Apuntes sobre la autoridad. Silvia Di Segni
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La diversidad de hablas hispanoamericana es clara y rica. Para constatarlo basta sintonizar el canal de televisión especializado en cocina que se transmite en diversos países de América Latina y registrar los diversos modos de nombrar ingredientes de comidas y formas de cocinarlos. Esa riqueza fue considerada un problema, algo que había que normalizar (es decir, empobrecer) sometiéndolo a un orden jerárquico. Y ese orden estaría regido por la “norma culta”; aquello que hablaran los sectores populares no formaría parte de la lengua hasta que lo incorporaran, si algún día ocurría, las personas consideradas de sectores sociales medios y altos. Notablemente, desde la segunda mitad del siglo XX, la particular proletarización cultural que hicieron adolescentes y jóvenes de sectores medios urbanos en su lucha contra la educación burguesa asfixiante y la correlativa identificación con sectores populares, supuestamente más libres, no solo se reflejó en ropas y costumbres sino también en el habla (que valorizaba lo “vulgar” y dejaba de lado lo “académico”). De esa manera, lo popular fue autorizado y divulgado. ¿Por qué? Porque para poder liberar los cuerpos, las sexualidades, los afectos, los modos de vida y para crear libremente se necesitaban nuevas palabras. Estos procesos de cambio fueron muy fuertes y, en algunos casos, fueron percibidos por las academias. Es lo que ocurrió con la Academia Argentina de Letras que decidió tomar en cuenta la distancia entre ella y la vida cotidiana y publicar una colección, La Academia y la lengua del pueblo (título que deja en claro que la Academia no es parte del pueblo) que se presenta como: “Un puente allegador entre la disciplina académica y la espontaneidad popular, entre la biblioteca erudita y la calle populosa, entre el saber libresco y la cultura oral”. (3)
Esta definición es poco comprensible para quien no esté cerca de la Academia; los interlocutorxs con quienes dialoga son siempre lxs mismxs, las minorías. De todos modos, postular la necesidad de un puente demuestra el reconocimiento de una distancia profunda a superar: la que media entre el saber libresco y la cultura oral existe más allá de las cuestiones socioeconómicas. En la propia España, el Diccionario de la Lengua Española ocultó el sol con las manos y no contempló al catalán, al gallego, al euskera, al romaní ni al aragonés, que sus hablantes no abandonaron ni cuando la dictadura franquista representó una enorme amenaza para quienes lo hicieran. Fundada en 1713, hubo que esperar hasta 1925 para que la RAE aceptara que representaba, solamente, a la lengua castellana. La primera edición de su diccionario es de 1780; desde 2014 está vigente su 23ª. Como dato positivo, hay que mencionar que en 1784 la Real Academia aceptó a la primera (y única, hasta 1978) mujer en sus filas, doña María Isidra de Guzmán, doctora de la Universidad Complutense de Alcalá. Y será otra mujer, María Moliner, quien, a mediados del siglo XX, decida realizar su propio diccionario, diferente del Real, a partir de su formación como lexicógrafa, filóloga e historiadora: el Diccionario de uso del español. Un diccionario en el cual los hablantes fueran protagonistas. Si podemos confiar en Wikipedia, ella habría dicho: “El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad”. (4) Lo que, a mi criterio, quiso decir, es que no se basó en Autores para autorizarlo pero, también, que era capaz de enfrentar a la Autoridad y valorar la autoridad de lxs hablantes que la rodeaban, incluida la propia. “Si yo me pongo a pensar qué es mi diccionario me acomete algo de presunción: es un diccionario único en el mundo”. (5)
Moliner trabajaba en su casa, fuera de su tarea rentada de bibliotecaria. Era una republicana maltratada por el franquismo, una mujer que sabía que el concepto tradicional de Autoridad fácilmente deslizaba al autoritarismo y que sostuvo otro, un concepto de autoridad popular, amplio, que caminaba por las calles. Le llevó muchos años realizar el texto que terminó, y logró publicar, en 1966. Lo novedoso de su diccionario residía en centrarse en el uso de la lengua definiendo, proporcionando sinónimos y citando expresiones que dieran cuenta de ese uso para quien la estuviera aprendiendo o quisiera disipar dudas. Se propuso hacerlo incluyendo palabras que aparecían en los diarios, palabras recién nacidas. No sería, entonces, un arcón de fósiles sino una colección de palabras llenas de vida que se paseaban de boca en boca provenientes de diferentes generaciones, incluidas las bebés de la lengua. Con esa intención, subrayaba que las palabras las creaban quienes hablaban, no los académicos que las aceptaban, definían o criticaban. Y mostraba, también, que los diccionarios atrasaban irremediablemente ante la velocidad de la vida. En palabras de Gabriel García Márquez:
En realidad, lo que esta mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los académicos en la academia sino la gente en la calle (López Facal, 2010, p. 77).
