Canción de Navidad. Charles Dickens
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La sala, el dormitorio, el cuarto de trastos, todo estaba normal. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; un poco de lumbre en la rejilla; la cuchara y la jofaina, listas; y la cacerola, con un caldo (Scrooge tenía un resfriado de cabeza) junto al fuego. Nadie debajo de la cama; nadie en el gabinete; nadie dentro de la bata, que colgaba de la pared en actitud sospechosa. El cuarto de los trastos, como siempre. El viejo guardafuegos, los zapatos viejos, dos cestas para pescado, el lavabo de tres patas y un atizador.
Enteramente satisfecho, cerró la puerta y echó la llave, dándole dos vueltas, lo cual no era su costumbre. Asegurado así, contra toda sorpresa, se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar su cocimiento.
Era en verdad un fuego insignificante, casi nada para noche tan cruda. Se vio obligado a arrimarse a él todo lo posible, cubriéndolo, para poder extraer la más pequeña sensación de calor de tal puñado de combustible. El hogar era viejo, construido por algún comerciante holandés mucho tiempo antes, y pavimentado con extraños ladrillos holandeses, que representaban escenas de las Escrituras.
Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón, reinas de Sabá, mensajeros angélicos descendiendo a través del aire sobre nubes que parecían de plumón, Abrahames, Baltasares, apóstoles navegando en mantequilleras, cientos de figuras para atraer la atención; no obstante, aquella cara de Marley, muerto siete años antes, llegaba como la vara del antiguo Profeta y hacía desaparecer todo. Si cada uno de los pulidos ladrillos hubiera estado en blanco, con virtud para presentar sobre su superficie alguna figura proveniente de los fragmentados pensamientos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley sobre todos ellos.
—¡Tonterías! —dijo Scrooge, y empezó a pasear por la habitación.
Después de algunos paseos, volvió a sentarse. Al recostarse en la silla, su mirada fue a tropezar con una campanilla, una campanilla que no se utilizaba, colgada en la habitación y que comunicaba, para algún servicio olvidado, con un cuarto del piso más alto del edificio. Con gran admiración, y con extraño e inexplicable temor, vio que la campanilla empezaba a oscilar. Oscilaba tan suavemente al principio, que apenas producía sonido; pero pronto sonó estrepitosamente y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.
Ello pudo durar medio minuto, un minuto, mas a Scrooge le pareció una hora. Las campanillas dejaron de sonar como habían empezado: todas a la vez.
A aquel estrépito siguió un ruido rechinante, que venía de la parte más profunda, como si alguien arrastrase una pesada cadena sobre los toneles del sótano del vinatero. Entonces recordó Scrooge haber oído que los espectros que se aparecían en las casas se presentaban arrastrando cadenas.
La puerta del sótano se abrió con estrépito y luego se oyó el ruido con mucha mayor claridad en el piso de abajo; después el viejo oyó que el ruido subía por la escalera, que se dirigía derechamente hacia su puerta.
—¡Tonterías, nada más! —dijo Scrooge—. No quiero pensar en ello.
Sin embargo, cambió de opinión cuando, sin detenerse, el Espectro pasó a través de la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Cuando entró, la moribunda llama dio un salto, como si gritara: "¡Lo conozco! ¡Es el espectro de Marley!", y volvió a caer.
La misma cara, exactamente la misma. Marley, con sus cabellos erizados, su chaleco habitual, sus estrechos calzones y sus botas, con su casaca ribeteada. La cadena que arrastraba la llevaba alrededor de la cintura, era larga y estaba sujeta a él como una cola, y se componía (pues Scrooge la observó muy de cerca) de cajas de caudales, llaves, candados, libros comerciales, documentos y fuertes bolsillos de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, observándolo y mirando a través de su chaleco, pudo ver los dos botones de la parte posterior de la casaca.
Scrooge había oído decir muchas veces que Marley no tenía entrañas; pero nunca lo había creído hasta entonces.
No, ni aun entonces lo creía. Aunque miraba al fantasma de parte a parte y le veía en píe delante de él; aunque sentía la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte, y comprobaba que aún el tejido del pañuelo q le rodeaba la cabeza y la barba, y el cual no había observado antes. Se sentía incrédulo y luchaba contra sus sentidos.
—¡Cómo! —dijo Scrooge, cáustico y frío como siempre—. ¿Qué quieres de mí?
—¡Mucho! —contestó la voz de Marley pues, sin duda, era él.
—¿Quién eres?
—Pregúntame quién fui.
—¿Quién fuiste? —dijo Scrooge, alzando la voz.
—En vida fui tu socio, Jacob Marley.
—¿Puedes... puedes sentarte? —preguntó Scrooge, mirándolo perplejo.
—Puedo.
—Siéntate, pues.
Scrooge hizo esa pregunta porque no sabía sí un espectro tan transparente se hallaría en condiciones de tomar una silla, y pensó que, en el caso de que le fuera imposible, habría necesidad de una explicación embarazosa. Pero el espectro tomó asiento enfrente del fuego, como si estuviera habituado a ello.
—¿No crees en mí? —preguntó el espectro.
—No —contestó Scrooge.
—¿Qué evidencia deseas de mi existencia real, además de la de tus sentidos?
—No lo sé.
—¿Por qué dudas de tus sentidos?
—Porque lo más insignificante —dijo Scrooge— les hace impresión. El más ligero trastorno del estómago les hace fingir. Tal vez eres un trozo de carne que no he digerido, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata poco cocida. Hay más de guiso que de tumba en ti, quienquiera que seas.
Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes, y, según entonces sentía el corazón, sus bromas tenían que ser de mal gusto. Lo cierto es que procuraba mostrar agudeza como medio de distraer su propia atención y ahuyentar su terror, pues la voz del espectro le trastornaba hasta la médula de los huesos.
Permanecer sentado, con la vista clavada en aquellos ojos vidriosos, en silencio, durante unos instantes, sería estar, según pensaba Scrooge, con el mismo Demonio. Había algo muy espantoso, además, en la atmósfera infernal, propia de él, que rodeaba al espectro. Scrooge no pudo sentirla por sí mismo, pero no por eso era menos real, pues, aunque el espectro se hallaba en completa inmovilidad, sus cabellos, los ribetes de su casaca, se agitaban todavía impulsados por el ardiente vapor de un horno.
—¿Ves este mondadientes? —dijo Scrooge, volviendo apresuradamente a la carga, por la razón que acabamos de exponer, y deseando, aunque sólo fuera durante un segundo, apartar de él la pétrea mirada del aparecido.