Educar mejor. Carles Capdevila Plandiura

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Educar mejor - Carles Capdevila Plandiura

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de los niños en una especie de centro social y vieron que salía adelante. No tenía ni siquiera título, pero me dijeron que eso no era lo más importante, que lo que les interesaba eran personas que quisieran trabajar con aquellos críos. El primer año que ejercí de maestro no sabía nada de nada, simplemente reproducía lo que había mamado en la escuela, como ¡castigar a los niños poniéndolos de rodillas! Por eso ahora, cuando nos encontramos con los del Camp de la Bota, les digo que no deberían habérmelo perdonado… Pero ellos me responden con un: «Sí hombre, te lo hemos perdonado», y eso es magnífico. Fue entonces cuando me matriculé en bachillerato porque quería ser maestro. Nunca había pensado que me dedicaría al magisterio. En aquella época descubrí el grupo de Rosa Sensat, las escuelas de verano, los cursos de invierno. Y luego comencé oficialmente la carrera en la Autónoma.

       Tú siempre hablas desde la práctica.

      Es que no puedo hablar de nada más. Por eso tengo un «socio pedagógico», mi amigo Juli Palou. Además de que él tiene una gran experiencia en las aulas, ha trabajado muchos años como maestro, es el que mejor amueblada tiene la cabeza. Juli sí tiene un corpus teórico, además de una práctica excelente.

       El trabajo de maestro, ¿tiene que ser vocacional?

      Imagínate, ¡yo quería ser artista de cine!, y en las clases he hecho mucho teatro. Las vocaciones no tienen la misma intensidad a lo largo de tu vida profesional, hay momentos más altos o más bajos, fluctúan. Lo que es fundamental, y esta es una gran suerte, es que en las cinco o seis escuelas en las que he trabajado lo he hecho con un equipo de gente con el que he tenido muchas discusiones, pero que creía en lo que hacía. Es una suerte trabajar en escuelas donde se debate sobre lo que estás haciendo, donde puedes hablar, donde la gente respeta a la persona y se discute sobre lo que se está diciendo.

       Dices que el maestro tiene que querer a sus alumnos, y si no hacerlo ver.

      Sí, es un poco fuerte, pero es así. Es imposible que espontáneamente pueda querer a todos los niños y niñas que he tenido; cuando entro en una clase, después de un día, solo habiendo pasado una hora con ellos, puedo decirte qué chavales ya me han hecho suyos y cuáles me costará mucho incorporar. Pero he de tener la suficiente habilidad para que este niño o esta niña no lo sepan nunca, para que no lo noten. Eso es lo que hacen los grandes actores.

       ¿Eso es fingir?

      Es hacer teatro del bueno. Soy muy socrático en el sentido de que me gusta mucho conversar e ir charlando. Hay niños que, en clase, se apasionan; y hay niños que al cabo de diez minutos bostezan como leones. No existe un maestro excelente para todos los contextos o para todos los chicos y chicas de una misma aula.

       Tú debes transmitir que confías en que lo lograrán…

      Que confío en ellos, que les apoyo cuando es necesario; que seré cariñoso con ellos cuando lo necesiten; que cuando sea necesario llorar con ellos, lloraré con ellos; y que cuando toque enfadarme, me enfadaré. Me tienen a su lado. Con algunos esto surge espontáneamente, sin ningún problema, y con otros debo hacerlo intencionadamente porque cuando este niño o esta niña lleguen a casa han de tener la sensación de que para mí ellos son importantes. Esto no significa humillar, significa aquello tan difícil de conseguir a lo que se refiere George Steiner. Steiner tiene una frase preciosa: «El buen maestro es aquel que incluso en la ironía transmite una leve sensación de amor».

       Se ha de procurar no pasar de la ironía al sarcasmo.

      Un maestro puede hacer mucho daño con la ironía. Si eres irónico y el alumno lo percibe en el campo de una relación afectiva, a este ya lo has conquistado para siempre. Y al revés, porque el maestro también necesita ser querido por sus alumnos. Que un maestro salga del aula y tenga la sensación de que no llega a sus alumnos es tremendamente frustrante. Cuando se habla del estrés docente, una de las causas fundamentales es la incapacidad para establecer vínculos con tus alumnos.

       Las escuelas han de innovar

      Innovar es dialogar con la tradición. La tradición es muy importante e «innovar» significa pensar qué haría Célestin Freinet si entrara ahora en un aula con toda la tecnología de la que disponemos; o cómo defendería John Dewey su concepción de la escuela democrática en las condiciones actuales; o qué quiere decir la práctica educativa como práctica de la emancipación, que es algo de lo que Paulo Freire habla a menudo.

       El maestro ya no tiene el monopolio del conocimiento.

      No, ahora algunas lecciones te las dan ellos. Pero el maestro que crea que él es el centro del saber solo provocará risa, los niños lo pondrán en su lugar. Conviene saber cosas de las neurociencias que antes no sabíamos, como qué quiere decir enseñar y aprender. Cuando tú enseñas, estás aprendiendo con él. Por eso titulé mi libro Tu m’aprens. Es así.

       Enseñas y aprendes al mismo tiempo…

      Esta es la razón por la que es tan importante la charla, y que puedan equivocarse con tranquilidad. La escuela es un espacio donde los niños y las niñas vienen a equivocarse y donde saben que no serán sancionados por ello; al contrario, se les felicitará, porque se arriesgan, dan su opinión y, entonces, el maestro u otro compañero les cuestiona; y, desde ese momento, inician una investigación y saben que el conocimiento está incompleto. Me maravilla el niño que acude a ti y te dice «¿Me ayudas?». Igual que cuando te dice: «¡Ya está, ahora ya no te necesito!».

       ¿La escuela corrige la desigualdad social y garantiza la meritocracia?

      Es una máxima del movimiento desde hace muchos años: la escuela como compensadora de la desigualdad social. Procuramos hacerlo, pero las cosas se complican. Estoy alejándome de la educación reglada. Cosas que parecían resueltas ahora vuelven a ponerse sobre la mesa. De nuevo estoy luchando por cosas por las que luché denodadamente cuando tenía 18 años. No por los comedores escolares, por poner un ejemplo, sino para que se garanticen todas las comidas que necesitan los niños.

       El ascensor social se ha encallado.

      Hay centros en los que el maestro no puede decir que su trabajo es enseñar matemáticas muy bien, también debe preocuparse porque haya un comedor escolar, porque haya becas; o debe buscar alguna manera para compensar los momentos en que un determinado alumno no recibirá ayuda en su casa. Hemos de ejercer de asistentes sociales y de lo que sea. No quiero decir que seamos responsables de todo, pero hemos de actuar. Y cuando ves que un niño necesita algo, debes encontrar la solución; nunca puedes decir que el problema que afecta a este niño o a esta niña que está en tu clase no es tu problema; un maestro nunca puede decirlo. Un maestro puede confesar su impotencia, pero no puede decir que este problema no es cosa suya.

       Que un niño de una familia donde no hay cultura acceda a ella debe producir una inmensa satisfacción.

      El gran sueño es que todos fuéramos como el maestro de Albert Camus, que recibiéramos una carta como la que él recibió después de que a su alumno le concedieran el premio Nobel: «Escúcheme, yo esto lo he conseguido gracias a usted». Después de esto, el maestro de Albert Camus podía morir tranquilo.

       Sois idealistas.

      El colectivo docente es muy idealista. Cuando preguntas a la gente que empieza

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