El que susurra en la oscuridad. H. P. Lovecraft

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El que susurra en la oscuridad - H. P. Lovecraft Clásicos

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de tres en línea en formación prácticamente militar, una corriente de agua poco profunda que discurría entre frondosos bosques. Una noche se vio a uno de aquellos seres volando, tras arrojarse de la cima de una colina pelada y solitaria, y desaparecer en el cielo después que sus grandes alas batientes reflejaron por un instante su silueta contra la luna llena.

      Aquellos seres no parecían tener, por lo general, la menor intención de atacar a los hombres, aunque a veces se les responsabilizó de la desaparición de algún que otro osado individuo, sobre todo personas que levantaban casas demasiado cerca de ciertos valles o próximas a las cumbres de determinadas montañas. El asentamiento en muchos lugares se hizo poco recomendable; esta creencia perduró aún mucho después de olvidarse la causa. Un escalofrío se apoderaba de la gente al dirigir la mirada hacia algunos barrancos próximos en las estribaciones de aquellos siniestros y verdes centinelas, aun cuando no recordaran cuántos colonos habían desaparecido y cuántas granjas habían ardido hasta reducirse a cenizas.

      No obstante que, según las más antiguas leyendas, aquellas criaturas sólo atacaban a quienes violaban su intimidad, había relatos posteriores que dejaban constancia de su curiosidad respecto de los hombres y de sus tentativas por establecer avanzadillas secretas en el mundo de los seres humanos. Circulaban historias de extrañas huellas de zarpas vistas en las proximidades de las ventanas de alguna solitaria granja al despuntar el día y de alguna que otra desaparición en comarcas alejadas de los núcleos que se hallaban, evidentemente, bajo los efectos del hechizo. Historias, por lo demás, de susurrantes voces imitadoras del lenguaje humano que hacían sorprendentes ofrecimientos a los solitarios viajeros que se aventuraban por caminos y senderos abiertos en los frondosos bosques, y de niños aterrorizados por cosas vistas u oídas en los mismos linderos del bosque. En la etapa final de las leyendas —la inmediatamente anterior al declinar de la superstición y al abandono de los temidos lugares—, se encuentran sorprendentes referencias a ermitaños y solitarios colonos que en algún momento de su vida parecieron experimentar un repulsivo cambio de actitud mental, por lo que se les rehuía y rumoraba de ellos que se habían vendido a aquellos extraños seres. En uno de los condados del noreste, parece que hacia 1800, estuvo de moda acusar a todas aquellas personas que llevaban una vida retraída o excéntrica de ser aliados o representantes de las detestables criaturas.

      Por lo que se refiere a la naturaleza de aquellos seres, las posibles explicaciones diferían sobremanera. Por lo general, se les designaba con el nombre de “aquellos” o “los antiguos”, aunque otras denominaciones tuvieron un uso local y transitorio. Es muy posible que el grueso de los colonos puritanos viera en ellos, lisa y llanamente, a la parentela del diablo, hasta el punto de hacer de aquellos seres el fundamento de una especulación teológica inspirada en el terror. Quienes tenían sangre celta en sus venas —sobre todo el elemento escocés-irlandés de New Hampshire y sus descendientes asentados en Vermont gracias a los privilegios otorgados a los colonos en tiempos del gobernador Wentworth— los relacionaban con los genios malignos y con los “faunos”, que habitaban en las tierras pantanosas y en las fortificaciones orográficas, y se protegían de ellos por medio de fórmulas mágicas transmitidas de generación en generación. Sin embargo, las teorías más fantásticas eran, con gran diferencia, las de los indios. Si bien las leyendas diferían según las tribus, había una acusada tendencia a creer en ciertos rasgos característicos, y estaban unánimemente de acuerdo en que aquellas criaturas no pertenecían a este mundo.