Y al trabajar sobre la lengua viva, la tarea de Moliner se volvía interminable, como debía ser su diccionario: abierto, en constante cambio, como pueden serlo solamente aquellos que están en la web, que no tienen las limitaciones del papel y en los que participan lxs usuarixs constantemente.
La aparición de enciclopedias y diccionarios libres en la web generó una situación sumamente interesante, tanto para quienes los hacen como para quienes los autorizan. No se tratará ya de Autoridades, como autorxs célebres que sirvieron de apoyo para consagrar el uso de la lengua ni de autoridades que escriben artículos de su especialidad en enciclopedias, sino de un público mixto, en el cual hay simples usuarios inexpertos en el tema, personas que cuentan con saberes y experiencias no académicas, otras que tienen saberes académicos y, seguramente, también algunas dispuestas a estafar la buena fe. Las acciones de este último grupo fueron utilizadas para desautorizar todo saber que circulara por la web, para desautorizar a la web misma. Pero esto, ¿no ocurrió también fuera de la misma? Entre los numerosos ejemplos posibles, me gustaría mencionar algunos que hicieron mucho daño y fueron publicados en papel, rodeados de expertos. Uno de ellos fue el Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas, de Sprenger y Kramer) con un falso nihil obstat. Sus autores, monjes dominicos, sabiendo que no conseguirían superar la censura eclesiástica, la falsificaron y publicaron el libro en una ciudad más lejana de su lugar de residencia, artimaña que en el siglo XV resultó suficiente para que fuera publicado y se convirtiera en el manual de tortura y muerte de una cantidad asombrosa de mujeres consideradas “brujas”. No solo era mentira su autorización: también estaba plagado de falsas declaraciones obtenidas bajo tortura. Y no bastaron las protestas de intelectuales y religiosos para frenarlo, porque era funcional a políticas inquisitoriales de la época.
Otro ejemplo de falsificación tuvo que ver con la consagración de charlatanería en “conocimiento científico” que sirvió para perseguir, maltratar y/o llevar al suicidio a un número importante de jóvenes masturbadores. El ítem Manstupratio de la Encyclopédie de Diderot y D’Alambert fue escrito por el Dr. Tissot, quien copiaba allí parágrafos de su libro (El onanismo, de 1756) el que, a su vez, se había fundamentado (aunque su autor nunca lo reconoció) en un folleto/libro del médico y pornógrafo John Marten, de 1712. Marten era, claramente, un estafador que convirtió al onanismo/masturbación en una enfermedad capaz de originar gravísimas consecuencias (deterioro mental, locura, muerte), con el fin de llevar a cabo su verdadero negocio, que consistía en vender sus pócimas para curarlo. Tissot, en cambio, era un distinguido sanitarista, asesor papal, que decidió sostener la ola de terror que generaba la masturbación y, al incluirla como ítem en la Encyclopédie, logró otorgarle el status de conocimiento científico. Para eso era necesario el respaldo de su autoridad profesional, traducir el término al latín y lograr un sitio en el texto que reunía el conocimiento científico europeo de la época. Si alguien piensa que estos ejemplos son muy antiguos y que hoy no ocurren estos hechos, recordemos que el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la American Psychiatric Association) incluyó el trastorno de atención dispersa con el que se diagnosticó a buena parte de una generación de niñxs, adolescentes y jóvenes, que terminaron medicados