Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander
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Estamos llegando a Washington D.C. El tren hará un alto en la ciudad de seis horas. Maldigo la estupidez del retraso: seguro que está ocurriendo algo en Pittsburgh o en Homestead. Además, no hay tiempo que perder. Hay que dar un golpe significativo antes de que decaiga la indignación de la opinión pública por las atrocidades de la Carnegie Company, por la brutalidad de Frick.
Y sin embargo toda esta irritación se desvanece para mi sorpresa al recibir mis ojos el saludo de una bella imagen cuando me apeo del tren. Ha salido el sol, es una enorme bola de un rojo profundo que vierte un torrente de oro sobre el Capitolio. La cúpula asoma majestuosa su orgullosa cabeza por encima de la mole de piedra y mármol. Como una criatura viviente, la luz palpita y tiembla apasionada antes de besar la cúspide más alta, prendiéndola con un brillo cegador, y luego extendiéndose en un abrazo que desciende y se relaja por los hombros del imponente gigante. Las olas de ambarino entrelazan sus costados con tiernas caricias, para luego precipitarse a izquierda y derecha, a lo alto y a lo ancho, y centellean sobre los árboles señoriales, coquetean con ramas y hojas, y finalmente se abaten sobre la anchurosa avenida, no sin volverse cada vez más doradas y prolijas al dispersarse. Y el gigante con una cúpula por cabeza, los árboles señoriales y la anchurosa avenida se estremecen con un éxtasis recién alumbrado, la naturaleza entera exhala el suspiro satisfecho del gozo y se arrima al dorado dador de vida.
En este instante percibo, tal vez como nunca antes, la gran alegría, la incomparable dicha, de la existencia. Pero en un santiamén cambia la imagen. Ante mis ojos se presenta el río Monongahela, que lleva gabarras atestadas de hombres armados. Y oigo un disparo. Un muchacho cae en el muelle. La sangre mana a borbotones del centro de su frente. El agujero abierto por la bala se abre como un negro bostezo en el rostro carmesí. Gritos y llantos retumban en mis oídos. Veo hombres que corren hacia el río y mujeres postradas al lado del muerto.
La horrible visión reaviva en mi conciencia un incidente parecido, que ya antes había vivido con la imaginación. Fue la imagen de un nihilista ejecutado. ¡Los nihilistas! ¡Cuánta sangre suya fue derramada! ¡Jalonan por millares la avenida del sufrimiento de Rusia! Me siento inexplicablemente próximo, tan cerca de sus almas, de aquellos hombres y mujeres. Adorados y misteriosos hombres de mi juventud, que dejaron atrás hogares ricos y sus privilegios de clase para ir «con el pueblo», ser uno con el pueblo, pese al desdén de quienes les fueron queridos, pese a ser perseguidos y ridiculizados incluso por los ignorantes objetos de su gran sacrificio.
A todas luces, ahí es donde viene a mi recuerdo la primera impresión de la Rusia nihilista. Acababa de aprobar los exámenes de mi segundo curso en el Gymnasium. Desbordante de gozosa emoción, regresé corriendo a casa para comunicar a madre las felices noticias. ¡Qué contenta se pondrá! La semana que viene cumplo doce años, pero no es necesario que madre me haga ningún regalo. Yo, en cambio, tengo uno para ella. «Mamá, mamá», grité, cuando de repente distinguí su voz, llevada por el enfado. Algo ha ocurrido, pensé, madre nunca habla tan alto. Algo muy extraño, creí, al ver que la puerta que comunicaba el amplio pasillo con el comedor estaba cerrada al contrario de lo que era habitual. Turbado, vacilé en el umbral. «Debería darte vergüenza, Nathan», oí que decía mi madre. «Condenar a tu propio hermano porque es un nihilista. No eres mejor que», su voz amainó hasta convertirse en un murmullo, pero agucé el oído y pude discernir la palabra pavorosa, pronunciada con odio y miedo: «un palátch.»4
