Seducción. Sharon Kendrick

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Seducción - Sharon Kendrick Bianca

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      –En efecto. Entonces me preguntó si sabía cocinar y contesté que sí, por supuesto, pero que si estaba buscando una secretaria o una esposa.

      –Déjame que adivine: te miró a esos grandes ojos azules que tienes y te dijo que lo segundo; que llevaba toda la vida esperando a una chica como tú.

      –En absoluto. Frunció el ceño y me dijo que, si iba a trabajar para él, tendría que hacer algo con mi imagen –Amber dio un sorbo de champán y disfrutó recordando lo fácil y divertido que había sido todo al principio–. Yo le pregunté si eso significaba que me estaba ofreciendo el trabajo y él respondió que por supuesto.

      –Y saltaste de alegría.

      –No. Le dije que no podía aceptar el trabajo salvo que incluyese alojamiento, porque mi trabajo en el hotel era como interna, y él contestó que no había problema; que encontraría donde alojarme.

      –Con idea de que te mudaras a su casa. Supongo que fue ahí cuando saltó la chispa.

      –No, no. Me estaba ofreciendo el piso destartalado que había encima de la agencia… Bueno, no estaba tan mal –se corrigió Amber–. Así que me mudé allí.

      –¿Y se fue a vivir contigo?

      –¡Ni hablar! –Amber rió–. No me imagino a Finn viviendo allí. Él tenía un apartamento mucho más grande con vistas a Hyde Park.

      –¿Este apartamento? –preguntó el entrevistador tras mirar en derredor.

      –Sí… Al final me vine con él aquí, pero así fue cómo empezó todo.

      –Vamos, que fue un romance apasionado desde el primer momento – concluyó Paul.

      –Al contrario: trabajé dos años para Finn antes de que me pusiera una mano encima –aseguró Amber–. Digamos que se enamoró de su obra, como en Pigmalión.

      –¿Y cómo lo hizo?

      –Me llevó a una peluquera y a una experta en maquillaje. Luego, me recomendó una modista que me asesoró sobre el tipo de ropa que debía ponerme.

      –Pues te dio buenos consejos –murmuró el periodista mientras miraba las piernas de Amber, descubiertas por el vestido corto que lucía.

      –A Finn sí se lo pareció –replicó ella, molesta por el descaro de Paul.

      –Sí, Finn… –el entrevistador dio un nuevo sorbo de champán–. Le van muy bien las cosas, ¿verdad?

      Amber asintió. A veces pensaba que, en realidad, las cosas le iban demasiado bien. Con lo bien que marchaba la agencia, apenas parecía encontrar tiempo para verla, a pesar de que se había asociado con Jackson Geering.

      Lo había elegido para descargarse de trabajo, pero éste se había mostrado tan eficiente que, al final, se habían abierto nuevas sedes de la agencia. Como la que iban a inaugurar en Nueva York.

      Y aunque a Amber la asustaba que el estrés acabara afectando a su salud, no podía decirle a un hombre de treinta y cuatro años cómo debía vivir su vida.

      Miró el reloj y vio que eran casi las cinco. En cuanto se deshiciera de Paul Millington, podría ponerse a cocinar. La encantaba preparar platos con muchas verduras, comidas sanas y baratas, y aunque Finn le decía que eran suficientemente ricos para comer caviar toda la vida, Amber seguía ligada a la dieta que había llevado durante su infancia.

      El periodista notó que Amber quería finalizar la entrevista. Mejor. Las personas solían ser más indiscretas cuando comenzaban a impacientarse. Y de las indiscreciones nacían los reportajes más sabrosos…

      –¿Dónde te propuso matrimonio Finn?

      –¡Ah, no!, ¡eso sí que no voy a contarlo! –Amber rió–. Me mataría si te lo dijera.

      –O sea, que fue en la cama.

      –¡No voy a contártelo! –repitió Amber, ruborizada.

      Lo cierto era que no había sido en la cama, sino en el cuarto de baño de una casa, durante una fiesta a la que habían asistido por puro compromiso.

      Finn no solía hacer nada que no le apeteciera y apenas tenía vida social. Para empezar, le faltaba tiempo y, para seguir, prefería llevar una vida sencilla, alejada del glamour del mundo en que trabajaba. Pero los anfitriones de aquella fiesta eran los propietarios de la revista de moda de más tirada del país y hasta Finn había accedido a personarse.

      –¿Vamos a ir? –le había preguntado él una mañana, camino de la agencia.

      –¿Tenemos que ir? –había respondido Amber.

      –No es obligatorio, cariño… pero puede ser divertido.

      –¿Divertido? –se había extrañado ella, que aún se sentía incómoda en aquellas reuniones de ricachones desconocidos.

      –Podrías ver el tipo de vida que nosotros podríamos llevar –se había explicado Finn. Pero ni aquellos lujos ni las mujeres que lo acosaban en aquellas fiestas eran del agrado de Amber–. ¿Qué te pasa? –le había preguntado luego al advertir la expresión resignada de ella.

      –Nada.

      –Algo te pasa –había insistido Finn–. ¿Es por las otras mujeres?

      –Es natural, Finn –había respondido ella, sonriente–. Eres un hombre muy atractivo y es normal que te persigan.

      –¿No pensarás que las aliento?

      –No.

      –¿Ni siquiera inconscientemente?

      –Tú no necesitas tener un harén de mujeres para reforzar tu autoestima –había contestado ella–. Puedes seguir con tu club de admiradoras, Finn Fitzgerald.

      Luego, una vez en la fiesta, y durante la cena, Amber había procurado hablar con un joven director de cine. Después de media hora, había cazado una mirada de Finn.

      –Reúnete conmigo abajo –le había pedido éste, tras acercarse a Amber con decisión.

      –¿Por qué?

      –No hagas preguntas.

      –¿Ni siquiera sobre el punto de encuentro?

      –¿Por qué no te escondes en uno de los pasillos oscuros del vestíbulo? –repuso Fin con tono seductor–. ¿Y me dejas que te encuentre?

      El corazón le había latido al ponerse de pie, convencida de que todo el mundo debía de haber notado las intenciones de ambos; sin embargo, no le había dado la impresión de que nadie los hubiera echado de menos.

      Después de entrar en uno de los servicios de la planta baja, donde se peinó el pelo, se lavó las manos y se pintó los labios, Finn abrió la puerta y la miró excitado mientras se metía y echaba el cerrojo de los aseos.

      –¿Finn?

      –¡Chiss!

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