Los nuestros. Serguéi Dovlátov
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—Comeremos dentro de un rato.
Comimos en el centro de la ciudad, en una terraza. Tocaba un cuarteto húngaro. El tío bailó lleno de gracia y finura con su esposa. Luego nos dimos cuenta de que Helen estaba cansada.
—Vamos al hotel —dijo Leopold—. Tengo unos regalos para ti.
En el hotel, Helen se las arregló para susurrarme:
—No te enfades con él. Es un buen hombre, aunque algo primitivo.
Me sentí terriblemente desconcertado. Yo no sabía que Helen hablara ruso. Quise charlar con ella, pero era tarde…
Regresé a mi hotel hacia las siete. Llevaba un paquete. En su interior se oía el suave gluglú de una colonia para mi madre. La corbata y los gemelos me los guardé en el bolsillo.
El vestíbulo estaba desierto. Reinhard hacía cuentas con la calculadora.
—Quiero cambiar el linóleo —me dijo.
—No es mala idea.
—¿Tomamos algo?
—Con mucho gusto.
—Las copas se las han llevado unos muchachos checos. ¿Te importa beber en vasitos de papel?
—He bebido hasta en el estuche de unas gafas.
Reinhard alzó las cejas en señal de admiración.
Nos tomamos un vaso de brandy cada uno.
—Aquí hasta se puede dormir —dijo Reinhard—, solo que los sofás son estrechos.
—Yo he dormido hasta en el sillón de un ginecólogo.
Reinhard me miró con más respeto todavía.
Tomamos otro vaso.
—No voy a cambiar el linóleo —dijo—. Lo he pensado mejor. El mundo está condenado.
—Eso es verdad —asentí.
—Siete ángeles con sus siete trompetas están ya prestos…
Alguien llamó a la puerta.
—No abras —dijo Reinhard—, es el corcel pálido. Y su jinete, cuyo nombre es Muerte.
Tomamos otro vaso.
—Es tarde —dije—, mi madre estará preocupada.
—Que te vaya bien —logró pronunciar con dificultad Reinhard—: Ciao. ¡Y viva el sueño! El sueño es no hacer nada. Y no hacer nada es el único estado moralmente aceptable, pues toda actividad humana es podredumbre… Ciao!
—Adiós —dije—. La vida es un disparate, amigo mío… La vida es un disparate aunque solo sea porque un alemán me resulta más cercano que mi propio tío…
Desde entonces Reinhard y yo nos veíamos a diario. La verdad es que no sé cómo se ha colado en este relato. Estaba hablando de otra persona. De mi tío Leo…
Y sí, al final cambió el linóleo…
Nunca más volví a ver a Leopold. Nos carteamos durante cierto tiempo. Luego nos marchamos a los Estados Unidos. Y las cartas cesaron.
Debería mandarle una tarjeta por Navidad…
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