madera se puso al alcance de las maniobras del barco y … ¡fondo! gritó el capitán, confundiéndose él ruido de hierro de la cadena, con el del bronce de dos campanas que tocaban en tierra. La una se alzaba en el torreón de la iglesia, la otra en la puerta de un almacén de depósito. La religión llamaba al cristiano, el trabajo convocaba al obrero. Aquel pueblo se despertaba á la voz de la fe y á la voz del trabajo. ¡¡Sacrosanto lenguaje, que hace feliz á todo el que comprende!!….
Quico quedó en el encargo de recoger los equipajes. Luís y yo pusimos el pie en la plancha; nos columpiamos dos minutos sobre las movibles tablas del pantalán y pisamos tierra de Albay.
Estábamos en Legaspi.
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