La sombra fuera del tiempo. H.P. Lovecraft

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La sombra fuera del tiempo - H.P. Lovecraft Clásicos

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a verlo —un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves— decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro se encontraba instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los fabricantes de las distintas piezas.

      La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero, llegó en un automóvil y entró.

      Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.

      A las seis de la mañana una voz titubeante y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson que viniera a mi casa para sacarme del extraño estado letárgico en que había caído. Esta llamada —hecha desde larga distancia— fue localizada más tarde. La efectuaron desde un teléfono público de la Estación del Norte, de Boston, pero no lograron descubrir el menor rastro del flaco extranjero.

      Cuando el doctor llegó a casa, me encontró inconsciente en el cuarto de estar, sentado en una butaca, ante la mesa. En su pulimentada superficie había unos arañazos que indicaban el lugar donde se había colocado un objeto de peso considerable. El extraño artefacto había desaparecido y no volvió a saberse de él. Es indudable que se lo había llevado el individuo moreno y flaco que estuvo allí.

      En la chimenea de la biblioteca hallaron gran cantidad de ceniza: era todo cuanto quedaba de las anotaciones tomadas por mí durante el periodo de mi enfermedad. El doctor Wilson comprobó que mi respiración era agitada, pero después de una inyección hipodérmica volvió a hacerse regular.

      A las once y cuarto de la mañana del 27 de septiembre experimenté sacudidas violentas, y mi semblante, hasta entonces rígido como una máscara, comenzó a dar muestras de cierta expresividad. El doctor Wilson advirtió que aquella expresión no correspondía ya a mi segunda personalidad. Más bien parecía como si recobrara mi identidad primitiva. Alrededor de las once y media murmuré unas cuantas palabras incomprensibles, sin relación alguna con ningún lenguaje humano. Daba la sensación de que me revolvía contra algo. Luego, justo después del mediodía, cuando ya habían regresado el ama de llaves y la criada, empecé a decir en inglés:

      —...De los economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons representa la tendencia predominante a establecer correlaciones científicas. Su intento de relacionar el ciclo económico de prosperidad y crisis con el ciclo físico de las manchas solares constituye, sin embargo, la cúspide de...

      Nathaniel Wingate Peaslee había regresado; según su tiempo vital, todavía se encontraba en una mañana de 1908, ante sus alumnos de Economía Política, que lo escuchaban con atención.

      II

      Mi reintegración a la vida normal fue larga, dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más complicaciones de las que se pueden imaginar, y en mi caso, quedaba además un sinnúmero de cuestiones por resolver.

      Lo que me contaron sobre mis actividades posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero traté de considerar el asunto lo más filosóficamente posible. Una vez lograda la custodia de mi hijo Wingate, me instalé con él en mi casa de la calle Crane y procuré reanudar mis tareas docentes, ya que la facultad me había ofrecido mi antigua cátedra.

      Me incorporé a mi trabajo en febrero de 1914, y a él me dediqué durante un año. En este tiempo me di cuenta de que, después de aquel largo periodo de amnesia, yo no era el de antes. Aunque me hallaba mentalmente sano —así lo creía, al menos—, y conservaba íntegra mi propia personalidad, había perdido el vigor y la energía de otros tiempos. De manera continua, me acosaban sueños vagos y extrañas ideas, y cuando el estallido de la Guerra Mundial orientó mi interés hacia temas históricos, me di cuenta de que consideraba las épocas y los acontecimientos de forma sumamente extraña.

      Mi concepción del tiempo —mi capacidad para distinguir entre sucesión y simultaneidad— había sufrido una sutil alteración, de modo que me forjaba ideas quiméricas sobre la posibilidad de vivir en una época determinada y proyectar mi espíritu por toda la eternidad, para conocer las edades pasadas y futuras.

      La guerra originó en mí extrañas impresiones: era como si recordara algunas de sus últimas consecuencias, como si supiera cuál iba a ser su desenlace, y pudiera contemplar retrospectivamente los hechos que se desarrollaban en el presente. Todos estos pseudorrecuerdos venían acompañados de fuertes dolores de cabeza, y la clara sensación de que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna barrera psicológica.

      Cuando de forma tímida confiaba mis impresiones a los demás, observaba que reaccionaban de la manera más diversa. Casi todos me miraban con desconfianza. Las matemáticas, en cambio, me hablaban de los últimos adelantos de la ciencia que cultivaban: de la teoría de la relatividad, que entonces sólo era conocida en los medios científicos, pero que más adelante llegaría a resultar mundialmente famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein había logrado reducir el tiempo a una simple dimensión.

      Sin embargo, los sueños y sentimientos turbadores se apoderaron de mí hasta tal extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar mis actividades docentes. Algunas de mis sensaciones anormales fueron tomando un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo, me sentía dominado por la convicción de que, en el curso de mi amnesia, me había sobrevenido un cambio espantoso; que mi segunda personalidad procedía, sin duda, de regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida y remota se hubiera aposentado en mí, mientras mi verdadera personalidad era desplazada de mi propio interior.

      Éste es el motivo de que entonces me entregara a vagas y espantosas especulaciones sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica mismidad durante los años en que el intruso había ocupado mi cuerpo. La singular inteligencia y la extraña conducta de ese intruso me turbaban cada vez más, a medida que me enteraba de nuevos detalles, a través de conversaciones, periódicos y revistas.

      Las rarezas que tanto habían desconcertado a los demás parecían armonizar terriblemente con ese trasfondo de conocimientos impíos que emponzoñaba los abismos de mi subconsciente. Me dediqué a investigar todos los datos y examiné de forma escrupulosa los estudios y viajes efectuados por el otro durante mis años de oscuridad.

      No todas mis inquietudes eran de índole especulativa. Los sueños, por ejemplo, resultaban cada vez más vívidos y detallados. Como sabía la opinión que merecían a la mayor parte de la gente, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza. Pero, finalmente, comencé un estudio científico de otros casos de amnesia, con la finalidad de averiguar hasta qué punto las visiones que yo padecía eran características de esa afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas en enfermedades mentales, realicé un estudio exhaustivo que comprendía todos los casos de desdoblamiento de la personalidad recogidos en las publicaciones médicas desde los tiempos de los endemoniados hasta el momento actual; sin embargo, los resultados, más que consolarme, me inquietaron doblemente.

      No tardé mucho tiempo en comprobar que mis sueños diferían de manera radical de los que solían darse en los casos auténticos de amnesia. No obstante, descubrimos unos pocos casos que me tuvieron desconcertado durante años por su semejanza con mi propia experiencia. Algunos no eran más que relatos fragmentarios de antiguas historias populares; otros, casos registrados en los anales de la medicina.

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