Jane Eyre. RMB

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La pobreza atemoriza a los adultos y aún más a los niños, que no tienen idea de lo que es ser pobre, trabajador y respetable; solo relacionan la palabra con ropa andrajosa, comida escasa, chimeneas apagadas, modales toscos y vicios denigrantes. Para mí, la pobreza era sinónimo de degradación.

      —No, no me gustaría vivir con personas pobres —fue mi respuesta.

      —¿Aunque te trataran con amabilidad?

      Negué con la cabeza. No creía posible que los pobres pudieran ser amables. Y además, aprender a hablar como ellos, adoptar sus modales, ser inculta, crecer para convertirme en una de las pobres que a veces veía amamantando a sus niños o lavándose la ropa en las puertas de las casitas de la aldea de Gateshead, no me consideraba tan valiente como para comprar mi libertad a tal precio.

      —Pero ¿tan pobres son tus parientes? ¿Son de clase trabajadora?

      —No lo sé. Mi tía me dice que, si existen, deben de ser unos mendigos, y no me gustaría ponerme a mendigar.

      —¿Te gustaría ir a la escuela?

      Me puse a reflexionar de nuevo. Apenas si sabía lo que era la escuela. A veces Bessie la nombraba como un lugar donde se sentaba a las señoritas en duros bancos, se les enseñaba a andar derechas con tablas a la espalda, y se les exigía que fueran extremadamente refinadas y correctas. John Reed odiaba su escuela y no tenía nada bueno que decir de su maestro, pero los gustos de John Reed no me servían de ejemplo, y si las impresiones de Bessie sobre la disciplina escolar (basadas en lo que le habían dicho las señoritas de la casa donde había servido antes de venir a Gateshead) me resultaban algo aterradoras, los detalles de las habilidades adquiridas por esas mismas señoritas me resultaban muy atractivas. Hablaba de las bellas pinturas de paisajes y flores que ejecutaban, de las canciones que cantaban y las piezas que tocaban, de las labores que realizaban, de los libros que traducían del francés; al escucharla, mi espíritu anhelaba emularlas. Además, la escuela sería un cambio completo, significaría un largo viaje, alejarme totalmente de Gateshead y emprender una nueva vida.

      —Sí que me gustaría ir a la escuela —dije, después de tanto reflexionar.

      —Vaya, vaya, ¿quién sabe lo que puede pasar? —dijo el señor Lloyd, levantándose. «Esta niña necesita un cambio de aires y de ambiente —añadió para sí—, sus nervios están deshechos».

      Volvió Bessie y, al mismo tiempo, se oyó acercarse el coche sobre la gravilla de la entrada.

      —¿Será su señora, Bessie? —preguntó el señor Lloyd—. Quisiera hablar con ella antes de marcharme.

      Bessie le pidió que bajara a la salita y lo acompañó. Deduzco, por lo que sucedió después, que en la entrevista que tuvo lugar entre él y la señora Reed, el boticario se atrevió a recomendar que me enviara a la escuela. Dichas recomendaciones fueron escuchadas, porque, como dijo Abbot a Bessie mientras cosían en el cuarto de los niños después de acostarme una noche, «la señora estaba bastante contenta de deshacerse de una niña tan difícil y arisca, que siempre parecía andar espiando a todo el mundo y maquinando maldades a espaldas de todos». Creo que, para Abbot, yo era una especie de Guy Fawkes[1] infantil.

      Por la conversación entre Abbot y Bessie, también me enteré de que mi padre había sido un clérigo pobre, que se había casado con mi madre en contra de los deseos de los suyos, que lo consideraban inferior a ella; que mi abuelo se enfadó tanto por su desobediencia que la desheredó; que al año de su matrimonio, mi padre contrajo el tifus en una visita a los pobres de la gran ciudad industrial donde tenía su parroquia, donde había una epidemia de esa enfermedad; que contagió a mi madre, y que ambos murieron con un mes de diferencia.

