La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa. Omar Alberto Garzón Chiriví
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Reflexiones sobre los usuarios y usuarias
Mercado de la vitalidad y neoliberalismo
Epílogo: la vida como una obra de arte
A todos los amigos que compartieron sus experiencias médicas y terapéuticas y las historias de sus dolencias, en especial a Julián Aguirre (q. e. p. d.) y su familia. Al taita Florentino Agreda y su familia, siempre tan cercanos a estas aventuras. A mis profesores Jorge Márquez y Javier Sáenz de la Universidad Nacional de Colombia, quienes apostaron de manera decidida por este trabajo. A los distintos lectores que evaluaron los primeros borradores: Diego Armus y Alhena Caicedo Fernández, mil gracias por enriquecer esta perspectiva de trabajo. A las familias, por su afecto. A la Universidad Distrital Francisco José de Caldas que, con su programa de apoyo a la formación posgradual de sus profesores, facilitó el desarrollo de la investigación, lo cual permitió que este libro viera la luz. Finalmente, a la Editorial Universidad del Rosario, que se interesó por este tema para hacerlo parte de su colección editorial. A todos, espero que estas páginas gratifiquen su interés y compromiso con este tipo de investigaciones.
La obra que ustedes, estimados lectores, tienen en sus manos es el esfuerzo de varios años de trabajo. Por lo que me implicó como autor involucrarme con un tema tan sensible para la condición humana como es la salud y la enfermedad, veo necesario, a manera de introducción, dedicar una corta narrativa donde se ilustren los pormenores que motivaron la escritura de este libro. Quizás algunos compartan mis apreciaciones sobre ciertos tópicos, quizás otros difieran de ellas. Si ello es así, la narrativa habrá cumplido su cometido.
Desde 1994 me inquieté por los ‘curanderos’ de algunas comunidades indígenas en Colombia.1 Gracias a un curso de Antropología Lingüística, que tomé en el marco de mi formación de pregrado como Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital en Bogotá, conocí a don Alejandro Gaitán (q. e. p. d.), un curandero tradicional sikuani, quien vivió en el resguardo indígena Wakoyo, ubicado en Puerto Gaitán en el departamento del Meta. Durante mi trabajo de campo en esta comunidad, recopilé cuatro cantos de curación de don Alejandro. Con ayuda de hablantes nativos de la lengua sikuani tradujimos los cantos al español. Este trabajo no solo me permitió conocer las particularidades míticas de estos cantos, sino que me acercó también de manera próxima al mundo de estos personajes hasta entonces inéditos para mí.
Las curaciones de don Alejandro estaban enmarcadas en los cánones de su tradición: el empleo de rezos y conjuros entonados en su lengua nativa para sacar la enfermedad, el uso de plantas con poder alucinatorio para comunicarse con los espíritus de la curación y el intercambio de dones como forma de retribución por su trabajo, elementos que le daban prestigio a su oficio dentro de su comunidad.
A partir de lo anterior, me dediqué a estudiar la estructura lingüística de estos cantos y su poética. El ejercicio inicial me revelaba que estos cantos eran el canal que permitía la comunicación entre el chamán indígena y un mundo paralelo poblado de espíritus que eran fundamentales para el éxito de la curación. El hallar el hilo de los cantos de curación me condujo a preguntarme por aquellos elementos de orden cultural que no solo hacían creíble, sino también eficaz el trabajo de estos personajes, dentro y fuera de sus comunidades.
Al respecto, la lectura del artículo del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss “El hechicero y su magia” (1995), me sugería algunas ideas sobre las cuales poner a cabalgar mis observaciones de campo. Allí el autor afirmaba:
No hay razones, pues, para dudar de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo se observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia, y que ésta se presenta en tres aspectos complementarios: en primer lugar, la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue, en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y aquellos que él hechiza (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).
Sin duda estaba frente a uno de los conceptos centrales de la obra de Lévi-Strauss que me permitían una explicación razonada de lo que estaba registrando en mis diarios de campo: la eficacia simbólica. Sin embargo, lo siguiente detuvo aún más mi atención en la lectura de este texto:
Cuando el hechicero pretende extraer por succión, del cuerpo de su enfermo, un objeto patológico cuya presencia explicaría el estado mórbido, y presenta un guijarro que había disimulado en su boca, ¿cómo se justifica este procedimiento ante sus ojos? ¿Cómo logra disculparse un inocente acusado de brujería si la imputación es unánime, puesto que la situación mágica es un fenómeno de consenso? En fin, ¿cuál es la parte de credulidad y cuál la de crítica en la actitud del grupo, respecto de aquellos en los que reconoce poderes excepcionales, a los que otorga privilegios correspondientes, pero de los cuales exige asimismo satisfacciones adecuadas? (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).
Las similitudes entre el texto de Lévi-Strauss y lo que había podido observar en una de las curaciones llevadas a cabo por don Alejandro en su comunidad eran evidentes. Don Alejandro no solo se apoyaba en sus cantos para conjurar la enfermedad, sino que, succionando la coronilla de su paciente, extraía una pequeña larva de color blanco que, luego de escupirla sobre su mano, me mostraba diciendo que era la enfermedad de su paciente cuyo origen estaba relacionado con un “maleficio (daño) que le habían hecho”. El paciente, por su parte, no solo aprobaba el método de su médico, sino que sentía alivio de su malestar. El contraste entre mis observaciones de campo y la lectura antropológica me hacía pensar en la autenticidad y la universalidad de este oficio.
No obstante, los límites a las explicaciones lingüísticas y antropológicas se rompieron cuando fui objeto de una de sus curaciones. Sin que mediara una consulta previa y mientras conversábamos sobre su oficio, don Alejandro me miró y de manera contundente me dijo: “Usted tiene la enfermedad de los blancos”. “¿Cuál es?”, le pregunté con inquietud. “La tristeza”, me respondió y procedió a curarme según su tradición.
Dos