.
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу - страница 13
Y sin esperar respuesta hizo picarescas alusiones corteses, pero un poco verdes, a la hermosura esplendorosa de la viudita.
Era don Cayetano un viejecillo de setenta y seis años, vivaracho, alegre, flaco, seco, de color de cuero viejo, arrugado como un pergamino al fuego, y el conjunto de su personilla recordaba, sin que se supiera a punto fijo por qué, la silueta de un buitre de tamaño natural; aunque, según otros, más se parecía a una urraca, o a un tordo encogido y despeluznado. Tenía sin duda mucho de pájaro en figura y gestos, y más, visto en su sombra. Era anguloso y puntiagudo, usaba sombrero de teja de los antiguos, largo y estrecho, de alas muy recogidas, a lo don Basilio, y como lo echaba hacia el cogote, parecía que llevaba en la cabeza un telescopio; era miope y corregía el defecto con gafas de oro montadas en nariz larga y corva. Detrás de los cristales brillaban unos ojuelos inquietos, muy negros y muy redondos. Terciaba el manteo a lo estudiante, solía poner los brazos en jarras, y si la conversación era de asunto teológico o canónico, extendía la mano derecha y formaba un anteojo con el dedo pulgar y el índice. Como el interlocutor solía ser más alto, para verle la cara Ripamilán torcía la cabeza y miraba con un ojo solo, como también hacen las aves de corral con frecuencia. Aunque era don Cayetano canónigo y tenía nada menos que la dignidad de arcipreste, que le valía el honor de sentarse en el coro a la derecha del Obispo, considerábase él digno de respeto y aun de admiración no por estos vulgares títulos, ni por la cruz que le hacía ilustrísimo, sino por el don inapreciable de poeta bucólico y epigramático. Sus dioses eran Garcilaso y Marcial, su ilustre paisano. También estimaba mucho a Meléndez Valdés y no poco a Inarco Celenio. Había venido a Vetusta de beneficiado a los cuarenta años; treinta y seis había asistido al coro de aquella iglesia y podía tenerse por tan vetustense como el primero. Muchos no sabían que era de otra provincia. Además de la poesía tenía dos pasiones mundanas: la mujer y la escopeta. A la última había renunciado; no a la primera, que seguía adorando con el mismo pudibundo y candoroso culto de los treinta años. Ni un solo vetustense, aun contando a los librepensadores que en cierto restaurant comían de carne el Viernes Santo, ni uno solo se hubiera atrevido a dudar de la castidad casi secular de don Cayetano. No era eso. Su culto a la dama no tenía que ver nada con las exigencias del sexo. La mujer era el sujeto poético, como él decía, pues se preciaba de hablar como los poetas de mejores siglos y al asunto solía llamarlo sujeto. Sentía desde su juventud, imperiosa necesidad de ser galante con las damas, frecuentar su trato y hacerlas objeto de madrigales tan inocentes en la intención, cuanto llenos de picardía y pimienta en el concepto. Hubo en el Cabildo épocas de negra intransigencia en que se persiguió la manía de Ripamilán como si fuera un crimen, y se habló de escándalo, y de quemar un libro de versos que publicó el Arcipreste a costa del marqués de Corujedo, gran protector de las letras. Por este tiempo fue cuando se quiso excomulgar a don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más adelante.
Pasó aquella galerna de fanatismo, y el Arcipreste, que no lo era entonces, sobrenadó con su cargamento de bucólicas inocentadas, bienquisto de todos, menos de conejos y perdices en los montes. Pero ¡cuán lejanos estaban aquellos tiempos! ¿Quién se acordaba ya de Meléndez Valdés, ni de las Églogas y Canciones por un Pastor de Bílbilis , o sea don Cayetano Ripamilán? El romanticismo y el liberalismo habían hecho estragos. Y había pasado el romanticismo, pero el género pastoril no había vuelto, ni los epigramas causaban efecto por maliciosos que fueran. No era don Cayetano uno de tantos canónigos laudatores temporis acti , como decía él; no alababa el tiempo pasado por sistema, pero en punto a poesía era preciso confesar que la revolución no había traído nada bueno.
