Miau. Benito Pérez Galdós

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Miau - Benito Pérez Galdós Clásicos

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noche tuvieron gente (Ruiz, Guillén, Ponce, los de Cuevas, Pantoja y su familia, de quien se hablará después), y se formalizó el proyecto, iniciado el mes anterior, de representar una piececita, pues algunos amigos de la casa tenían aptitudes no comunes para el teatro, sobre todo en el género cómico. Federico Ruiz se encargó de escoger la pieza, de distribuir los papeles y dirigir los ensayos. Se convino en que Abelarda haría uno de los principales personajes, y Ponce otro; pero este, reconociendo con laudable modestia que no tenía maldita gracia y que haría llorar al público en los papeles más jocosos, reservó para sí la parte de padre, si en la comedia le hubiera.

      Cansado de tales majaderías, D. Ramón huyó de la sala buscando en el interior oscuro de la casa las tinieblas que convenían a su pesimismo. Maquinalmente entró en el cuarto de Milagros, donde esta desnudaba a Luis para acostarle. El pobre niño había hecho tentativas para estudiar, que fueron completamente inútiles. Le dolía la cabeza, y sentía como el presagio y el temor de la visión, pues esta, al par que le daba mucho gusto, causábale cierta ansiedad. Se fue a acostar con la idea de que le entraría la desazón y de que iba a ver cosas muy extrañas. Cuando su abuelo entró, ya estaba metido en la cama, y su tía le hacía rezar las oraciones de costumbre: Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, etc... que él recitaba de carretilla. Con brusca interrupción, se volvió hacia Villaamil para decirle: «Abuelito, ¿verdad que el Ministro te recibió muy bien?».

      –Sí, hijo mío –replicó el anciano, estupefacto de esta salida y del tono con que fue dicha–. ¿Y tú por dónde lo sabes?

      –¿Yo?... yo lo sé.

      Miraba Cadalsito a su abuelo con una expresión tan extraña, que el pobre señor no sabía qué pensar. Pareciole expresión de Niño-Dios, la cual no es otra cosa que la seriedad del hombre armonizada con la gracia de la niñez.

      –Yo lo sé... lo sé –repitió Luis sin sonreír, clavando en su abuelo una mirada que le dejó inmóvil–. Y el Ministro te quiere mucho... porque le escribieron...

      –¿Quién le escribió? –dijo con ansiedad el cesante, dando un paso hacia el lecho, los ojos llenos de claridad.

      –Le escribieron de ti –afirmó Cadalsito sintiendo que el miedo le invadía y no le dejaba continuar.

      En el mismo instante pensó Villaamil que todo aquello era una tontería, y dando media vuelta se llevó la mano a la cabeza y dijo: «¡Pero qué cosas tiene este chiquillo!...».

      Capítulo 9

      ¡Cosa rara!, nada le pasó a Cadalsito aquella noche, ni sintió ni vio cosa alguna, pues a poco de acostarse hubo de caer en sueño profundísimo. Al día siguiente costó trabajo levantarle. Sentíase quebrantado, y como si hubiese andado largo trecho por sitio desconocido y lejano que no podía recordar. Fue a la escuela, y no se supo la lección. Encontrábase tan torpe aquel día, que el maestro le hizo burla y ajó su dignidad ante los demás chicos. Pocas veces se había visto en la escuela carrera en pelo como la que aguantó Cadalsito al ser confinado al último puesto de la clase en señal de ignorancia y desaplicación. A las once, cuando se pusieron a escribir, Cadalso tenía junto a sí al famoso Posturitas, chiquillo travieso y graciosísimo, flexible como una lombriz, y tan inquieto, que donde él estuviese no podía haber paz. Llamábase Paquito Ramos y Guillén, y sus padres eran los dueños de la casa de préstamos de la calle del Acuerdo. Aquel Guillén, cojo y empleado, que hemos visto en casa de Villaamil celebrando con copiosas libaciones de moscatel la próxima colocación de su amigo, era tío materno de Posturitas, el cual debía este apodo a la viveza ratonil de sus movimientos, a la gracia con que remedaba las actitudes y gestos de los clowns y dislocados del Circo. Todo se le volvía hacer garatusas, sacar la lengua, volver del revés los párpados; y como pudiera, metía el dedo en el tintero para pintarse rayas negras en la cara.

