Petrocalipsis. Antonio Turiel

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forma una mezcla de hidrocarburos de cadenas muy largas y muy insaturado (es decir, con pocos átomos de hidrógeno), mientras que los hidrocarburos líquidos que solemos usar como combustibles (gasolina, diésel, fuelóleo, queroseno…) presentan cadenas mucho más cortas y repletas de hidrógeno. Así que hay que mejorar el bitumen para poder transformarlo en combustible idóneo para coches, camiones, tractores, excavadoras, aviones, barcos… Para lo cual se han seguido diversas estrategias en las dos regiones que son las máximas productoras mundiales: Athabasca, en Canadá, y la Franja del Orinoco, en Venezuela.

      En Canadá, debido a la proximidad de las explotaciones de las arenas bituminosas a los grandes yacimientos de gas natural, se usó inicialmente ese gas para dos fines. En primer lugar, para calentar el agua y así obtener el vapor de agua necesario con que extraer el bitumen. Ese bitumen era, después, transportado en trenes hasta las mismas refinerías, donde el gas natural se volvía a usar para hacer la mejora final de la mezcla, el segundo fin de su empleo, insertando los átomos de hidrógeno en las cadenas insaturadas del bitumen y haciendo que el producto fuera ya algo más cercano al petróleo convencional, de modo que se pudiera continuar con la cadena de refinado estándar. El problema consistía en que, durante el proceso, se liberaban grandes cantidades de dióxido de carbono, el denostado gas de efecto invernadero CO2. Las emisiones de gases de efecto invernadero en Canadá aumentaron de tal manera que se vio obligada a elegir entre renunciar a un pingüe negocio seguro o abandonar el Protocolo de Kioto. Por desgracia, escogió lo segundo, y fue el único firmante del Protocolo de Kioto en retirarse de él.

      Pero, a medida que la producción de bitumen canadiense fue subiendo, pronto se vio que no habría suficiente gas natural para hacer la mejora en ese mismo país, circunstancia agravada por la llegada de Canadá a su peak gas particular (o cénit de producción de gas natural). Hubo que buscar una estrategia alternativa, y esta fue la de mezclar el bitumen con petróleo más ligero proveniente de los Estados Unidos, de manera que ya pudiese ser transportado a través de los oleoductos y llevar la mezcla hasta refinerías estadounidenses especializadas en tratar este tipo de producto. Esa solución fue favorecida a partir de 2010 debido al espectacular incremento de la producción de petróleo ligero de roca compacta procedente del fracking estadounidense, así que de nuevo parecía que el círculo se volvía a cerrar de manera perfecta. Sin embargo, las limitaciones en la cantidad de gas natural y de agua disponible para la primera fase del proceso han impedido que la producción de petróleos extrapesados de Canadá sobrepasara los dos millones de barriles diarios (frente a los casi cien de todo tipo de petróleo que consume el mundo hoy en día).

      La situación es más precaria en el caso de Venezuela. Si bien en la Franja del Orinoco el agua es abundante, el gas natural no lo es tanto como en Canadá y, además, la zona es de difícil acceso y escasa infraestructura. Venezuela optó desde el principio por mezclar sus petróleos extrapesados con el petróleo ligero que la propia Venezuela extraía de la bahía de Maracaibo, pero esto pronto planteó dos serios inconvenientes: por una parte, la mezcla (que allí denominan orimulsión) tenía menos valor y mayor coste productivo que el petróleo de alta calidad de Maracaibo, y eso hizo que, aunque Venezuela aumentara su producción total de petróleo, disminuyeran sus ingresos. Además, el petróleo de Maracaibo empezó a declinar a principios de 2000 (Venezuela llegó a su particular peak oil del petróleo crudo), con lo que pronto comenzó a faltar petróleo ligero para conseguir realizar la orimulsión y Venezuela empezó a importarlo de otros países, y no le servía un petróleo cualquiera, sino que tenía que ser de alta calidad y de algún país donante que quisiera hacer tratos con Venezuela. Así las cosas, Venezuela comenzó a importar petróleo de Argelia, que pagaba a un precio muy elevado, y eso redujo rápidamente el beneficio económico obtenido (de modo que, en buena medida, el problema de su sector petrolero ha sido el que ha arrastrado al país al marasmo en que se encuentra en la actualidad). La situación de Venezuela es claramente insostenible, con sus campos caribeños en declive y su suministrador principal de petróleo ligero, Argelia, amenazado, pues este país también ha superado su pico de extracción, además de arrastrar no pocos problemas domésticos.

      Durante la primera década de este siglo se exageró mucho la importancia de los petróleos extrapesados, ya que sus reservas equivalen a un par de siglos del consumo actual de petróleo. Sin embargo, por más bitumen que encontremos en el subsuelo, al final la producción mundial de petróleos extrapesados difícilmente superará nunca los cuatro millones de barriles diarios (poco más del 4 % del total actual), y no por falta de reservas de bitumen, sino por escasez de los otros medios que se necesitan: agua, calor y una fuente de hidrocarburos ligeros extra con los que poder combinarlos. Además, la explotación de este recurso conlleva una destrucción medioambiental difícilmente comparable con la de otras fuentes energéticas: al problema del aumento de las emisiones de CO2 se le añade la contaminación de las aguas superficiales y de los acuíferos con sustancias tremendamente tóxicas y cancerígenas (benceno, tolueno, dioxinas…), junto con la destrucción de los bosques y selvas que se asientan sobre los depósitos de petróleos extrapesados, una pérdida que tiene un doble efecto negativo, ya que se destruye un hábitat natural de gran valor para muchas especies y porque, al eliminar el suelo y remover la tierra, este queda descubierto y más propenso a la erosión. Asimismo, la inversión en los petróleos extrapesados es ruinosa desde un punto de vista medioambiental, pero también supone una ruina económica: el elevado coste energético hace que el rendimiento de este tipo de explotación no pueda ser nunca económicamente rentable, con independencia de cuál sea el coste del barril de petróleo. Si no, que se lo pregunten a Repsol, que compró a la canadiense Talisman con el dinero que le pagaron por la expropiación de YPF para venderla unos pocos años más tarde con unas pérdidas de más de mil ochocientos millones de dólares.

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