      Los mitos de los pennacook, que por otro lado eran los más coherentes y pintorescos, indicaban que los seres alados procedían de la celeste Osa Mayor y tenían minas en las montañas de la tierra de las que extraían una clase de piedra que no existía en ningún otro planeta. No vivían aquí, señalaban los mitos, sino que se limitaban a mantener avanzadillas y regresaban volando con grandes cargamentos de tierra a sus septentrionales estrellas. Sólo atacaban a los seres terrestres que se acercaban demasiado a ellos o que los espiaban. Los animales los rehuían debido a un temor instintivo, no por miedo a que intentaran cazarlos. No podían comer ni cosas ni animales terrestres, por lo que se veían forzados a traer sus víveres de las estrellas. Era peligroso acercarse a aquellos seres, y a veces los jóvenes cazadores que se aventuraban en sus montañas no regresaban. También resultaba peligroso escuchar lo que susurraban al caer la noche sobre el bosque, con voces semejantes a las de una abeja que tratara de imitar la voz humana. Conocían las lenguas de todas las tribus —pennacooks, hurones, cinco naciones...—, pero no parecían tener ni necesitar una lengua propia. Hablaban con la cabeza, la cual experimentaba cambios de color conforme con lo que quisieran expresar.

      Todas las leyendas, ya tuvieran su origen entre los blancos o entre los indios, se desvanecieron en el curso del siglo XIX, a excepción de alguno que otro atávico resurgir. El estado de Vermont se fue poblando de colonos, y una vez levantados los habituales caminos y viviendas, según un plan fijado de antemano, sus habitantes fueron olvidando poco a poco los temores y prevenciones que los impulsaron a poner en marcha aquel plan, e incluso que hubieran existido tales temores y prevenciones. Lo único que sabía la mayoría de la gente era que ciertas comarcas montañosas tenían fama de insalubres, improductivas y, por lo general, que era poco aconsejable vivir en ellas, y que cuanto más lejos se estuviera de ellas mejor marcharían las cosas. Con el transcurso del tiempo, los trillados caminos que imponían la costumbre y los intereses económicos acabaron por arraigar tanto en los lugares en que se asentaron que no había por qué salir de ellos, y así, más por accidente que por designio, las montañas frecuentadas por aquellos seres permanecieron desiertas. Salvo durante alguna que otra rara calamidad local, sólo las parlanchinas abuelitas y los meditabundos nonagenarios hablaban ocasionalmente en voz baja de seres que habitaban en aquellas montañas; incluso, en aquellos entrecortados susurros reconocían que no había mucho que temer de ellos ahora que ya estaban acostumbrados a la presencia de casas y poblados, y que los seres humanos no los importunaban para nada en el territorio elegido por ellos.

      Hacía tiempo que sabía todo esto debido a mis lecturas y a ciertas tradiciones populares recopiladas en New Hampshire, por lo que cuando empezaron a correr los rumores sobre la época de la gran inundación, pude deducir con facilidad el trasfondo imaginativo sobre el que se habían levantado.

      Me esforcé en explicárselo a mis amigos y, a su vez, no pude menos que divertirme cuando ciertos individuos de esos que les gusta llevar siempre la contraria siguieron insistiendo en la posibilidad de que hubiera algo de cierto en aquellos rumores. Tales personas trataban de poner de relieve que las primitivas leyendas tenían una persistencia y uniformidad significativas y que la naturaleza de las montañas de Vermont, prácticamente aún por explorar, no hacía aconsejable mostrarse dogmático acerca de lo que pudiera habitar o no en ellas. Tampoco se acallaron cuando les aseguré que todos los mitos tenían unos conocidos rasgos característicos en común con los de la mayor parte del género humano, ya que venían prefigurados por las fases iniciales de la experiencia imaginativa que siempre producía idéntico tipo de ilusión.

      Fue inútil demostrarles a mis contrarios que los mitos de Vermont apenas diferían en esencia de las leyendas universales sobre la personificación natural que llenaron el mundo antiguo de faunos, dríadas y sátiros, inspiraron los kallikanzarai de la Grecia moderna y confirieron a las tierras incivilizadas, como el país de Gales e Irlanda, esas sombrías alusiones a extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de trogloditas y moradores de madrigueras. Resultó inútil, igualmente, señalar la aún más sorprendente similitud que guardaban con la creencia común entre los habitantes de las tribus montañosas del Nepal en el temible Mi-Go o “abominable hombre de las nieves”, que está espeluznantemente al acecho entre las cimas de hielo y roca de las altas cumbres del Himalaya. Cuando saqué a colación este dato, mis contrarios lo volvieron contra mí, alegando que esto no hacía sino demostrar una cierta historicidad real de las antiguas leyendas y que era un argumento más a favor de la efectiva existencia de alguna extraña y primitiva raza terrestre, que se vio obligada a ocultarse tras la aparición y predominio del género humano, y que era muy posible que hubiera logrado sobrevivir en número reducido hasta

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