      Aquella mañana, cuando el maestro no le veía, Posturitas abría la carpeta, y él y su amigo Cadalso hundían la pelona en ella para ver las cosas diversas que encerraba. Lo más notable era una colección de sortijas, en las cuales brillaban el oro y los rubíes. No se vaya a creer que eran de metal, sino de papel, anillos de esos con que los fabricantes adornan los puros medianos para hacerlos pasar por buenos. Aquel tesoro había venido a manos de Paquito Ramos mediante un cambalache. Perteneció la colección a otro chico llamado Polidura, cuyo padre, mozo de café o restaurant, solía recoger los aros de cigarro que los fumadores dejaban caer al suelo, y obsequiar con ellos a su hijo a falta de mejores juguetes. Había llegado a reunir Polidura más de cincuenta sortijas de diversos calibres. En unas decía Flor fina, en otras Selectos de Julián Álvarez. Cansado al fin de la colección, se la cambió a Posturas por un trompo en buen uso, mediante contrato solemne ante testigos. Cadalso regaló al nuevo propietario el anillo de la tagarnina dada por el Sr. de Pez a Villaamil, y que este se fumó majestuosamente después de la comida.

      La travesura de Posturitas, fielmente reproducida por el bueno de Cadalso, consistía en llenarse ambos los dedos de aquellas sorprendentes joyas, y cuando el maestro no les veía, alzar la mano y mostrarla a los otros granujas con dos o tres anillos en cada dedo. Si el maestro venía, se los quitaban a toda prisa, y a escribir como si tal cosa. Pero en una vuelta brusca, sorprendió el dómine a Cadalsito con la mano en alto, distrayendo a toda la clase. Verle, y ponerse hecho un león, fue todo uno. Pronto se descubrió que el principal delincuente era el maligno Posturitas, que tenía en su carpeta un depósito de aros de papel; y en un santiamén el maestro, después que arrancó de los dedos las pedrerías de que estaban cuajados, agarró todo el depósito y lo deshizo, terminando con una mano de coscorrones aplicados a una y otra cabeza. Ramos rompió a llorar, diciendo: «Yo no he sido... Miau tiene la culpa». Y Miau, no menos lastimado de esta calumnia que del mote, clamó con severa dignidad: «Él es el que los tenía. Yo no traje más que uno...». «Mentira...». «El mentiroso es él».

      –Miau es un hipócrita –dijo el maestro, y Cadalso no supo contener su aflicción oyendo en boca de D. Celedonio el injurioso apodo. Soltó el llanto sin consuelo, y toda la clase coreaba sus gemidos, repitiendo Miau, hasta que el maestro ¡pim, pam!, repartió una zurribanda general, recorriendo espaldas y mofletes, como el fiero cómitre entre las filas de galeotes, vapuleando a todos sin misericordia.

      –Se lo voy a decir a mi abuelo –exclamó Cadalso con un arranque de dignidad–, y no vengo más a esta escuela.

      –Silencio... Silencio todos –gritó el verdugo, amenazándoles con una regla, que tenía los ángulos como filos de cuchillo–. Sin vergüenzas, a escribir; y al que me chiste le abro la cabeza.

      Al salir, Cadalso seguía indignado contra su amigo Posturitas. Este, que era procaz, de una frescura y audacia sin límites, dio un empujón a Luis, diciéndole: «Tú tienes la culpa, tonto... panoli... cara de gato. Si te cojo por mi cuenta...».

      Cadalso se revolvió iracundo, acometido de nerviosa rabia, que le puso pálido y con los ojos relumbrones. «¿Sabes lo que te digo? Que no ties que ponerme motes ¡contro!, mal criado... ordinario... cualisquiera».

      –¡Miau! -mayó el otro con desprecio, sacando media cuarta de lengua y crispando los dedos-. Olé... Miau... morrongo... fu, fu, fu...

      Por primera vez en su vida percibió Luis que las circunstancias le hacían valiente. Ciego de ira se lanzó sobre su contrario, y lo mismo se lanzaría si este fuese un hombre. Chillido de salvaje alegría infantil resonó en toda la banda, y viendo el desusado embestir de Cadalso, muchos le gritaron: «Éntrale, éntrale...». Miau peleándose con Posturas era espectáculo nuevo, de trágicas y nunca sentidas emociones, algo como ver la liebre revolviéndose contra el hurón, o la perdiz emprendiéndola a picotazos con el perro. Y fue muy hermosa la actitud insolente de Posturitas, al recibir el primer achuchón, espatarrándose para aplomarse mejor, soltando libros y pizarra para tener los

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