El brindis de Margarita. Ana Alcolea
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Y yo seguía cantando aquellas palabras infames una y otra vez, sin pararme a pensar que la canción estaba defendiendo a un asesino. Era verdad que la cantábamos como protesta por la pena de muerte, y que en la España de aquellos juicios sumarísimos del 75 el texto tenía una significación muy clara. Pero tan claro nos debería haber parecido también que el preso número nueve era un villano que había acabado con la vida de su mujer y de su amante, y que además ni se arrepentía ni se iba a arrepentir. La solidez de su argumento era tal que cantábamos la canción con frenesí, empatizando con el asesino más que con sus víctimas.
Cada vez que pienso en mí misma, guitarra en mano, entonando aquella melodía, se me abren las carnes. Y si además pienso que copiábamos a Joan Baez, que se postulaba como hada madrina de la progresía, siento vergüenza de mí y de toda mi generación, y me siento en parte responsable de las muertes de tantas y tantas mujeres a manos de hombres que han creído y siguen creyendo que sus parejas son patrimonio propio, al mismo nivel que el coche o que el mechero con el que encienden sus malolientes cigarrillos.
—Menudo cabrón era el preso número nueve —me digo mientras recuerdo la emoción con que cantábamos aquellas palabras tan brutales.
22
Suena el teléfono. Esta vez lo tengo al lado y lo cojo antes del segundo compás de la melodía que Samsumg ha puesto por defecto. Acabo de cambiar de móvil y todavía no lo he personalizado. Es mi amiga Sara.
—Hola, guapa —me dice—. ¿Ya estás en la ciudad? ¿Quedamos a tomar un café? Hace mucho que no nos vemos. Tengo que contarte un cotilleo que te va a encantar.
Sara siempre ha sido así. Habla y no deja meter baza. Es amiga mía desde los tiempos del último curso del colegio, cuando su familia se trasladó desde el pueblo a vivir a casa de su abuela, en mi barrio.
—Llegué ayer y me fui directamente al hotel.
—¿Te has ido a dormir a un hotel teniendo casa y amigas que te podemos hospedar? ¡Qué disparate!
—Necesitaba estar sola antes de emprender la tarea. Esto es muy duro.
—Claro que es duro. Dímelo a mí, que he tenido que vaciar tres casas: padre, madre y marido. Por eso mismo, estarías mejor conmigo. Esta tarde te vienes a dormir a mi casa. Los chicos se alegrarán de verte. Eres una especie de hada madrina para ellos, sobre todo para Daniela.
—Los veré en otro momento, Sara. Hoy me voy a quedar aquí todo el día, y por la noche me iré al hotel. Se me remueven muchas cosas, muchos recuerdos. Prefiero no hablar con nadie.
—De eso nada. Iré a buscarte cuando salga de trabajar. A las dos me tienes ahí, charlamos, comemos y luego vuelves a tu tarea. Y por la noche puedes elegir: o duermes en una solitaria y triste habitación de hotel, o te quedas en mi casa.
Miro el reloj. Ya es casi la una de la tarde. He madrugado mucho para que me cunda la mañana, y no he vaciado nada más que dos cajones y una mínima parte del armario de papá.
—No sé si voy a ser capaz, Sara —le digo—. Hay tantos recuerdos… Cada objeto me lleva a momentos en los que yo también viví aquí. Vaciar esta casa es como vaciarme a mí misma.
—Vamos, vamos, no te pongas melodramática. A todos nos toca hacerlo. Y a los que no les toca es porque se han muerto antes, así que no te quejes tanto. Te recojo a las dos. Espérame en la puerta, que ya sabes que nunca hay sitio para aparcar.
Tiene razón Sara: nunca hay sitio para aparcar en mi calle. Tampoco lo había cuando estudiábamos ya en la universidad y ella me venía a recoger para ir juntas a la facultad con su 850 azul de cuatro puertas. Habían vuelto a vivir en el pueblo, que estaba a las afueras y en el que trabajaba los veranos. Con lo que ahorraba se había comprado un coche pequeño de tercera o cuarta mano. Lucía siempre limpísimo y el color hacía juego con sus ojos. O al menos eso me parecía a mí entonces. Su padre las había dejado con una mano delante y otra detrás y se había ido con una señora muy rubia a las islas Canarias.
Sara. Sara. Sarita. Ella cantaba mejor que nadie. Tenía el pelo largo y liso y vestía blusones anchos y bordados, como Cecilia, la cantante que más nos gustaba en aquellos años, más incluso que Camilo Sesto y que Cat Stevens.
Vuelvo al dormitorio, saco los cajones que me quedan de las mesillas y los vacío en la bolsa negra sin mirar siquiera su contenido. Saco del armario viejas y nuevas toallas, viejos y nuevos paños de cocina, viejos y nuevos zapatos. Arranco las ropas con furia del que ha sido su hogar durante años. De pequeña me preguntaba a veces si las cosas seguían estando dentro de los armarios y de los cajones cuando los cerrábamos, cuando nadie los veía. Las bragas ordenadas, los calcetines emparejados, ¿seguían allí cuando a su alrededor no había nada más que silencio y oscuridad? Pensaba que eran como los muertos dentro de los ataúdes, que se quedan un tiempo dentro para ir haciéndose más y más pequeños hasta que desaparecen casi por completo. Pero no. No era así con los habitantes de los armarios: todos y cada uno de los calcetines de papá siguen en el sitio donde él los dejó. Y sus corbatas, y sus calzoncillos. Hay algo de sacrílego en tocar los calzoncillos de un padre, aunque sea para meterlos en una bolsa negra, en el agujero negro de la nada. Tal vez sea esa la razón: tirar sus cosas es desprenderse de sus últimos vestigios. De sus últimos suspiros.
Miro de nuevo el reloj. Son las dos menos cinco. Ya debería estar abajo. Voy al cuarto de baño, me siento en la misma taza en la que tantas y tantas veces me senté para hacer mis necesidades y también para llorar en silencio. Tiro de la cadena. Me miro en el espejo mientras me lavo las manos, y vuelvo a preguntarme dónde está la chica que vivió en esta casa más de veinte años.
Bajo las escaleras tan deprisa que no llamo a la vecina para decirle que me voy. Me oye y abre la puerta. Oigo su voz cuando estoy en el rellano del primer piso.
—¿Te vas sin despedirte?
—Vuelvo después de comer. Me ha llamado una amiga y voy a comer con ella. Voy corriendo, que no puede aparcar.
—Que te diviertas.
23
Cuando llego abajo, hay un coche detrás del de Sarita que está pitando. Hago un gesto de disculpa con las manos, pero el tipo sigue pitando.
—¡Qué borde ese tío! —Es el saludo de mi amiga.
—Tendrá prisa —le contesto.
—Luego nos besamos y abrazamos como se debe. Ahora mejor que nos alejemos de ese energúmeno. Algunos no se han dado cuenta todavía de que ya hace años que estamos en un país civilizado. Venga, date prisa, que te estás mojando.
Me quedo callada. Ella siempre ha tenido más sentido patriótico que yo.
—Ya han sacado al tirano del valle —me dice.
—He visto algo en el móvil —le contesto.
—Yo lo he estado viendo en directo en la televisión.
—¿Pero no estabas trabajando?
—Lo he visto en la pantalla del ordenador del curro. Estábamos todos igual. Muy emocionados. Algunos hasta lloraban.
—¿De