Las guerras de religión. Nicolas le Roux

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Las guerras de religión - Nicolas le Roux Bolsillo

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pronto, las víctimas de la violencia real fueron consideradas por los protestantes como mártires de la verdadera fe. La memoria de sus sufrimientos debía mantenerse viva, pues mostraba un camino de constancia y fidelidad. Desde 1554, un Libro de los mártires, publicado por el editor ginebrino Jean Crespin, ha recogido el destino ejemplar de los primeros héroes de la fe reformada. Algunos años más tarde, el pastor Parísino Antoine de La Roche-Chandieu compuso una Historia de las persecuciones y mártires de la Iglesia de París (1563) que cubría el periodo 1557-1560. Estos martirologios describen la constancia de los condenados camino de la hoguera y la alegría que provoca su compromiso en el camino de Cristo. Jesús está en su corazón y su santa palabra resuena en ellos. Ninguno duda, y su fortaleza de alma suscita vocaciones. Hasta el final, cantan salmos traducidos al francés por Clément Marot, provocación insoportable a los oídos de las autoridades. Por eso se les amordaza o se les corta la lengua.

      En los martirologios, como en las cartas de Calvino, el pueblo reformado aparece como una elite sufriente sumergida en un mundo sometido a Satanás. Las persecuciones son el efecto del Maligno, que aparta a los hombres de la verdadera fe ocultándoles la verdad de la palabra divina. La Iglesia católica es una institución pervertida incapaz de guiar a los hombres a la salvación. El mal está en todas partes, y los verdaderos cristianos deben combatirlo sin descanso.

      La ejecución de Anne du Bourg, consejero en el Parlamento de París, el 23 de diciembre de 1559, fue un momento particularmente fuerte. En la plaza de Grève se reunió una multitud inmensa: el condenado era un gran magistrado que había osado desafiar a Enrique II. El 10 de junio precedente, había cometido la afrenta de pronunciar ante el rey una profesión de fe reformada, y no se había retractado después, contrariamente a varios de sus colegas. Las hogueras no desalentaban las conversiones.

      3. La sociedad reformada

      En el curso del decenio que siguió a 1550, las comunidades protestantes se desarrollaron de manera espectacular. Théodore de Bèze ha recogido su historia en su monumental Historia eclesiástica de las Iglesias reformadas (1580). El pastor describe el entusiasmo de los fieles que, a pesar de las dificultades, se reúnen para celebrar el culto y cantar los Salmos. Asegura que en enero de 1562 el reino albergaba 2.150 Iglesias reformadas. Es lo que el almirante Coligny, gran señor favorable a la causa calvinista, habría asegurado a Catalina de Médici para que midiese la amplitud de la comunidad protestante y le concediese la libertad de culto. Los historiadores no han identificado más que 648 Iglesias en 1561 y 816 en 1562, que agruparían quizá el 10% de la población del reino (1,5 millones de personas). Es pues una pequeña minoría la que se convirtió, contrariamente a lo que se produjo en el Sacro Imperio romano germánico. El sur, del Poitou al Dauphiné, pasando por la Guyenne y el Languedoc, lo que se llama el “creciente reformado”, vio multiplicarse las conversiones, lo mismo que Normandía. El macizo central y la Bretaña, apartados de los grandes ejes de circulación, estuvieron mucho menos implicados.

      La Reforma no era una revolución social, sino un movimiento de emancipación espiritual procedente de deficiencias culturales. Al dirigirse el mensaje reformado a gentes alfabetizadas, las conversiones han tenido lugar al principio entre los eclesiásticos y en la población urbana. Los primeros protestantes eran artesanos y obreros, pero también comerciantes, gentes de leyes y oficiales reales. En Lyon, ciudad donde no había parlamento ni universidad para velar de cerca por la ortodoxia religiosa, y donde los talleres de imprenta eran particularmente numerosos, el calvinismo sedujo quizá a un tercio de una población estimada en 60.000 personas. Los convertidos eran bastante numerosos entre los artesanos que vivían en la península, mientras que el barrio de los notables (eclesiásticos y grandes comerciantes), en la margen derecha del Saôna, estaba mucho menos implicado. En Nîmes, el movimiento era más bien popular, y las elites no se unieron a él hasta que tuvo una amplitud considerable. En Montpellier, el núcleo duro protestante estaba constituido por artesanos del textil, del cuero y del hierro, a los que se sumaban gentes de leyes y clérigos. Por el contrario, los labradores, viticultores y obreros agrícolas no fueron apenas atraídos por el movimiento. Esta aversión del mundo de la viña por la Reforma es particularmente visible en Dijon, ciudad donde hubo pocas conversiones.

