Miau. Benito Pérez Galdós

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Miau - Benito Pérez Galdós Clásicos

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un gran suspiro, elevando los ojos en el techo. El tigre inválido se transfiguraba. Tenía la expresión sublime de un apóstol en el momento en que le están martirizando por la fe, algo del San Bartolomé de Ribera cuando le suspenden del árbol y le descueran aquellos tunantes de gentiles, como si fuera un cabrito. Falta decir que este Villaamil era el que en ciertas tertulias de café recibió el apodo de Ramsés II.

      –Bueno, dame la carta para Cucúrbitas –dijo doña Pura, que acostumbrada a tales jeremiadas, las miraba como cosa natural y corriente–. Irá el niño volando a llevarla. Y ten confianza en la Providencia, hombre, como la tengo yo. No hay que amilanarse (con risueño optimismo). Me ha dado la corazonada... ya sabes tú que rara vez me equivoco... la corazonada de que en lo que resta de mes te colocan.

      Capítulo 2

      «¡Colocarme!» exclamó Villaamil poniendo toda su alma en una palabra. Sus manos, después de andar un rato por encima de la cabeza, cayeron desplomadas sobre los brazos del sillón. Cuando esto se verificó, ya doña Pura no estaba allí, pues había salido con la carta, y llamó desde la escalera a su nieto, que estaba en la portería.

      Ya eran cerca de las seis cuando Luis salió con el encargo, no sin volver a hacer escala breve en el escritorio de los memorialistas. «Adiós, rico mío –le dijo Paca besándole–. Ve prontito para que vuelvas a la hora de comer. (Leyendo el sobre). Pues digo... no es floja caminata, de aquí a la calle del Amor de Dios. ¿Sabes bien el camino? ¿No te perderás?».

      ¡Qué se había de perder ¡contro!, si más de veinte veces había ido a la casa del Sr. de Cucúrbitas y a las de otros caballeros con recados verbales o escritos! Era el mensajero de las terribles ansiedades, tristezas e impaciencias de su abuelo; era el que repartía por uno y otro distrito las solicitudes del infeliz cesante, implorando una recomendación o un auxilio. Y en este oficio de peatón adquirió tan completo saber topográfico, que recorría todos los barrios de la Villa sin perderse; y aunque sabía ir a su destino por el camino más corto, empleaba comúnmente el más largo, por costumbre y vicio de paseante o por instintos de observador, gustando mucho de examinar escaparates, de oír, sin perder sílaba, discursos de charlatanes que venden elixires o hacen ejercicios de prestidigitación. A lo mejor, topaba con un mono cabalgando sobre un perro o manejando el molinillo de la chocolatera lo mismito que una persona natural; otras veces era un infeliz oso encadenado y flaco, o italianos, turcos, moros falsificados que piden limosna haciendo cualquiera habilidad. También le entretenían los entierros muy lucidos, el riego de las calles, la tropa marchando con música, el ver subir la piedra sillar de un edificio en construcción, el Viático con muchas velas, los encuartes de los tranvías, el trasplantar árboles y cuantos accidentes ofrece la vía pública.

      «Abrígate bien –le dijo Paca besándole otra vez y envolviéndole la bufanda en el cuello–. Ya podrían comprarte unos guantes de lana. Tienes las manos heladitas, y con sabañones. ¡Ah, cuánto mejor estarías con tu tía Quintina! ¡Vaya, un beso a Mendizábal, y hala! Canelo irá contigo».

      De debajo de la mesa salió un perro de bonita cabeza, las patas cortas, la cola enroscada, el color como de barquillo, y echó a andar gozoso delante de Luis. Paca salió tras ellos a la puerta, les miró alejarse, y al volver a la estrecha oficina, se puso a hacer calceta, diciendo a su marido: «¡Pobre hijo!, me le traen todo el santo día hecho un carterito. El sablazo de esta tarde va contra el mismo sujeto de estos días. ¡La que le ha caído al buen señor! Te digo que estos Villaamiles son peores que la filoxera. Y de seguro que esta noche las tres lambionas se irán también de pindongueo al teatro y vendrán a las tantas de la noche».

      –Ya no hay cristiandad en las familias –dijo Mendizábal grave y sentenciosamente–. Ya no hay más que suposición.

