El heredero. Sally Carleen
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Hacía calor en la habitación, a pesar de que el ventilador enviaba aire fresco, pero las expresiones serias que vio en todas las caras la hicieron sentir un escalofrío.
–Mandy, tenemos visita –la voz de su madre era tensa, como si pudiera estallar si aflojara su control.
Mandy miró con más atención al alto y elegante desconocido. Era guapo como un actor de cine, con la mandíbula cuadrada y los rasgos como cincelados. Tenía el pelo negro como el cielo de verano antes de amanecer y los ojos azules como el mismo cielo una hora más tarde. Por un breve instante le pareció que sus ojos eran tan profundos y llenos de promesas como el cielo de la mañana, pero debió ser un efecto de la luz. Al instante siguiente la mirada era glacial y distante, más parecida a un día de enero cuando el invierno se alargaba y no parecía que fuera a tener fin.
Mandy se sentía al mismo tiempo atraída e inquieta por aquel hombre. Su expresión era estoica y controlada, su postura muy erecta, con un porte que iba más allá de lo militar, como si formase parte de él y lo llevase en la sangre. Su actitud encajaba perfectamente con su traje oscuro, camisa blanca y corbata clásica.
Nadie vestía así a finales de junio en Texas.
La madre de Mandy apagó el fuego y se frotó las manos en el delantal.
–Mandy, te presento a Stephan Reynard. Señor Reynard, mi hija Mandy.
Stephan Reynard, Príncipe de Castile. El tío de su hijo adoptivo.
El olor a pollo frito se hizo pesado y empalagoso. La habitación se desdibujó y solo la cara de Stephan Reynard quedó netamente enfocada. Tomó a Josh y lo apretó fuertemente contra ella.
Tendría que haber reconocido el parecido con su hermano inmediatamente, los rasgos eran semejantes y tenía la misma postura rígida. Pero los ojos de Lawrence Reynard eran tristes y amables, los ojos de un poeta y un soñador. Stephan, evidentemente, no era ninguna de las dos cosas.
–Hola, Señorita Crawford –su acento era el mismo… vagamente inglés con algo de escocés o irlandés.
–¿Qué desea?
Su hermana de dieciséis años se puso de pie y alargó los brazos.
–Josh, ¿por qué no te vienes con la tía Stacy? Podíamos irnos fuera a jugar un poco con Príncipe.
Josh se acercó a ella y Mandy, a su pesar, lo dejó irse.
Reynard alzó una ceja.
–¿Príncipe?
–Nuestro perro –dijo Mandy con suficiencia–, él es la realeza de por aquí.
–Entiendo.
–Muy bien, ¿qué es lo que quiere? –repitió Mandy, con mayor insistencia esta vez.
–Mandy –dijo su madre con severidad–, ¿dónde están tus modales? El Señor Reynard es nuestro invitado.
–No se preocupe, Señora Crawford. No es una visita de cumplido.
–No pensé que lo fuera.
–Quizá podríamos ir a algún otro sitio para discutir este asunto en privado.
Mandy cruzó los brazos sobre su pecho.
–Esto es lo bastante privado. De hecho deberíamos esperar a que llegasen mi padre y mi hermano, Darryl y su mujer, Lynda, una especie de reunión de la asamblea real. Aquí en América la familia es la clase dirigente, por si no lo sabía.
–Mandy –su madre le pasó un brazo por los hombros–, ¿por qué no te llevas al señor Reynard al cuarto de estar? Se está mucho más fresco que aquí.
Mandy sacudió la cabeza.
–No. Esto nos afecta a todos, ¿verdad que sí, señor Reynard?
Él inclinó ligeramente la cabeza y le indicó la silla vacía al otro lado de la mesa.
–Muy bien. Entonces quizá quiera ocupar su asiento en la asamblea real.
–Mamá, ¿por qué no te sientas tú? Yo me quedaré de pie, ¿no es eso lo correcto en presencia de la realeza?
Reynard cruzó los brazos imitándola, aunque ella no tenía aquel aire altivo que realzaba el gesto de él. Levantaba una de las comisuras de su boca en un gesto que podría haber sido un esbozo de sonrisa en un rostro menos estoico, y por primera vez Mandy intuyó las razones de la fuerte e inexplicable atracción que Alena, su amiga de la infancia, debió haber sentido por Lawrence. Había algo cautivador en aquel hombre, a pesar de las circunstancias.
–Hace solo un momento tenía usted al heredero del trono en brazos, creo que deberíamos olvidarnos de las formalidades.
El heredero del trono. Sabía lo que iba a pasar desde el momento en que su madre le dijo el nombre de aquel hombre, pero al oírlo en palabras se le hizo un nudo en el estómago y su corazón empezó a latir desordenadamente.
No pasa nada, intentó tranquilizarse. La adopción había sido legal, punto por punto.
Pero Lawrence la había advertido de que la isla de Castile se regía por sus propias leyes, como aquel estúpido decreto según el cual un hijo ilegítimo podía ser el heredero del trono si no había herederos legítimos.
Pero eso no se podía aplicar allí.
–Lawrence cumplió con su deber. Volvió a casa después de la muerte de Alena y se casó con Lady Barbara. Tendrá un heredero legítimo. Dadle un poco de tiempo y dejad a Josh en paz.
–¿No se ha enterado de la muerte de Lawrence?
¿La muerte de Lawrence? Mandy sintió que se quedaba pálida.
–¿Está bien, señorita Crawford? –la voz parecía venir de muy lejos, formando parte del remolino de miedo y confusión que ocupó la cabeza de Mandy. Si Lawrence había muerto sin dejar heredero legítimo eso significaba…
Stephan maldijo interiormente su falta de tacto y se acercó rápidamente a Mandy, alcanzando a sostenerla antes de que se desmayara. Sin embargo, cuando él la sujetó por los delgados hombros, el color volvió a sus mejillas; respiró hondo y lo miró fijamente con unos ojos que tenían el mismo tono verde oscuro de los árboles y la hierba sobre la que habían volado, en el último trayecto desde Dallas.
Él apartó las manos.
–¿Está usted bien? –repitió, sorprendido al darse cuenta de que casi hubiera deseado que dijera que no, lo que le hubiera dado una excusa para tocarla y sostener su cuerpo cimbreante entre sus brazos, separar aquella mata de pelo cobrizo de su cuello, pasar los dedos por sus rizos, comprobar si realmente estaban hechos de fuego. La combinación del cambio de horario y el calor de Texas estaba produciendo extraños efectos sobre él.
–Estoy bien –se apartó de él y se acercó a la mesa, sentándose en la silla que él le había indicado.
Mejor