La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968. vvaa

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La primera generación. Estudiantes que inauguraron la Facultad de Medicina de Bilbao en 1968 - vvaa

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estuviera oyéndola:

      –¿Está la médica? Que venga rápido, que corra, que el Sr. Crisantos está muy malo.

      Lo siguiente que sigo viendo es a mí misma conduciendo un coche recién comprado, detrás de un Renault 4L blanco, de noche, por una pista campo a través (para atajar) y llegar a otro pueblo. Estaba tan impactada que no me preguntaba ni a dónde iba, ni quiénes eran las dos personas del coche de delante, ni siquiera era capaz de pensar con qué me encontraría.

      Lo único que quería era llegar sana, pues, aunque solo hacía cinco días que tenía mi flamante Seat 127, mis prácticas habían acabado cinco años antes, cuando saqué el carnet en Bilbao.

      Angina o infarto, aquello me encontré. Manguito y fonendo como gran equipamiento y un botiquín básico que, muy previsora, me había preparado días antes, donde había una cafinitrina. Después, y rápidamente, en el coche del hijo al hospital.

      El hombre salió de aquella y yo..., también. Nos caímos bien desde el principio. Con el tiempo, hasta me enseñó una de sus cajas fuertes para tener a buen recaudo, y no en el banco, su dinero. Levantó un ladrillo rojo del suelo y debajo había un hueco, donde cabía más de un billete.

      Mi gente soriana, me enseñó a distinguir “dolor” de “daño”, cosa que me vino de perlas saber, y también me contaron que “estaba en Rusia” así, como suena. La película Dr. Zhivago se rodó en los campos de mis pueblos y aquel grupo de árboles en medio de la llanura por donde pasaba tres días a la semana para realizar la consulta en otro pueblo, era Varykino. Muchos de mis pacientes fueron extras. Yo no daba crédito, ¡con lo bonita que me había parecido a mí, Rusia, cuando vi la película!

      Todavía hoy, en mi cumpleaños y todas las Navidades, hay personas que me llaman para felicitarme, aunque hayan pasado cuarenta años.

      Como he mencionado anteriormente, el médico estaba disponible las veinticuatro horas del día, todos los días del año, excepto el mes de vacaciones, que siempre se disfrutaba, ya que el trabajo del ausente se le acumulaba al compañero del partido más cercano. Gracias a ese contacto podíamos tener una tarde o un fin de semana libre. Hoy día, eso sería totalmente imposible, pero en aquel momento no se le llamaba al médico por un resfriado a deshoras. Cuando te llamaban o localizaban para decirte que alguien estaba enfermo, lo estaba de verdad, ya podías correr.

      Hubo un mes, durante mi primer verano, que tuve prácticas intensivas: me acumularon todos los pueblos a derecha e izquierda de la carretera que une Soria y el límite de Zaragoza: tres partidos médicos. Para poder estar más a mano, tuve que ir a vivir a un pueblo localizado en la mitad del trayecto. Con esas tres nóminas, una fortuna para mí, me casé, y lo hicimos en Soria, en la Ermita de San Saturio, junto a los álamos del Duero como los vio Machado.

      Eduardo Úcar se acordará, porque vino desde Bilbao para estar con nosotros, no así José Luis Rubio que se casaba la semana siguiente. Eran dos entrañables amigos de aquellos años de Facultad, como la mayoría de los que nos acompañaron ya que, en Soria, había poca gente cercana.

      Una de esas personas fue mi compañero y vecino de trabajo, tan novato como yo, recién salido del horno de Zaragoza. Fue él, precisamente, el que me convenció para presentarme a las Oposiciones Nacionales para ser Medico Titular, en Madrid. Decía que, aunque aquello no fuese mi futuro, tenía que intentar aprobarlas, porque la vida da muchas vueltas.

      Lo hice, unas oposiciones de las de película en blanco y negro. Orales y escritas, con cinco miembros del tribunal mirándome y escuchándome. Aquel momento ocasionó el segundo subidón de autoestima que tuve. Debí de ir tan convencida de que aquellos exámenes no eran vitales para mí y, por lo tanto, tan relajada, que hice una exposición lo suficientemente buena como para que, al levantarme, me dieran la enhorabuena.