      –Y que no deben nada en gracia de Dios (meneando con furor las agujas). El carnicero dice que ya no les fía más aunque le ahorquen; el frutero se ha plantado, y el del pan lo mismo... Pues si esas muñeconas supieran arreglarse y pusieran todos los días, si a mano viene, una cazuela de patatas... Pero Dios nos libre... ¡Patatas ellas!, ¡pobrecitas! El día que les cae algo, aunque sea de limosna, ya las tienes dándose la gran vida y echando la casa por la ventana. Eso sí, en arreglar los trapitos para suponer no hay quien les gane. La doña Pura se pasa toda la mañana de Dios enroscándose las greñas de la frente, y la doña Milagros le ha dado ya cuatro vueltas a la tela de aquella eternidad de vestido, color de mostaza para sinapismos. Pues digo, la antipática de la niña no para de echar medias suelas al sombrero, poniéndole cintas viejas o alguna pluma de gallina, o un clavo de cabeza dorada de los que sirven para colgar láminas.

      –Suposición de suposiciones... Consecuencias funestas del materialismo –dijo Mendizábal, que solía repetir las frases del periódico a que estaba suscrito–. Ya no hay modestia, ya no hay sencillez de costumbres. ¿Qué se hizo de aquella pobreza honrada de nuestros padres, de aquella... (no recordando lo demás) de aquella, pues... como quien dice...?

      –Pues el pobre D. Ramón, cuando cierre el ojo, se irá derecho al Cielo. Es un santo y un mártir. Créete que si yo le pudiera colocar, le colocaba. ¡Me da una lástima! Con aquellas miradas que echa parece que se va a comer a la gente ¡pobre señor!, y se la comería a una, no por maldad, sino por puras hambres (clavándose en el pelo la cuarta aguja). Da miedo verle. Yo no sé cómo el señor Ministro, cuando le ve entrar en las oficinas, no se muere de miedo y le coloca por perderle de vista.

      –Villaamil -dijo Mendizábal con suficiencia–, es un hombre honrado, y el Gobierno de ahora es todo de pillos. Ya no hay honradez, ya no hay cristiandad, ya no hay justicia. ¿Qué es lo que hay? Ladronicio, irreligiosidad, desvergüenza. Por eso no le colocan, ni le colocarán mientras no venga el único que puede traer la justicia. Yo se lo digo siempre que pasa por aquí y se para en el portal a echar un párrafo conmigo: «No le dé usted vueltas, D. Ramón, no le dé usted vueltas. De todo tiene la culpa la libertad de cultos. Porque ínterin tengamos racionalismo, mi señor D. Ramón, ínterin no sea aplastada la cabeza de la serpiente, y... (perdiendo el hilo de la frase y no sabiendo ya por dónde andaba) y en tanto que... precisamente... quiero decir, digo... (cortando por lo sano). ¡Ya no hay cristiandad!».

      Entretanto, Luisito y Canelo recorrían parte de la calle Ancha y entraban por la del Pez siguiendo su itinerario. El perro, cuando se separaba demasiado, deteníase mirando hacia atrás, la lengua de fuera. Luis se paraba a ver escaparates, y a veces decía a su compañero esto o cosa parecida: «Canelo, mira qué trompetas tan bonitas». El animal se ponía en dos patas, apoyando las delanteras en el borde del escaparate; pero no debían de ser para él muy interesantes las tales trompetas, porque no tardaba en seguir andando. Por fin llegaron a la calle del Amor de Dios. Desde cierta ocasión en que Canelo tuvo unos ladridos con otro perro, inquilino en la casa de Cucúrbitas, adoptó el temperamento prudente de no subir y esperar en la calle a su amigo. Este subió al segundo, donde el incansable protector de su abuelo vivía; y el criado que le abrió la puerta púsole aquella noche muy mala cara. «El señor no está». Pero Luisito, que tenía instrucciones de su abuelo para el caso de hallarse ausente la víctima, dijo que esperaría. Ya sabía que a las siete infaliblemente iba a comer el señor D. Francisco Cucúrbitas. Sentose el chico en el banco del recibimiento. Los pies no le llegaban al suelo, y los balanceaba como para hacer algo con qué distraer el fastidio de aquel largo plantón. El perchero, de pino imitando roble viejo, con ganchos dorados para los sombreros, su espejo y los huecos para los paraguas, le había producido en otro tiempo gran admiración; pero ya le era indiferente. No así el gato, que de la parte interior de la casa solía venir a enredar con él. Aquella noche debía de estar ocupado el micho, porque no aportó por el recibimiento; pero en cambio vio Luis a las niñas de Cucúrbitas, que eran simpáticas y graciosas. Solían acercarse a él, mirándole con lástima o con desdén, pero nunca le habían dicho una palabra halagüeña. La señora de Cucúrbitas, que a Luis le parecía, por lo gruesa y redonda, una imitación humana del elefante Pizarro, tan popular entonces entre los niños

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