La Regenta. Leopoldo Alas

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La Regenta - Leopoldo Alas biblioteca iberica

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morirás de gusto cuando sepas que don Frutos Redondo, el más rico del Espolón, ha pedido hoy mismo tu mano.

      Ana, contra el expreso mandato de sus tías, no se murió de gusto. Calló; no se atrevía a dar una negativa categórica.

      Pero doña Anuncia no necesitó más para dar rienda suelta al basilisco que llevaba dentro de sus entrañas. Su sombra en las sombras de la pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces, multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola.

      Doña Águeda misma estaba horrorizada.

      La sobrina permaneció ocho días encerrada en su alcoba después de aquella escena. Al cumplirse el novenario de la encerrona, que algo tenía de arresto, doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a leer la sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina—¿quién dudaba ya que la modista había bailado?—no le faltaría una cama en el palacio de sus mayores; pero ellas, las tías, no tenían qué poner a la mesa; todo lo había comido la niña».

      Ana escribió a Frígilis.

      Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente».

      «Daba aquel paso antes de lo que pensaba, porque acababa de ser ascendido; iba a Granada en calidad de Presidente de Sala y quería llevarse a su esposa, si su ardiente deseo era cumplido. Contaba con su sueldo y algunas viñas y no pocos rebaños en la Almunia de don Godino. Nunca hubiera sido osado a pedir la mano de tan preclara, ilustre y hermosa joven sin poder ofrecerle, ya que no la opulencia, una aurea mediocritas , como había dicho el latino».

      Doña Anuncia quedó deslumbrada.... ¡Don Godino... mediocritas ... la cruz de Isabel la Católica!... Era mucha tentación.

      Frígilis había advertido a don Víctor, al ponerle la cruz al pecho, que a doña Anuncia la enamoraban los discursos que no entendía y las condecoraciones.

      Quintanar mientras hablaba se sentía en ridículo; pero la vieja estaba fascinada.

      «Don Frutos, pensaba ella había aplastado terrones en los suburbios de Vetusta, doce años antes; se acordaba de haberle visto en mangas de camisa».

      La Ozores contestó: «Que ella no podía disponer de la mano de su sobrina, aunque la joven consintiera, sin consultar, sin tomar la venia de la nobleza, de la clase».

      Los señores del margen, los de la Audiencia, eran la segunda aristocracia en Vetusta, aunque no figuraban tanto como en otros días.

      La justicia era respetada con un terror supersticioso heredado de muchos siglos. Los más soliviantados liberales de Vetusta que hablaban de anarquía y de quemarlo todo, temblaban ante la voz de un ujier de la Sala de lo Criminal que gritaba porque un testigo cruzaba las piernas:

      —¡Guarden ceremonia! La aristocracia, la primera, opinó que Anita hacía una boda loca.

      La hizo. Don Frutos se volvió a Matanzas, prometiendo volver vengado, es decir, con muchos más millones. Cumplió su promesa.

      Pasó un mes, y Ana Ozores de Quintanar, con su caballeresco esposo salía por la carretera de Castilla en la berlina de aquella diligencia en que había visto marchar a don Álvaro Mesía por el mismo camino.

      Toda Vetusta fue a despedirlos; la nobleza y la clase media. Frígilis tenía lágrimas en los ojos.

      —En cuanto puedan ustedes dar la vuelta... hay que darla—decía con un pie en el estribo y la cabeza dentro del coche—. Será usted la Regenta de Vetusta, Anita.

      —No lo permite la ley, por causa de las tías—contestaba don Víctor.

      —¡Bah, bah! Ya se arreglaría eso.... Será usted la Regenta.

      Don Cayetano quiso también subir al estribo, pero no pudo.

      Doña Anuncia y doña Águeda habían quedado en el estrado, casi a obscuras, suspirando, rodeadas de algunos amigos y amigas, quizá los mismos que les dieran en otra ocasión aquel pésame por la muerte civil de don Carlos.

      —Y ella va contenta—decía el barón.

      —¡Uf! Ya lo creo.—La juventud es ingrata...—Señores, que va a arrancar, desapartarse —gritó el zagal de la diligencia.

      Y partió el coche. Don Víctor oprimía entre las suyas las manos de aquella esposa que le envidiaba un pueblo entero.

      Un ¡adiós! llenó los ámbitos de la Plaza Nueva: era un adiós triste de verdad, era la despedida de la maravilla del pueblo; Vetusta en masa veía marchar a la nueva Presidenta de Sala como pudiera haber visto que le llevaban la torre de la catedral, otra maravilla.

      Entre tanto, Ana pensaba que tal vez no había entre aquella muchedumbre que admiraba su hermosura otro más digno de poseerla que aquel don Víctor, a pesar de sus cuarenta y pico, pico misterioso.

      Cuando, ya cerca de la noche, mientras subían cuestas que el ganado tomaba al paso, el nuevo Presidente de Sala le preguntaba si era él por su ventura el primer hombre a quien había querido, Ana inclinaba la cabeza y decía con una melancolía que le sonaba al marido a voluptuoso abandono:

      —Sí, sí, el primero, el único.

      «No le amaba, no; pero procuraría amarle».

      Cerró la noche. Ana, apoyada la cabeza en las sobadas almohadillas de aquel coche viejo, cerraba los ojos, fingía dormir y escuchaba el ruido atronador y confuso de vidrios, hierro y madera de la diligencia desvencijada, y se le antojaba oír en aquel estrépito los últimos gritos de la despedida.

      Ni uno solo de aquellos hombres que quedaban allá abajo le había hablado de amor, de amor cierto, ni se lo había inspirado. Repasando todos los años de la inútil juventud, recordaba, como la mayor delicia que pudiera cargarse al capítulo de amor tal vez, alguna mirada de algún desconocido en uno de aquellos paseos por las carreteras orladas de árboles poblados de gorriones y jilgueros.

      Entre ella y los jóvenes de la sociedad en que vivía, pronto había puesto el orgullo de Ana y la necedad de los otros un muro de hielo.

      «No se casarían con ella, había dicho doña Anuncia, porque era pobre; pero ella les tomaba la delantera, y los despreciaba por fatuos y adocenados».

      Si alguno había querido tratarla como a Obdulia, pronto había encontrado un desdén altivo y una ironía cruel capaces de helar una brasa.

      «Tal vez, aunque no era seguro, ni mucho menos, entre aquellos hombres que la admiraban de lejos, devorándola con los ojos, habría alguno digno de ser querido... pero las tías se encargaban de mantener las distancias que exigía el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez demócratas teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban a su pesar, de ellas. No se acercaban». Todos los que habían producido en Ana algún efecto, aunque no grande, hablando con los ojos, eran cualquier cosa menos proporciones. En Vetusta

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