      ¡Que equivocada estaba! En efecto, aquellas oposiciones supusieron todo, para mi futuro y el de mi familia.

      Ya estábamos en los 80. Nació mi primera hija. Fui a Bilbao para tenerla junto a nuestros padres y allí, no solo vio la luz ella, yo también, cuando vi entrar en el paritorio de Cruces a Adolfo Uribarren, para atenderme.

      En el antiguo Hospital de Soria tuve unos buenos maestros, el jefe de Pediatría y el de Trauma, de los que intenté aprender lo que pude, yendo a pasar consulta con ellos, a días alternos, antes de pasar la mía en los pueblos.

      Buenos años de apertura política, aunque difíciles.

      Siempre en mi memoria aquel 23 de febrero del 81. Sola en mi casa de Soria (ya tenía permiso de Sanidad para vivir fuera del pueblo) con una niña de un año. Mi marido en Madrid haciendo lo que hoy sería un máster, en Ingeniería Nuclear, porque su titulación en Ingeniería Naval no servía demasiado para encontrar un trabajo, y la llamada de mi padre por la tarde para decirme que, si tenía algún aviso, fuese al cuartel de la Guardia Civil, para pedirles que me acompañasen al pueblo, que no se me ocurriera ir sola. Estábamos en pleno golpe de Estado. Un republicano de izquierdas asegurándose de que no le ocurriera nada a su hija, pidiendo la protección de, precisamente, la Guardia Civil.

      Así era entonces la gente de España, lógica, cabal y concienciada. Hoy, en cambio y a mi entender, tenemos a “casi” muchos, que opinan de “casi” todo y no saben “casi” nada de lo que es racional.

      A Soria dicen que se entra llorando y se sale…, llorando. También lo digo yo. En el 82 llegó otro cambio. Gracias a la estabilidad que me dio la oposición, pude ir detrás del trabajo de mi marido, a Ciudad Rodrigo, en Salamanca. Más lejos aún de Bilbao que Soria, pero era lo natural y además íbamos mejorando. Allí encontramos los amigos que conservamos toda la vida, esos en los que siempre se confía. Bonitos y agradables años. En el Clínico de Salamanca, nació mi segunda hija. Fue en aquellos años cuando comenzaron a ponerse en marcha las primeras “zonas básicas de salud” con horarios normales y cuando llegaron las primeras guardias centralizadas en lo que se llamaba, Centro de Salud, que en realidad era el consultorio rural más grande y céntrico de toda la zona.

      La gente charra es más reservada que la soriana, pero igual de respetuosa.

      Allí tuve que solicitar al delegado de Sanidad que me quitase del cupo un pueblo, cercano a los otros, pero separado por un risco peligroso y, de noche, bastante tenebroso. Cuando durante un aviso nocturno tenía que cruzarlo, me armaba con un bisturí (sí, como lo cuento), porque sin teléfono, en carretera y sola (aunque había centro de salud, íbamos solos a los avisos urgentes), si alguien te paraba, no había otra defensa. Nunca tuve un problema de ese estilo, pero más valía ser precavido.

      Eran tiempos en los que, en los despachos de las Delegaciones, no miraban, como ahora, la situación de los pueblos en un mapa para tirar una línea recta con la que calcular distancias. Entonces, oían más al médico, que hacía el trabajo y sabía de las dificultades para atender a todos de una forma lógica.

      Llegó 1987 y de nuevo decidimos mejorar, yéndonos a Burgos. Yo, al Centro de Salud de Medina de Pomar, siguiendo el camino del nuevo trabajo de mi marido: en la central nuclear de Santa María de Garoña. Para aquel entonces ya había entendido que el deseo de hacer una especialidad hospitalaria, aparte de haber sido incompatible con el planteamiento de vida familiar que teníamos, no me habría reportado grandes cosas como profesional. De alguna manera, tampoco envidiaba la vida de mis compañeros de Facultad, porque su día a día era bastante más estresante que el mío, aunque yo no hubiera llegado a jefe de Servicio ni a gerente de ningún estamento, ni a un puesto en la política del País Vasco. La contrapartida se basaba en que mi calidad de vida era la que me satisfacía.

      Pese a esto que digo aquí, me compliqué un

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