Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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¡Valiente muchacho! Está hecho de la pasta perfecta de un revolucionario. Un hombre como éste no tiene por qué pertenecer a la milicia. Debería saber con qué propósito fue concebida: una herramienta del capitalismo en la esclavización de la clase obrera. A fin de cuentas, saldrá beneficiado si le forman un consejo de guerra. Le iluminará. Tengo que seguir el caso. Tal vez el negro me dé más recortes. Fue muy generoso por su parte comprometerse con este acto de amistad. El alcaide ha prohibido expresamente que me pasen periódicos, aunque a los otros presos se les permite comprarlos. Me discrimina con todos los medios a su alcance. Un completo analfabeto: ni siquiera puede pronunciar la palabra «anarquista». Ayer me dijo: «Los anacristas no son buenos. De todos modos, ¿qué pretenden?». Le contesté enojado: «Primero dice que no son buenos, luego pregunta qué pretenden.» Se puso rojo. «En realidad, no estoy familiarizado con el asunto» ¡Menudo imbécil! Ni el más mínimo sentido de justicia... condenar sin comprender. Creo que está colaborando con los detectives. ¿Por qué insiste en que me declare culpable? Le he repetido una y otra vez que, aunque no niego el acto, soy inocente. El estúpido se carcajeó. «Mejor se declara culpable, saldrá mejor parado. Lo hizo, pues mejor declárese culpable.» En vano me esforcé en explicárselo: «No creo en sus leyes, no reconozco la autoridad de sus tribunales. Moralmente soy inocente.» Una insoportable sonrisa de condescendiente sabiduría no dejaba de revolotear por sus labios: «Declárese culpable. Hágame caso. Declárese culpable.»
Instintivamente siento una presencia en la puerta. Los ojos pequeños y maliciosos del alcaide me inspeccionan atentamente a través de los barrotes. Siento que es un enemigo. Bien, si quiere el recorte, lo tendrá. Pero ninguna tortura me arrancará una confesión que incrimine al negro. El nombre de Rajmetov me pasa fugazmente por la cabeza. Tengo que ser fiel a su recuerdo.
—Hay un caballero en mi oficina que desea verle —me informa el alcaide.
—¿De quién se trata?
—Un amigo suyo de Pittsburgh.
—No conozco a nadie en Pittsburgh. No me apetece ver a ese hombre.
La melindrosa insistencia del alcaide suscita mis recelos. ¿Por qué debería tener tanto interés en que vea a un desconocido? Las visitas son privilegios, según me han dicho. Declino el privilegio. Pero el alcaide insiste. Rehúso. Finalmente ordena que salga de la celda. Dos guardias me guían por el pasillo. Me sitúan a la cabeza de una fila de doce hombres. Cuentan seis en voz alta y me asignan el séptimo lugar. Veo que soy el único hombre en la fila que lleva gafas. El alcaide entra desde una oficina interior acompañado de tres visitantes. Caminan hasta el final de la fila examinado cada rostro. Luego regresan sin dejar de mirarnos fijamente. Uno de los desconocidos hace un gesto como si se dispusiera a poner la mano en el hombro del preso que queda a mi izquierda. El director se apresura a llamar a un lado a los visitantes. Conversan entre susurros, caminan hacia el principio de la fila y pasan lentamente de vuelta, hasta que se paran a mi lado. El desconocido alto me pone familiarmente la mano en el hombro y exclama:
—¿No me reconoce, señor Berkman? Nos vimos en la quinta avenida, justo enfrente del edificio de telégrafos.11
—Es la primera vez que le veo en mi vida.
—¡Oh, sí! Seguro que se acuerda de que le hablé...
—No, no lo hizo —le interrumpo, agotada ya mi paciencia.
—Lleváoslo —ordena el alcaide.
Protesto contra el pérfido procedimiento. «Una identificación positiva», afirma el alcaide. El detective me había visto «en compañía de dos amigos, inspeccionando las oficinas del señor Frick.» Niego airadamente esta afirmación falsa y le responsabilizo de instigar un complot para implicar a mis camaradas. Se pone lívido de rabia, y ordena que me priven de la hora de ejercicio esa tarde.
Ahora, el papel del alcaide en el complot policial me parece obvio. Le he visto el plumero. Pese a ser un ignorante, el contacto con los métodos policiales le ha permitido desarrollar cierta astucia: la vil malicia del zorro que persigue a su presa. La sonrisa bondadosa esconde un poso de malignidad, el grosero engreimiento que se vanagloria en el abuso satisfecho de su posición sobre seres humanos desdichados.
La nueva apreciación de su carácter me aclara algunos incidentes que hasta entonces me habían desconcertado. Retienen mi correo en la oficina, estoy seguro. No es posible que mis camaradas de Nueva York me hayan descuidado durante tanto tiempo; ya ha pasado una semana desde que me arrestaron. Por precaución debida, no podían ponerse en contacto conmigo inmediatamente. Pero bastaría con dos o tres días para pergeñar una Deckadresse.12 Y sin embargo no he recibido ni una línea suya. Es evidente que me retienen el correo.
Estas reflexiones despiertan en mí un odio implacable hacia el alcaide. Su infamia me llena de rabia. La advertencia del negro sobre el inquilino de la celda adquiere un nuevo sentido. No me cabe duda de que el hombre es un espía, y resulta obvio que ha sido el alcaide quien ha dado la orden. Incidentes nimios, insignificantes en sí mismos, se convierten en pruebas incuestionables de mis sospechas, que alcanzan la categoría de convicción cuando repaso algunas circunstancias relativas a mi vecino. Ciertas cuestiones que me parecían tonterías, advertidas por simple curiosidad, ahora las veo a la luz del papel del alcaide como detective voluntario. Enviaron al joven negro al calabozo porque me previno contra el espía de la celda de al lado. Pero a este último nunca lo denuncian, aunque se pase todo el día hablando y criticando. Una situación especialmente privilegiada la suya, como es obvio. Y el alcaide también está en negocios con la policía. Estoy convencido de que las cartas que me dio ayer fueron responsabilidad suya. El matasellos era de Homestead, y el remitente un presunto huelguista. Quieren volar las fundiciones, rezaba la carta; necesitamos unas cuantas bombas. Tenía que enviarles las direcciones de mis amigos, los cuales saben fabricar explosivos efectivos. ¡Qué trampa tan burda! Una de la cartas pretendía involucrar en mi acto a uno de los líderes de la huelga. En otra, se mencionaba a John Most. Bien, no me cogerán con semejante basura. Pero no debo bajar la guardia. Será mejor que renuncie a recibir correo. De todos modos, retienen las cartas de mis amigos. Sí, rechazaré todo el correo.
Me veo rodeado de enemigos, confesos y secretos. No hay nadie aquí a quien pueda llamar amigo, salvo el negro, que sé que no me desea ningún mal. Espero que me dé más recortes... tal vez haya en ellos noticias de mis camaradas. Intentaré «encontrarme» con él durante la hora de ejercicio de mañana... ¡Ay! ¡Están repartiendo unos sermones! Mañana es domingo... ¡no habrá ejercicio!
VIII
El día del Señor se honra privando a los presos del almuerzo. Una ración escasa de pan y una taza de hojalata llena de un café negruzco y sin azúcar constituyen el desayuno. La cena sería una repetición del menú matutino si no fuera porque el café parece más claro y la taza de hojalata más herrumbrosa. Cierro los ojos y me obligo a engullir un trago.