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la asignación de los contratos públicos, el clientelismo. En distintas zonas del país, la corrupción se está perpetuando en el poder, enriqueciéndose y asegurando su propia impunidad.

      —Y como si fuera poco con todo lo que está pasando —agrega Elisabeth Ungar—, como si no fuera suficiente con las penas irrisorias que les impone la Justicia, ahora los corruptos reciben beneficios insólitos, como la casa por cárcel o la prescripción de sus procesos por vencimiento de términos, sin haber resarcido al Estado ni a la sociedad por todos los daños y perjuicios causados.

      —Es evidente —remata Hernández— que de urgencia necesitamos avanzar hacia un sistema judicial mucho más contundente en su capacidad de castigar los delitos cometidos, porque eso es lo que evita que se sigan produciendo actos similares.

       ¿Y la sociedad dónde está?

      Y a todas estas, ¿dónde está la opinión pública? ¿Qué se hicieron los ciudadanos que piden pena de muerte, que gritan en las esquinas, que discuten contra la corrupción en las tiendas del barrio?

      Nosotros, la sociedad colombiana, también tenemos la culpa. No solo porque votamos por ellos, sino porque hemos tolerado esta situación durante años y años, hasta que ya se volvió insoportable.

      El señor Hernández Montes concluye con estas palabras:

      —Ojalá que las elecciones territoriales sean la oportunidad que la gente está esperando para que las protestas se vuelvan realidad.

      Hasta aquí hemos hablado de la corrupción, de la justicia, de la impunidad, de la casa por cárcel, de los términos vencidos, de la tolerancia ciudadana ante el delito, pero nos faltan todavía otros elementos que contribuyen a agravar la situación. Por ejemplo: lo que dura un proceso judicial en este país.

      Hace diez años, según las investigaciones hechas por el propio Estado, un proceso de índole penal duraba en promedio tres años. Hoy dura cinco. El tiempo de esa demora ha crecido un setenta por ciento desde entonces. Como pueden verlo, la situación, en vez de mejorar, empeora.

      La realidad es tan alarmante que, entre dieciocho países de América Latina, Colombia es penúltimo y ocupa el puesto diecisiete entre quienes tienen un sistema judicial más eficiente.

      Para que hagamos unas pocas comparaciones, miren el caso de otras naciones: en México, el tiempo promedio de un proceso penal es de un año, trece meses en Perú y nueve meses en Corea del Sur.

       Epílogo

      Creo que tengo derecho a ser pesimista: las propias Naciones Unidas han informado que Colombia es uno de los cinco primeros países del mundo con mayor impunidad.

      Tampoco alimento esperanzas en los resultados de las elecciones regionales, que ya están tan cercanas. Esto ha venido, día tras día, de mal en peor.

      Sospecho que los ladrones volverán a sus casas por cárcel y a su vencimiento de términos. Y nuestros hijos y nietos seguirán heredando ese cáncer moral. Para decirlo en términos elementales, la tolerancia con el delito se ha vuelto intolerable.

      Si la impunidad ya está en el 94 por ciento, le falta poco para llegar al ciento por ciento. La verdad sea dicha y, por mucho que nos duela, en Colombia la única moral que nos va quedando es la mata de moras.

       ¿Quiere saber cómo fue que acabaron con la corrupción en Singapur?

      La vida es así de irónica. Hace unos cuantos días, para perplejidad e indignación de la gente decente, el Congreso de la República de Colombia se negó a aprobar una ley que incrementaba las penas de prisión para los condenados por corrupción. Y, como si fuera poco, los congresistas también se negaron a prohibir que, de ahora en adelante, a esos mismos corruptos les concedan el beneficio de casa por cárcel. Tendría que ser al revés: deberían haber ordenado que les dieran la cárcel por casa.

      Casi al mismo tiempo, como una ironía del destino, en el otro costado del mundo, las autoridades de Singapur expedían nuevas normas para seguir combatiendo la corrupción, lo que ha hecho que ese país se vuelva famoso en el mundo entero. “Milagro económico y legal”, lo llaman en Europa. “El imperio de la ley”, le dicen sus vecinos asiáticos. En este momento, Singapur es líder mundial en educación, salud y lucha contra la corrupción. Colombia, en cambio, y aunque nos duela en el alma, ocupa una de las peores posiciones entre los países con mayor corrupción en el mundo entero, según lo confirman las investigaciones internacionales serias y confiables.

      De acuerdo con nuestra Contraloría General, la corrupción nos está costando a los colombianos la monstruosa suma de $140 000 millones de pesos diarios, incluyendo sábados, domingos y festivos, lo cual traduce que nos vale alrededor de cincuenta billones de pesos al año. Ese platal no le cabe a uno en la cabeza, y conste que la mía es grandota.

      Ahora los invito a que miremos el caso de Singapur, a ver si alguna vez cogemos ejemplo. Singapur, situada en el corazón de Asia, es una ciudad y al mismo tiempo un país, tan pequeño que su territorio ocupa apenas setecientos kilómetros cuadrados y solo tiene cinco y medio millones de habitantes. Pero, así de pequeño, es el segundo puerto más importante del mundo y el centro financiero donde tienen su sede los bancos e instituciones financieras más grandes del planeta.

      Precisamente, y a causa de esa actividad económica tan exitosa, se desató una corrupción que parecía invencible. Los desfalcos y trampas de dinero eran cada vez más grandes. La isla era estremecida diariamente por escándalos sobre desfalcos, contratos amañados, corrupción del Estado y de las empresas privadas. Se llegó a pedir sobornos hasta para autorizar el traslado de un moribundo al hospital.

      Fue entonces cuando el primer ministro Lee Kuan Yew, que había encabezado el movimiento de independencia de su tierra y al que consideraban padre de la patria, resolvió enfrentar el problema sin contemplaciones con nadie. Lo primero que hizo fue reunir su consejo de ministros y les dijo una frase que se volvería famosa: “Si de verdad queremos derrotar la corrupción, hay que estar listos para enviar a la cárcel, si fuese necesario, a nuestra propia familia”.

       Rotación de funcionarios

      Pusieron manos a la obra de inmediato. La primera medida que tomaron, al contrario de lo que acaban de hacer los congresistas de Colombia, fue incrementar con dureza las penas de cárcel para los culpables de corrupción. Las condenas más altas se reservaron para quienes se apropiaran de dineros destinados a los temas sociales más delicados, como programas de salud y educación, o para atender a niños pobres y ancianos desprotegidos. La Justicia fue la primera en colaborar con el Gobierno. ¿Se puede decir lo mismo en esta Colombia de nuestros días, donde hasta los más altos magistrados están en la cárcel?

      Una de las primeras medidas que tomó el gobierno de Lew Kuan Yew fue establecer unas reglas claras y sencillas para contratar con el Estado, pues descubrió que las normas legales habían sido redactadas con una confusión amañada, precisamente para facilitar los enredos de la corrupción.

      Y fue entonces cuando se ordenó, además, que los empleados públicos tenían que rotarse en sus cargos cada cierto tiempo para evitar que se enquistaran en las entidades, perpetuándose y corrompiéndolas.

       Revisando las cuentas

      En 1959, hace ya sesenta años, Lee Kuan Yew fue elegido primer ministro, por primera vez,

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