Tótem y tabú. Sigmund Freud
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Es ley de la neurosis que tales actos obsesivos vayan entrando cada vez más al servicio del deseo y aproximándose así paulatinamente al acto primitivo prohibido.
Intentemos ahora analizar el tabú como si fuera de igual naturaleza que las prohibiciones obsesivas de nuestros enfermos. Sabemos de antemano que muchas de las prohibiciones tabú de que habremos de ocuparnos son de naturaleza secundaria, desplazada y deformada, y que deberemos declararnos satisfechos si conseguimos proyectar alguna luz sobre las más primitivas e importantes. Por último, nos damos perfecta cuenta de que las diferencias entre la situación del salvaje y la del neurótico son suficientemente hondas para excluir la posibilidad de una completa coincidencia de las prohibiciones tabú con las obsesivas.
Una vez consignadas estas indispensables reservas, habremos de decirnos que no tendría objeto ninguno interrogar a los salvajes sobre la motivación verdadera de sus prohibiciones, o sea sobre la génesis del tabú, pues, según nuestras hipótesis, ha de serles imposible proporcionarnos información alguna sobre tal motivación, inconsciente en ellos. Ahora bien: por lo que sabemos de las prohibiciones obsesivas, podemos reconstituir la historia del tabú en la forma que sigue: Los tabús serían prohibiciones antiquísimas impuestas desde el exterior a una generación de hombres primitivos, a los que fueron quizá calculadas por una generación anterior. Estas prohibiciones recayeron sobre actividades a cuya realización tendía intensamente el individuo, y se mantuvieron luego de generación en generación, quizá únicamente por medio de la tradición transmitida por la autoridad paterna y social. Pero también puede suponerse que se organizaron en una generación posterior, como una parte de propiedad psíquica heredada. Comprenderán nuestros lectores que no es posible decidir, para esclarecer el tema que nos ocupa, si existen o no ideas innatas de este género, ni si tales ideas han determinado la fijación de tal tabú por sí solas o con el auxilio de la educación. Pero de la conservación del tabú hemos de deducir que la primitiva tendencia a realizar los actos prohibidos perdura aún hoy en día en los pueblos salvajes y semisalvajes, en los que hallamos tales prohibiciones. Así, pues, estos pueblos han adoptado ante sus prohibiciones tabú una actitud ambivalente. En su inconsciente, no desearían nada mejor que su violación, pero al mismo tiempo sienten temor a ella. La temen precisamente porque la desean, y el temor es más fuerte que el deseo. Este deseo es, en cada caso individual, inconsciente, como en el neurótico.
Las dos prohibiciones tabú más antiguas e importantes aparecen entrañadas en las leyes fundamentales del totemismo: respetar al animal tótem y evitar las relaciones sexuales con los individuos de sexo contrario, pertenecientes al mismo tótem.
Tales debieron ser, por tanto, los dos placeres más antiguos e intensos de los hombres. De momento nos resulta esto incomprensible y, por tanto, no podemos verificar nuestras hipótesis en ejemplos de este género, mientras el sentido y el origen del sistema totémico continúen siéndonos totalmente desconocidos. Pero aquellos que se hallan al corriente de los resultados de la investigación psicoanalítica del individuo encontrarán en el enunciado mismo de los dos tabús, y en su coincidencia, una alusión a aquello que los psicoanalíticos consideran como el centro de la vida optativa infantil y el nódulo de la neurosis.
La variedad de los fenómenos tabú, que ha provocado los ensayos de clasificación antes citados, queda sustituida, para nosotros, por una unidad en cuanto consideremos como base del tabú un acto prohibido, a cuya realización impulsa una enérgica tendencia localizada en lo inconsciente.
Sin comprenderlo, sabemos que todo aquel que realiza el acto prohibido viola el tabú y se hace tabú a su vez. Pero, ¿cómo conciliamos este hecho con aquellos otros que nos muestran que el tabú no recae tan sólo sobre las personas que han realizado lo prohibido, sino también sobre otras que se encuentran en situaciones especiales, sobre estas actuaciones mismas y sobre objetos inanimados? ¿Cuál puede ser esta peligrosa propiedad que permanece siempre semejante a sí misma en circunstancias tan diversas? Únicamente la de atizar los deseos del hombre e inducirle en la tentación de infringir la prohibición.
El hombre que ha infringido un tabú se hace tabú a su vez, porque posee la facultad peligrosa de incitar a los demás a seguir su ejemplo. Resulta, pues, realmente contagioso, por cuanto dicho ejemplo impulsa a la imitación, y, por tanto, debe ser evitado a su vez.
Pero también, sin haber infringido un tabú, puede un hombre llegarlo a ser de un modo permanente o temporal, por encontrarse en una situación susceptible de excitar los deseos prohibidos de los demás o hacer nacer en ellos el conflicto entre los dos factores de su ambivalencia. La mayor parte de los estados y situaciones excepcionales pertenecen a esta categoría y poseen esta peligrosa fuerza. Todos envidian al rey o al jefe por las prerrogativas de que goza, y quisieran llegar a ocupar su puesto. El cadáver, el recién nacido y la mujer en sus estados de enfermedad son susceptibles de atraer, por su indefensión, al individuo que acaba de llegar a la madurez y ve en ella una fuente de nuevos goces. Por tal motivo son tabú todas estas personas y todos estos estados, pues no conviene favorecer ni alentar la tentación.
Comprendemos también ahora por qué las fuerzas «mana» de personas distintas se neutralizan, en parte, recíprocamente. El tabú de un rey es demasiado fuerte para el súbdito, porque la diferencia social que los separa es inmensa. Pero un ministro puede asumir, entre ellos, el papel de mediador inofensivo. Traduciendo esto del lenguaje tabú al de la psicología normal, obtendremos la siguiente fórmula: El súbdito evita el contacto con el rey por la intensa tentación que le supondría; en cambio, los altos dignatarios no son susceptibles de inspirarse tanta envidia, pues les es dado esperar igualarse algún día a ellos, y, por tanto, pueden tratarle sin temor alguno a la tentación.
La envidia que el ministro pudiera abrigar, por su parte, con respecto al rey queda mitigada por la consciencia de su propio poder personal. De este modo, las pequeñas diferencias de la fuerza que impele a la tentación son menos de temer que las grandes. Vemos también claramente por qué la transgresión de determinadas prohibiciones tabú trae consigo un peligro social y constituye un crimen que debe ser castigado o expiado por todos los miembros de la sociedad, si no quieren sufrir todas sus consecuencias.
Este peligro surge realmente en cuanto sustituimos los deseos inconscientes por impulsos conscientes, y consiste en la posibilidad de la imitación, que tendría por consecuencia la disolución de la sociedad. Dejando impune la violación, advertirán los demás su deseo de hacer lo mismo que el infractor.
Nada hay que deba extrañarnos en el hecho de que en la prohibición tabú desempeñe el contacto el mismo papel que en el délire de toucher, aunque el sentido oculto de la primera no pueda ser en ningún modo tan especial como en la neurosis. El contacto es el comienzo de toda tentativa de apoderarse de una persona o de una cosa, dominarla y lograr de ella servicios excluidos y personales.
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