Flamenco killer. L.A. muerte. José Miguel Sánchez Guitian
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Intenté alejarlo pero el tipo había pasado de pulpo a lapa, lo que tiene hacer conservas. Entonces le pisé, clavando los filos de acero pulido en los empeines de sus zapatos de piel negros. Ramiro Stavros me miró horrorizado, los ojos desorbitados, sintiendo el hierro ya profundo en sus extremidades. Cayó de rodillas. Mientras, giré sobre él y salté sobre sus gemelos hincando en sus músculos los dos estiletes, que entraban como cuchillos en la mantequilla. Coloqué las manos sofocando el grito que salía de su boca histérica. Se desplomó en el suelo sucio del callejón. Yo di dos pasos colocando mis heels a la altura de su cuello. Terminé con el macho; dos pequeños taconazos de cierre, dos cortes en la yugular del maléfico.
En la oscuridad su sangre parecía entre tinta de calamar y el mejunje pastoso de una lata de bonito con tomate. Las conservas Stavros buscaban heredero y más calidad en su contenido.
Él ya estaba muerto. Me quité la peluca rubia y los tacones afilados, que me estaban dando la lata cuando daba dos pasos, y me fui andando descalza hasta el coche.
De cuando estaba en Quántico, estudiando en la academia del FBI, recuerdo el estudio de un sociólogo, Erving Goffman, que decía que en Estados Unidos hay solo una tipología de macho: «Un hombre joven, casado, blanco, urbano, heterosexual, norteño, padre protestante con educación universitaria, empleado a tiempo completo, de buen aspecto, peso y altura, con un récord reciente en deportes. Cada varón estadounidense tiende a observar el mundo desde esta perspectiva… Todo hombre que falle en cualificar en cualquiera de esas categorías es probable que se vea a sí mismo como indigno, incompleto e inferior».
Ahí estaba Arnie, un hombre sin complejos, entregado al ritmo de la soleá, custodiado por Carmen y por Doris, los tres con la máscara del flamenco puesta. Doris llevaba el abanico clavado entre los senos. Mañana a las once voy al ginecólogo y tengo la prueba de la mamografía y luego el viaje a Ciudad de México. Terminó la clase y me fui a casa.
Había dejado a la niña con mi padre, que le estaba enseñando los acordes de las bulerías a la guitarra; la nieta los pillaba al vuelo.
–A ver, Encarna, mira; aunque eres pequeña tienes la alegría de las seis cuerdas en tus deos, que es como tener una arcancía llena de moneas, vamos, y no te atores, que no te salen bojigas por rasgar una guitarra.
Mi hija tocaba despacio, moviendo sus deditos sobre el mástil y se mordía la lengua con la tensión.
–It's hard.
–Acomosí, que como agarres un seguío con el instrumento el abuelo Macareno te va a comprar una guitarra para que seas tocaora de flamenco, que al paso que vas y con un poco de chamba nos retiras a tu madre del sicarismo y a mí me pagas todos los meses la dolorosa de la residencia cuando sea viejo.
Antes de entrar en casa miré el buzón. Una carta, solo una y estaba a nombre de Macareno Ramos Losantos. Miré el remite: Obdulia Losantos desde Cádiz. En el interior del sobre había algo más, algo pequeño. «Ahora se la doy».
Pasado mañana tengo que ir a Ciudad de México. Tenía reunión con Julia Entrepinos; me quería contratar recomendada por Emilia MacArthur. Nos íbamos a ver cara a cara.
No sé cómo no lo vi,
no sé cómo me callé,
I don't know how I managed to get you out of that hell.
Ni una más,
ni una mujer muerta más sin razones.
I don't want the star dust made with hearts.
II. Debla
Tres palabras yo repito
en esta amarga canción:
gracias, perdón, os quiero.
No busco la venganza,
pero tampoco quiero el perdón.
Querido Macareno, te escribo a esta dirección que ha encontrado tu primo «el Lechuga» en el interné ese que todo lo sabe, sus muertos. Que me dice él, que es muy listo y que sigue usando gafas pa ver, que tú no tiene ferbú, ni intagrá, y en no sé qué mierda de linenin, vamos, que no aparece na de ti en ningún lao, que nos hemos vuelto chalaos pa buscarte. Tu primo chico «el Bajío» te buscó en tuter; él es el único de Cái con el tuter ese y tampoco apareces tú, pero la que aparece es tu hija Lola y tu otro primo, «el Ajolá». Buscó las señas en allí lejos en una güé, me ha dicho, que a sabé qué e una güé; algo bueno no, seguro, que debe ser una droga de esas. La hostia encontrarte, con perdón divino. Espero que sigas vivo y con la guitarra. Yo aquí sigo, abarbetá con mis paseos matutinos por el parque de las gordas y haciendo cola en la residencia, que soy adicta al baldeo de la seguridad sociá y me meto un chute de urgencias tos los días, Dios mediante; ya estoy mu escacarañada por la edad.
A lo que iba, Macareno. No quiero ser jartible ni darte una alferesía, pero tu tío José Lui, «el Chungo», se murió chuchurrumío y te ha dejao de único heredeo, el agarrao de él. Anenante decirte que ha sido un bajonazo, que aquí estamos boquerón y el que se lo lleva crudo eres tú, que vives en el más allá. José Lui te ha dejado un chalet canela en Aesira, que no es una covacha; también te ha dejao un coche deportivo rojo con el culo pegao al suelo y tres lanchamotoras, que estaba el hombre metío en el negocio de la importaciones logísticas de alucinógenos, me dice tu primo Manué, «el Escosío», que era cliente suyo; ya sabes, pa podé componé su canciones para la comparsa. Así te digo que te tienes que venir y hacerte cargo de la carná, y acomosí tendrás que acoquinar con los de los impuestos, que aquí son unos cacarucas; los llamamos «los vampiros», de la sangre que chirlan los hijoputas, no veas.
Ademá te adjunto en el sobre el colgante de «el Chungo», que quería que lo tuvieras tú, que lo he llevado a tasar a la casa de empeños y me han dicho que no vale dos perras, que ni es de oro ni na.
Se despide tu querida tía, Obdulia Losantos.
Macareno miró el colgante que había viajado con la carta; era una cadena de metal oscuro de la que colgaba un crucifijo en forma de llave. Se la guardó en el bolsillo y leyó un par de veces más la carta de su tía Obdulia.
«El Chungo» había muerto y había dejado en usufructo a su sobrino, él, todas sus pertenencias. Lo del chalet en Algeciras le sonaba bien, lo del coche deportivo también, pero lo que más pasmao le había dejado era lo de las tres lanchamotoras. «Que digo yo, ¿para qué quería el tío José Lui tres fuerabordas a carajo sacao, ahí, en el Estrecho?». Se llevó la mano al bolsillo y sintió la cadena con el extraño crucifijo que reposaba en su interior. Lo cierto es que tenía ganas de volver a España, a Cádiz, y ver a la familia; hacía muchos años que se había ido, muchos, con su guitarra a cuestas, y no había regresado nunca. Cuando volviera Lola del médico se lo iba a contar. «Creo que va siendo hora de retornar a la madre patria», pensó el tocaor con los ojos humedecidos por la emoción.
Con el impulso melancólico, Macareno se fue a su habitación, al armario, al altillo donde estaba la caja de los