      Cuando Bessie supo esta historia, suspiró y dijo:

      —La pobre señorita Jane es digna de compasión también, Abbot.

      —Sí —contestó Abbot—, si fuera una niña simpática y bonita, su desamparo nos inspiraría lástima, pero ¿quién va a preocuparse por semejante birria?

      —Nadie, a decir verdad —asintió Bessie—. En cualquier caso, en las mismas circunstancias, una belleza como la señorita Georgiana daría más pena.

      —Sí, adoro a la señorita Georgiana —convino Abbot apasionadamente—. ¡Angelito, con sus largos rizos y sus ojos azules, y esos colores que tiene, como salida de un cuadro! Bessie, me apetece tomar tostadas con queso para cenar.

      —A mí también, con una cebolla al horno. Anda, vámonos para abajo.

      Y se marcharon.

      Capítulo IV

      Mi conversación con el señor Lloyd y la charla que había oído entre Bessie y Abbot me sirvieron de aliciente para querer ponerme bien, pues veía la posibilidad de un cambio, que deseaba y esperaba en silencio. Pero este tardaba en llegar: pasaron días y semanas; había recuperado la salud, pero no se había vuelto a mencionar el asunto que me hacía cavilar. La señora Reed me contemplaba a veces con mirada adusta, pero apenas me dirigía la palabra. Desde mi enfermedad, había trazado una línea más marcada aún para separarme de sus hijos, asignándome una pequeña alcoba, donde dormía sola, y condenándome a comer sin compañía y a pasar el tiempo en el cuarto de los niños, mientras que mis primos estaban casi siempre en el salón. Ni una palabra dijo, no obstante, de enviarme a la escuela, aunque yo tenía el íntimo convencimiento de que no soportaría por mucho tiempo tenerme bajo su techo, ya que su mirada delataba más que nunca la aversión invencible y profunda que le inspiraba mi presencia.

      Eliza y Georgiana, supongo que obedeciendo órdenes, me hablaban lo menos posible, y John adoptaba un gesto irónico cuando me veía. Una vez intentó pegarme, pero como me vio dispuesta a resistirme, espoleada por el mismo sentimiento de ira y rebeldía que me había instigado a defenderme en la ocasión anterior, decidió renunciar, y salió corriendo, echando maldiciones y jurando que le había roto la nariz. Verdad es que había asestado a ese atributo prominente suyo el puñetazo más fuerte que había podido, y viéndolo acobardado, no sé si por el golpe o por mi mirada, sentí un fuerte impulso de sacarle partido a mi ventaja, pero ya estaba él con su madre. Oí cómo empezó a balbucear cómo «la antipática de Jane Eyre» lo había atacado como un gato salvaje, pero ella lo interrumpió bruscamente:

      —No me hables de ella, John. Te he dicho que no te acerques a ella, que no es digna de tu atención. No quiero que ni tú ni tus hermanas os relacionéis con ella.

      En este punto, me asomé por encima de la barandilla de la escalera y dije impulsivamente, sin medir mis palabras:

      —Ellos no son dignos de relacionarse conmigo.

      Aunque la señora Reed era una mujer algo corpulenta, al oír esta extraña y osada declaración, subió velozmente las escaleras, me levantó en vilo y me llevó al cuarto de los niños, donde me aplastó contra la cama y me prohibió que me moviera de allí o volviera a decir una palabra durante el resto del día.

      —¿Qué le diría mi tío si viviera? —pregunté casi involuntariamente. Digo involuntariamente porque fue como si mi boca hubiese pronunciado las palabras sin el consentimiento de mi voluntad: había hablado algo dentro de mí que estaba fuera de mi control.

      —¿Qué has dicho? —susurró la señora Reed, y en sus ojos grises, generalmente tan fríos, se asomó un atisbo de miedo. Me soltó el brazo y me contempló como si de verdad no supiera si era una niña o un

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