El príncipe feliz y otros cuentos. Oscar Wilde

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El príncipe feliz y otros cuentos - Oscar Wilde Clásicos

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de honor de la reina lo lleve en el próximo baile de la corte. En un lecho, en un rincón de la habitación, su niño yace enfermo. Tiene fiebre y está pidiendo naranjas; su madre no tiene nada que darle más que agua del río, así es que el pequeño está llorando. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿no puedes llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están tan sujetos a este pedestal que no puedo moverme.

      —Me esperan en Egipto —dijo la golondrina—. Mis amigas están volando Nilo arriba y Nilo abajo, y charlan con las grandes flores de loto. Pronto se irán a dormir a la tumba del gran rey. El rey mismo está allí en su sarcófago decorado con pinturas, envuelto en lino amarillo y embalsamado con especias. Lleva en torno a su cuello una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas marchitas.

      —Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo por una noche y ser mi mensajera? ¡El muchacho tiene tanta sed y la madre está tan triste!

      —No creo que me gusten los muchachos —replicó la golondrina—. El verano pasado, cuando estaba sobre el río, había chicos maleducados, los hijos del molinero, que siempre me estaban tirando piedras. Nunca me dieron, por supuesto, nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para que suceda eso y, además, yo desciendo de una familia famosa por su agilidad; pero, no obstante, era una muestra de falta de respeto.

      Pero el Príncipe Feliz parecía tan triste que la pequeña golondrina sintió pena.

      —Hace mucho frío aquí —dijo—, pero me quedaré contigo por una noche y seré tu mensajera.

      —Gracias, pequeña golondrina —dijo el Príncipe.

      Y así la golondrina arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y se fue volando con él en el pico por encima de los tejados de la ciudad.

      Pasó junto a la torre de la catedral, donde estaban esculpidos los ángeles de blanco mármol. Pasó junto al palacio, y oyó la música del baile. Una bella muchacha salió al balcón con su amado.

      — ¡Qué maravillosas son las estrellas! —le dijo él—, ¡y qué maravilloso es el poder del amor!

      —Espero que mi vestido esté a tiempo para el baile de gala —respondió ella—; he encargado que le borden pasionarias; pero ¡las bordadoras son tan perezosas!

      Pasó sobre el río y vio las linternas suspendidas en los mástiles de los barcos. Pasó por encima de la judería, y vio a los judíos viejos haciendo tratos entre sí y pesando monedas en balanzas de cobre. Llegó por último a la casa pobre y miró hacia adentro: el muchacho se estaba agitando febrilmente en el lecho y la madre se había quedado dormida, de cansada que estaba.

      Entró de un vuelo y dejó el gran rubí sobre la mesa, al lado del dedal de la mujer. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando la frente del niño con sus alas.

      — ¡Qué fresco me siento! —dijo el muchacho—, debo de estar mejorando.

      Y se sumió en un sueño delicioso.

      Entonces la golondrina volvió volando junto al Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

      —Es extraño —observó—, pero ahora siento calor, a pesar de que hace tanto frío.

      —Eso es porque has hecho una buena acción —dijo el Príncipe.

      Y la golondrina se puso a pensar, y se quedó dormida. El pensar siempre le daba sueño.

      Cuando rompió el día bajó volando al río y se bañó.

      — ¡Qué fenómeno tan notable! —dijo el profesor de ornitología, que pasaba por el puente—. ¡Una golondrina en invierno!

      Y escribió una larga carta al periódico local tratando de ello. Todo el mundo la citó, ¡tan plagada estaba de palabras que no podían entender!

      «Esta noche me voy a Egipto», se dijo la golondrina.

      Y se puso contenta sólo con pensarlo.

      Visitó todos los monumentos públicos y estuvo posada un largo rato en lo más alto del campanario de la iglesia. Dondequiera que iba, los gorriones piaban y se decían unos a otros:

      — ¡Qué forastera tan distinguida!

      Así es que disfrutó muchísimo.

      Cuando salió la luna, volvió volando hasta el Príncipe Feliz.

      — ¿Tienes algún encargo para Egipto? —le preguntó—. Me marcho ahora mismo.

      —Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, ¿no quieres quedarte conmigo una noche más?

      —Me esperan en Egipto —respondió la golondrina—. Mañana mis amigas remontarán el río hasta la segunda catarata. El hipopótamo se acuesta allí entre las espadañas, y el dios Memnón está sentado en un gran trono de granito. Toda la noche observa las estrellas, y cuando brilla el lucero del alba, lanza un grito de alegría y luego vuelve a quedarse silencioso. A mediodía, los rubios leones bajan a beber al borde del agua; tienen los ojos como verdes berilos, y su rugido es más sonoro que el estrépito de la catarata.

      —Golondrina, golondrinita —dijo el Príncipe—, allá lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla; está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles, y en un vaso a su lado hay un ramillete de violetas marchitas. Tiene el cabello castaño y rizado, los labios rojos como una granada y grandes ojos soñadores. Está intentando terminar una obra para el director del teatro, pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la cocina y el hambre le ha debilitado.

      —Me quedaré contigo una noche más —dijo la golondrina, que realmente tenía buen corazón—. ¿Tengo que llevarle otro rubí?

      — ¡Ay! Ya no tengo rubíes —dijo el Príncipe—. Todo lo que me queda son los ojos. Son zafiros excepcionales, traídos de la India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo; se lo venderá al joyero, y comprará alimentos y leña, y terminará su obra.

      —Querido Príncipe —dijo la golondrina—, no puedo hacer eso.

      Y se echó a llorar.

      —Golondrina, golondrinita—dijo el Príncipe—, haz lo que te ordeno.

      Así es que la golondrina arrancó un ojo del Príncipe y se fue volando a la buhardilla del estudiante.

      Fue muy fácil entrar, ya que había un boquete en el tejado. Se lanzó a través de él y entró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida entre las manos, así que no oyó el aleteo del pájaro, y cuando alzó la mirada encontró el hermoso zafiro sobre las violetas marchitas.

      —Están empezando a estimarme —exclamó—; esto viene de algún ferviente admirador. Ya puedo terminar mi obra.

      Y parecía muy feliz.

      Al día siguiente, la golondrina bajó volando al puerto. Se posó sobre el mástil de un gran navío y estuvo observando cómo los marineros

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