—Vivimos en una sociedad hipócrita, triste y mal educada—solía él decir a los jóvenes de Vetusta, que le querían mucho—. Ustedes, por ejemplo, no saben bailar. Díganme, si no, ¿de dónde se sacan que puede ser buena crianza el coger a una señorita por la cintura y apretarla contra el pecho?
Creía que se bailaba en los salones la polka íntima que él, años atrás, había visto bailar en Madrid, con ocasión de cierto viaje curioso.
—En mi tiempo bailábamos de otra manera.
El Arcipreste olvidaba de buena fe que él nunca había bailado más que con alguna silla. Eso sí; allá, cuando seminarista, había sido gran tañedor de flauta y bailarín sin pareja. De todas maneras, figurándose con la abundante y poética fantasía que Dios le había dado, los rigodones en que había lucido garbo y talle, solía, en petit comité —según decía—terciar el manteo, colocar la teja debajo del brazo, levantar un poco la sotana y bailar unos solos muy pespunteados y conceptuosos, llenos de piruetas, genuflexiones y hasta trenzados.
Reíanse de todo corazón los muchachos y el buen Arcipreste quedaba en sus glorias, logrando con los pies triunfos que ya su pluma no alcanzaba en los tiempos de prosa a que habíamos llegado.
Esto de los bailes solía acontecer en las tertulias a donde el setentón acudía sin falta, porque desde que los médicos le habían prohibido escribir y hasta leer de noche, no podía pasar sin la sociedad más animada y galante. El tresillo le aburría y los conciliábulos de canónigos y obispos de levita, como él decía siempre, le ponían triste. «No era liberal ni carlista. Era un sacerdote». La juventud le atraía y prefería su trato al de los más sesudos vetustenses. Los poetillas y gacetilleros de la localidad tenían en él un censor socarrón y malicioso, aunque siempre cortés y afable. Encontrábase en la calle, por ejemplo, con Trifón Cármenes, el poeta de más alientos de Vetusta, el eterno vencedor en las justas incruentas, de la gaya ciencia; le llamaba con un dedo, acercaba su corva nariz a la ancha oreja del vate y decíale:
—He visto aquello.... No está mal; pero no hay que olvidar lo de versate manu . ¡Los clásicos, Trifoncillo, los clásicos sobre todo! ¿Dónde hay sencillez como aquella:
Yo he visto un pajarillo
posarse en un tomillo?
Y recitaba la tierna poesía de Villegas hasta el último verso, con lágrimas en los ojos y agua en los labios. La mayoría del cabildo absolvía de esa falta de formalidad al Arcipreste a condición de que se le tuviera por chocho.
—Y aun así y todo—decía un canónigo muy buen mozo, nuevo en Vetusta y en el oficio, pariente del ministro de Gracia y Justicia—aun así y todo no se puede llevar en calma la imprudencia con que habla de todo; suelta la sin hueso y juzga precipitadamente, y emplea vocablos y alusiones impropias de una dignidad.
A este mismo señor canónigo que embozadamente le había reprendido algunas veces por la pimienta de sus epigramas, solía taparle la boca el Arcipreste diciendo:
—Nada, nada, repito lo que mi paisano y queridísimo poeta Marcial dejó escrito para casos tales, es a saber:
Lasciva est nobis pagina, vita proba est.
Con lo cual daba a entender, y era verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte. Y no era de estos días el ser don Cayetano muy honesto en el orden aludido, sino que toda la vida había sido un boquirroto en tal materia, pero nada más que un boquirroto. Y esta era la traducción libre del verso de Marcial.
El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano.
El Magistral contestaba con sonrisas insignificantes. Pero no se marchaba. Algo tenía que decir al Arcipreste. No era De Pas de los que solían quedarse al tertulín, como llamaban a la sabrosa plática de la sacristía después del coro. Si hacía bueno, los del tertulín acostumbraban salir juntos a paseo por una