Estaba sobrecogido. El tono de mi madre, la insólita presencia en casa de mi adinerado tío Nathan, la espantosa palabra palátch; tenía que haber ocurrido algo horroroso. Salí del pasillo de puntillas y corrí hacia mi habitación. Temblaba de miedo. Me tiré en la cama. ¿Qué ha hecho el palátch? dije entre lamentos. «Tu hermano», eso dijo mamá a nuestro tío. Se refería a su propio hermano, el benjamín, a mi tío favorito, Maxim. ¡Ay! ¿Qué le ha pasado? Mi excitada imaginación se figuró las peores visiones. Ahí estaba la poderosa figura del gigantesco palátch, su brazo derecho desnudo hasta el hombro, en su mano el hacha suspendida. Pude ver el resplandor del acero afilado en su pausado descenso, de una lentitud torturadora, mientras mi corazón dejaba de latir y mis ojos afiebrados se fijaban como hechizados en los resplandecientes tizones de la cabeza del palátch. De repente, los ojos fulmíneos se fundieron en una enorme y llameante bola roja; la figura del espantoso cíclope con su único ojo ganó altura, y se estiró, cada vez más alta, y en todas partes estaba el gigante —estaba a todos mis lados— y entonces un repentino destello de acero, y vi cómo sostenía una cabeza con su mano monstruosa, cortada de cuajo, cuyos ojos se abrían y cerraban sin cesar, de cuya boca, orejas y garganta manaba una sangre de color rojo oscuro. Había algo mortalmente familiar en aquel rostro, de frente despejada y blanca y boca expresiva, tan dulce y triste. «¡Ay, Maxim, Maxim!», grité, aterrorizado. Y en ese mismo instante se adueñó de mí un torrente de odio mortal hacia el palátch, y con la cabeza agachada me lancé contra el monstruo de un solo ojo. Estaba cada vez más cerca... un impulso más y ya el violento impacto de mi cuerpo le golpeaba justo en el centro. Y se derrumbó hacia delante, a plomo, justo enfrente de mí, y sentí que su pavoroso peso me aplastaba los brazos, el pecho, la cabeza...
—¡Sasha, Sashenka! ¿Qué te ocurre, Golubchik?
—Reconocí la voz dulce y tierna de mi madre, que llegaba desde muy lejos y sonaba extraña, antes de acercarse y volverse más reconfortante. Abrí los ojos. Madre está arrodillada al pie de la cama, sus hermosos ojos negros están llenos de lágrimas. Me colma de besos rostro y manos, mientras me suplica, apasionadamente:
—Golubchik, ¿qué te ocurre?
—Mamá, ¿qué le ha pasado al tío Maxim? —pregunto, mirando fijamente su rostro mientras contengo el aliento.
El cambio repentino de su gesto me hiela el corazón. Palidece como un fantasma, enormes gotas de sudor perlan su frente, y sus ojos, llenos de miedo, se abren redondos y grandes. «¡Mamá!», grito, abrazándola. Sus labios se mueven, y siento en la mejilla su cálido aliento; pero sin pronunciar una palabra rompe a llorar violentamente.
—¿Quién... te lo dijo? ¿Lo... sabes? —susurra entre sollozos.
*
Un paño mortuorio parece haber caído sobre nuestra casa. El silencio es asfixiante. Todos caminamos en zapatillas, y el piano está cerrado. Sólo intercambiamos monosílabos en voz baja durante las comidas. La silla de mamá está vacía. Está muy enferma, nos dice la enfermera. Es mejor que nadie la vea.
La situación me desconcierta. Sigo preguntándome qué le ha pasado a Maxim. Mi visión del palátch, ¿fue un presentimiento o bien el eco de una tragedia cumplida? Me siento vagamente culpable de la enfermedad de mamá. La impresión que le causó mi pregunta acaso esté en el origen de su estado. Y aun así tiene que haber algo más, me digo, intentando convencer a mi espíritu atribulado. Una tarde, al encontrarme de muy buen humor a mi hermano mayor Maxim, que lleva el nombre del hermano favorito de madre, decido llamarle a un lado y adoptando con atrevimiento una actitud cómplice, le pregunto:
—Dime, Maximushka, ¿qué es un nihilista?
—¡Vete al diablo, molokossoss!5