      Los protestantes se reunían discretamente para celebrar su culto a la manera de Ginebra. La comunidad Parísién fue la primera, en septiembre de 1555, en organizarse como Iglesia “establecida”, es decir, alrededor de un pastor permanente y ancianos encargados de la disciplina. En la capital, el movimiento afectaba a los artesanos, comerciantes, libreros y orfebres, pero también a oficiales reales y nobles. En la noche del 4 al 5 de septiembre de 1557, los fieles se reunieron para celebrar la cena en una casa que daba a la calle Saint-Jacques, detrás de la Sorbona. Acabada la ceremonia, hacia media noche, los 400 hombres y mujeres que habían participado en el culto fueron señalados por sacerdotes del colegio de Plessis. El pueblo acudió, armado de palos y encendiendo fuegos. Un hombre fue masacrado por la multitud. Llegó la guardia, y alrededor de 130 personas, entre ellas varias damas de calidad, fueron detenidas. Calvino escribió al rey Enrique II para asegurarle que los protestantes franceses no ponían de ningún modo en tela de juicio su autoridad, y que pretendían solamente servir a Dios.

      Enardeciéndose, los calvinistas Parísinos se entregaron a algunas demostraciones espectaculares. Del 13 al 16 de mayo de 1558, a la caída de la noche, 4.000 personas se reunieron en el Pré-aux-Clercs, en la margen izquierda, para cantar los Salmos. Los reformados se dotaron de una confesión de fe y una disciplina redactadas por Calvino, durante un sínodo nacional celebrado secretamente en París en mayo de 1559, que reunió a representantes de las Iglesias del reino.

      Algunos grandes señores se convirtieron a partir de 1556 o 1557, como François d’Andelot, lo mismo que su hermano mayor, el almirante Gaspard de Coligny, que seguía la vía trazada por su esposa, Charlotte de Laval. Las conversiones venían a través de redes de parentesco y alianzas, de ahí que las mujeres tuviesen un lugar central en este proceso. Louis de Bourbon, príncipe de Condé, decidió unirse a las filas protestantes por razones espirituales, pero también por afirmarse políticamente frente a los Guisa. Brantôme, que lo describe como un personaje de poca talla, pero vigoroso, de carácter alegre, dice que «en su tiempo, se consideraba a este príncipe más ambicioso que religioso». Tal era la imagen que los católicos se hacían de Condé. Antoine de Bourbon, su hermano mayor, se mostró interesado por el mensaje reformado, pero siguió en el seno de la Iglesia, mientras que su esposa, Jeanne d’Albret (la hija de Margarita de Navarra), se adhirió a la nueva religión en 1560. Su hijo, el futuro Enrique IV, nacido en diciembre de 1553, fue bautizado en la Iglesia católica, pero a continuación su madre lo educó en el espíritu de la Reforma. Jeanne d’Albret legalizó el protestantismo en Béarn en 1561, antes de prohibir allí el catolicismo diez años más tarde.

      Si las damas de la aristocracia jugaron un papel esencial en la difusión de la nueva sensibilidad, del lado masculino, el atractivo del mensaje reformado sobre muchos capitanes puede explicarse por su desmovilización al final de las guerras contra España, en 1559, que les impulsó a encontrar una nueva forma de compromiso poniendo su espada al servicio de Dios.

      4. Hacia la libertad de conciencia

      A principios de marzo de 1560, el joven rey Francisco II firmó un edicto de amnistía para las personas acusadas de «crímenes y casos concernientes a la fe y la religión» que aceptasen volver al seno de la Iglesia romana. Los protestantes ya no eran presentados como herejes, sino como desviados, que se habían dejado engañar por predicadores venidos de Ginebra. El nuevo reinado debía abrirse con un acto de clemencia. Los predicadores quedaban excluidos de estas medidas de abolición. Se trataba de señalar a esos enemigos venidos del extranjero, conspiradores que pretendían destruir el reino. Tal era la orientación querida por la reina madre, Catalina de Médici, y los más moderados de los consejeros reales. Algunos días más tarde, capitanes protestantes intentaron un golpe de fuerza en Amboise. Una represión terrible se desencadenó, pero la política de apaciguamiento no se puso en cuestión.

      Un

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