Color de noche. Alejandro Ramirez
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En una habitación de tal vez dos por tres metros, inaccesible y oculta desde hace mucho tiempo, se hallaban una pequeña biblioteca en perfecto estado, una mesa de madera basta, una silla en el centro del cuarto y, lo más asombroso, al menos para mí: sentado en la silla un cuerpo momificado, muy bien conservado, vestido con los hábitos de la orden que ocupó el convento. El cuerpo, recargado en la mesa, junto a un tintero y la caña de una pluma, se encontraba encadenado de pies y manos.
Platicando con los arqueólogos concluimos que el clima seco de la región y el ambiente casi anaeróbico del interior de la celda eran las causas de que tanto el cuerpo como los libros se encontrasen en tan buen estado. A causa del espacio tan reducido, primero se retiraría el cuerpo, para lo cual era necesario tirar totalmente el muro de adobe. El siguiente paso sería que mi asistente, un calificado bibliotecólogo y yo entraríamos a inventariar y clasificar los volúmenes hallados. Después, ya con tiempo, estudiaríamos cada libro.
Habríamos seguido este sencillo plan de trabajo si no hubiera sido porque al levantar el cuerpo se encontró un manuscrito debajo de éste. Desde luego, la curiosidad nos venció. Todos quisimos saber que era lo que el monje escribía cuando la muerte lo sorprendió.
Una prolija caligrafía llenaba varias páginas del papel ahuesado que, en cuadernillos de ocho, formaba el tomo encuadernado en piel que por largo tiempo estuvo oculto bajo el cuerpo de quien lo escribió:
Tenga el Señor piedad y misericordia de este humilde siervo que sin pecado es asediado por el Maligno. Obediente al mandato de su Ilustrísima, transcribo las visiones infernales que cada noche asaltan mi sueño hasta el punto que ya temo el momento en que la fatiga me obliga a cerrar los ojos.
Éste era el inicio del que parecía ser el diario del pobre hombre que tal vez fue encadenado por culpa de algunas pesadillas. No hay que olvidar que en el tiempo en que le tocó vivir, a los pobres neuróticos en lugar de darles tratamiento psicológico se les condenaba a la reclusión o, con demasiada frecuencia, a la tortura. Inmediatamente nació en mí cierta simpatía hacia quien parecía ser víctima de la ignorancia y la superstición. Por otra parte, bien comprendí ese temor a quedar dormido, pues de un tiempo acá mis noches se habían vuelto intranquilas. Aunque no recordaba mis sueños, sabía que algo terrible pasaba en ellos.
Durante dos días fotografiamos y ampliamos cada página del cuaderno. Con las fotografías en la mano inicié la transcripción de los —suponía yo— afiebrados sueños de aquel monje:
son millones de libros, nunca pensé que pudieran existir tantos… Un cuadro, que representa un paisaje pero con mucho mayor detalle y preciosura que los que adornan, Dios me perdone, la sala en que recibe su Ilustrísima y que una vez hace ya tiempo tuve el privilegio de visitar, brilla aun más que la luz que parece venir de todas partes. Ahora, el paisaje desaparece y en el marco que lo contenía se van formando palabras en una lengua que desconozco.
El texto continúa y conforme voy leyendo, aunque parezca increíble, me parece encontrar en las palabras escritas hace tanto tiempo la descripción de la biblioteca de la universidad en la que trabajo, las mesas de los investigadores con sus computadoras… El paisaje del que habla bien podría ser el tapiz de la pantalla de alguna de ellas; de hecho, tengo en la mía una hermosa fotografía de una cascada que yo mismo tomé con una cámara digital. No deja de asombrarme la exactitud de la descripción, desde luego que trato de interpretar lo que con su lenguaje el monje nos dice. Después de leer y releer decido que ha sido suficiente. Por fin pude recordar y entender las pesadillas que me atormentan, el frío, la luz de la vela y, sobre todo, el dolor que cada vez que escribo me producen los grilletes en la carne viva.
Y todo lo que el sueño
hace palpable:
la boca de una herida,
la forma de una entraña,
la fiebre de una mano
que se atreve.
X. VILLAURRUTIA
3
Allegro non molto
Los nudos son firmes pero no llegan a lastimarte; sin embargo, a pesar de los fuertes jalones que les das no te puedes liberar. La música parece que sale de todas las paredes de la habitación. Tratas de reconocer la melodía; no estás seguro, pero después de una breve duda lo confirmas, sí, es Chopin. Te parece increíble estar con ella. Desde que llegaron a su departamento prácticamente no te ha dejado hacer nada. Te desnudó y, después de acariciarte y besarte con intensa y sorprendente dedicación, te condujo a esta recámara en penumbra que apenas si has visto. Las lámparas en la pared de suave brillo ambarino casi no alumbran, no sabes ni de qué color son las paredes, pero ¿a quién le importa saber si el cuarto es rojo, azul o negro? Sólo tienes ojos para ella. Desde que te recibió no has podido apartar la vista de sus ojos, de su cabello, de su cuerpo y de su sinuoso y felino andar. Cuando la seguías del vestíbulo a la habitación sus nalgas parecían llevar el hipnótico ritmo de la flauta de un encantador de serpientes y tú eras la más dichosa de ellas. A través de la tela de su vestido, o más bien señalada por ella, distingues la hendidura que divide a esos dos rotundos hemisferios que a cada paso parecen invitarte al placer sin fin.
Sólo la intensa salivación y una pesadez inusual en el escroto te recuerdan que estás aquí y ahora y no soñando.
Te tiende sobre la cama, una muy amplia cama, la colcha amistosa te ofrece su confortable textura y cada célula de tu piel empieza a responder a los estímulos que las asedian. Fue en ese momento cuando te ató. Supones que las cintas con las que te amarra son de seda; de otro modo no podrían ser tan suaves y a la vez tan resistentes. Después de atar tus pies, su lengua inició lo que parecía un inacabable viaje, desde la suave piel del empeine pasando por el interior de tus muslos hasta la rigidez de tu sexo. Primero el calor de su aliento y luego la humedad de su boca al recibirte se convierten en una insoportable tortura. Cuando crees que ya no puedes más, se deja caer sobre tu dureza e inicia una indescriptible danza del vientre. Se inclina sobre tu rostro para pasear sobre él la contundencia de sus senos. Tratas de apoderarte de uno de ellos, pero tu boca no logra atraparlo. No tienes idea de cuánto tiempo ha pasado. Cada vez son más intensos tus esfuerzos por liberarte, pero también cada vez más inútiles. Finalmente tu cuerpo explota en el más intenso orgasmo que alguna vez hayas tenido. Ella se sigue moviendo, y tú, con los ojos cerrados, empiezas a recordar.
1
Adagio
Todas las tardes, cuando empiezas tu jornada, la encuentras en la oficina trabajando frente a su computadora con los audífonos conectados al walkman; su gesto de intensa concentración te desanima siquiera a saludarla. Hubieras pensado que ni estaba enterada de tu existencia, pero una tarde, una inolvidable tarde, esgrimiendo su encantadora sonrisa, te pide casi a gritos, quizá por tener puestos los audífonos, que le prestes tu encendedor, y tú que no tienes ni encendedor, ni siquiera una triste caja de cerillos, te sientes de lo más miserable por no poder atender su petición. Sin dar explicación sales corriendo a buscar quien te pueda ayudar. Buscaste por todo el edificio, pero fue inútil. Regresas con gesto de derrota para encontrar que ya tiene entre sus labios el cigarrillo encendido; algo balbuceas