Null Island. Javier Moreno

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Null Island - Javier Moreno Candaya Narrativa

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eléctricas. Llego hasta Sol y paso junto a la inscripción del kilómetro cero, el monumento más abstracto de la Capital. Subo por Carretas hasta Jacinto Benavente, luego Tirso de Molina… Caminar por la ciudad es enhebrar plazas. Finalmente llego a casa. Marta no ha regresado todavía. Aprovecho para sentarme frente al ordenador y echar un vistazo al correo. Ignoro la publicidad y me detengo en uno de los mensajes que lleva como asunto Invitación I Congreso de Literatura Duques de Soria. Abro el mensaje. Como el propio asunto anticipa, se trata de una invitación a participar en el primer congreso Duques de Soria que tendrá lugar en dicha ciudad dentro de un par de meses, en concreto durante la segunda semana de abril. Se me anima a hablar de mi obra en el contexto de la literatura actual en España. El tema me resulta interesante y los honorarios son más que aceptables. Además, nunca he estado en Soria y creo que este congreso puede resultar una oportunidad inmejorable para conocer la ciudad y, de paso, para dar a conocer mi propia obra, en particular mi hipótesis sobre la prescindencia de los personajes (acabo de bautizarla así). ¿Es que no conoce la obra de Georges Perec? Adivino la intervención capciosa de algún miembro del público. Precisamente porque la conozco reivindico su herencia, respondería. ¿Acaso la historia de las marinas que son enviadas desde Australia a Francia, convertidas en puzle y (una vez recompuestas sus piezas) devueltas por procesos químicos a su naturaleza original de cuadros, y remitidas de nuevo al pintor de cuyas manos salieron, no es tanto o más emocionante que esa otra historia de muerte y resurrección que es la de Madeleine en Vértigo? La conferencia llevaría por título Tomar partido por las cosas, un homenaje más que evidente a la poesía de Francis Ponge. Y así, fabulando un coloquio con una audiencia imaginaria, dejo pasar el tiempo hasta que oigo abrirse la puerta de casa. Debe de ser Marta. En efecto, Marta hace su aparición en el salón. Nos besamos. Nuestro alientos viciados de alcohol se entremezclan y confunden. Me ofrezco a prepararle algo de cena pero ella me dice que ya ha cenado, que si no me he dado cuenta de la hora que es. Miro mi reloj y compruebo que son casi las doce. Espero que me diga algo, de dónde viene, con quién ha quedado. Normalmente solemos comentar nuestros encuentros con los amigos con la única condición de que el otro esté sobrio, y hoy ambos lo estamos. Pero hoy se pierde en el baño para quitarse los restos de maquillaje. Aprovecho para entrar a la cocina y prepararme un sándwich. Cuando sale, cubierta con su camiseta de dormir, le doy un beso y ella responde con frialdad. La abrazo e intento dar más intensidad a mis besos pero ella se limita a escabullirse y decirme que está cansada. Ni siquiera me concede la oportunidad de un nuevo fracaso. Tal vez quiera ahorrarse una nueva escena de patetismo. Y es entonces, cuando la veo desaparecer en la habitación, cuando siento miedo por vez primera. Marta está siendo muy paciente conmigo. No me presiona. Se muestra comprensiva, pero sé que sufre tanto o más que yo por esta circunstancia. Pese a todo, me asalta el temor ante la mera posibilidad de que la paciencia de Marta tenga un límite. Ella es todavía una mujer joven y bella. Tal vez en este momento esté en la cama masturbándose, pensando en otro hombre. El miedo deja de ser abstracto. Siento cómo se acumula hasta conformar un objeto palpable, duro como una piedra, dispuesto a hacerme daño. Regreso a mi puesto frente al ordenador y entro en la carpeta de spam, ese inconsciente de la mensajería. El spam es el lumpenproletariat de la comunicación, incapaz de acceder al club selecto de la bandeja de correo. Hurgar en el spam y rescatar un mensaje es equiparable a un acto de caridad para con los más pobres. Junto a los mensajes de publicidad, de phishing y de exsoldados de la guerra de Irak que piden un número de cuenta para compartir su botín de guerra conmigo, encuentro el consabido anuncio de venta de Viagra. Hasta hace solo unas semanas aquellos mensajes me parecían venidos de un mundo sórdido y ajeno. Ahora me permito abrir el mensaje para averiguar las condiciones y el precio. Sé que la Viagra no es una solución a mi problema, pero sí, tal vez, un paliativo que me permitiría disfrutar de cierto simulacro de normalidad. Estoy a punto de pagar a alguien en la India para que me envíe una caja de Viagra seguramente adulterada. Al final resisto la tentación. Después abro el archivo de texto y lo miro como quien mira un paisaje a través de la ventanilla del tren, sin ganas de detenerme a contemplarlo. No obstante se hace necesario armarlo, llenarlo de árboles y nubes y vacas, muchísimas vacas. No conviene olvidar que se escribe –en parte– para los lectores y que, por tanto, conviene echar mano de la prosa circunstancial. El color de pelo. El estampado de las alfombras. La uniformidad militar del corte de césped. La luz del porche que alguien deja encendida y que despierta el instinto suicida de las polillas.

      La prosa circunstancial es como el nabo Daikon del sushi. Nadie se lo come, pero resalta el corte del pescado.

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