¿Somos todos peronistas?. Sergio Berensztein
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Es habitual la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabilidad, comunes denominadores que permitan evitar los clásicos movimientos pendulares que nos caracterizan como sociedad. Pero por diferentes motivos seguimos postergando ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide, pero no está dispuesto a ceder nada”.
Sin embargo, no está claro qué se debe pactar, ni quiénes deben estar involucrados. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescindible que comprendamos qué es un pacto, sus alcances y beneficios.
Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimiento con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contubernio, una suerte de mala palabra.
Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrática y hasta la aplicación de modelos matemáticos a los estudios estratégicos. En particular, desde comienzos de la década de 1960, proliferaron una enorme cantidad de investigaciones que demostraron que los acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, sustentables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontativas.
La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrados. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego, que son la base de cualquier acuerdo, habrán de mantenerse. Por lo general, los argentinos priorizamos, tanto individual como colectivamente, el aquí y el ahora, al margen del impacto futuro de esos comportamientos tan cortoplacistas.
Un desafío que nuestro país tiene por delante en este terreno es el de la construcción de confianza, de affectio societatis, de sentido de pertenencia al sistema político y de respeto por el otro. El acuerdo puede ser una maravilla técnica y estar escrito de la mejor manera posible, pero si no existe una vocación explícita de cumplirlo por parte de los involucrados, no sirve para nada. Este es otro de nuestros grandes conflictos: estamos acostumbrados a que, tras la firma del acuerdo, la misma persona que lo rubricó comience a violarlo. Eso ocurrió, por ejemplo, con Menem y sus intentos de re-reelección.
La barrera más importante a romper, no obstante, es la de entender que uno pacta con lo que hay, no con lo que quiere. El acuerdo se hace con el diferente, con “el otro”, a quien hay que reconocerle legitimidad y representatividad. Ese sí es un obstáculo muy serio, pues en la Argentina tanto los partidos como las corporaciones, y en general la sociedad, están fragmentados. Esto dificulta no solo la negociación, sino la capacidad de hacer cumplir el contenido de lo acordado por parte de los miembros de un determinado grupo.
En consecuencia, administrar la “cosa pública” conlleva, por supuesto, hacer política. Sin embargo, algunos siguen defendiendo la tesis que supone que “aislarse de la política” o hacer las cosas como en el “sector privado” es mejor que meterse en el “fango”. Esto implica, ciertamente, desconocer la naturaleza de lo público y conspira, además, contra la posibilidad de aumentar el stock de capital político.
Lo público por definición es político. Esto no quiere decir que no existan instrumentos o prácticas del mundo privado que alimenten lo público y viceversa. Pero de ninguna manera se puede gestionar en el Estado de la misma forma que en el sector privado, porque son ámbitos absolutamente distintos.
Por esta razón, la política argentina debe hacer el esfuerzo por comprender que es necesario ceder para lograr por fin salir de la decadencia secular en la que estamos metidos y acordar reglas que nos permitan funcionar mejor. Se trata, nada menos, de buscar construir consenso, no de imponer la voluntad de unos pocos, ni ciertas lógicas a la gestión pública.
Puede o no salir bien, pero es una dinámica política en la cual uno tiene que resignar y pragmáticamente buscar puntos en común, comunes denominadores. Si seguimos en la postura actual de polarizar con el otro, lamentablemente la inercia política va a seguir generando gobiernos débiles. Y la agenda de desarrollo, la agenda más estratégica que este país continúa sin discutir, va a seguir siendo postergada.
La sociedad renueva su esperanza en las urnas
Como vimos, la esperanza es esa fuerza intangible que cada año electoral renueva la promesa de que las cosas pueden mejorar. Es una especie de energía renovada que le permite a la sociedad volver a tener expectativas, sentir que quizás esta vez será distinto.
Al margen de quiénes festejen en la noche de una elección, la sociedad espera ese momento con la ilusión de que algo va a cambiar. No importa si será con globos en Parque Norte o con bombos en el Obelisco: ese día importa la magia que impulsa a la ciudadanía a las urnas para ejercer libremente su derecho a elegir.
En este sentido, es preciso resaltar el bajo costo presupuestario que conlleva el proceso electoral si se tiene en cuenta el valor real y simbólico que se desprende de su resultado. Evidentemente, no es gratis, hay procesos administrativos previos y posteriores que tienen un costo, y lo deseable sería que el sistema fuera lo más austero posible. Sin embargo, por la importancia que tiene una elección para un país y la capacidad para otorgar legitimidad a los gobernantes, el sistema democrático no resulta para nada costoso y es, ante todo, efectivo. Se resume en un día: uno va, vota y listo.
Todo eso es posible gracias al sistema democrático, que todavía conserva esa facultad, a pesar de sus fallas y sus costos. Pero aquí podemos preguntarnos: ¿cuánto vale esa esperanza? ¿Cuáles serían las consecuencias de una sociedad despojada de la expectativa de que en una fecha, gracias a su voto, las cosas mejorarán? Aunque sea una parte. Eso es lo que creen muchos de los que van a votar y que a pesar de tantas desilusiones vuelven a confiar, una vez más, en la democracia.
En suma, este primer capítulo se concentró en un aspecto fundamental de la sociedad argentina: a pesar de la incapacidad de los distintos gobiernos para responder a sus demandas, la ciudadanía conserva una enorme confianza en el sistema.
No existe en el país ningún actor relevante que cuestione la lógica de la democracia, ni se vislumbra una rebelión o rechazo antielites como las que existen en otros países, aun con regímenes más maduros y, al menos hasta hace poco, formalmente más sólidos.
Y si bien no puede suponerse que esta situación vaya a durar eternamente, mirando lo que ocurre en la región y en el mundo, y considerando nuestra traumática historia de golpes militares y amagues autoritarios de izquierda y de derecha, vale la pena señalar la inexistencia de amenazas efectivas al orden democrático, y eso no es algo menor.
La democracia distribuye y construye poder, les da legitimidad de origen a los representantes del pueblo, construye recursos de capital político y renueva la confianza en la capacidad que tiene el sistema político de solucionar, al menos en parte, los problemas de la sociedad.
Y a pesar de todos sus defectos, el día que vamos a votar ratificamos nuestra decisión de vivir en un Estado de derecho, porque, como dijo el ex primer ministro británico Winston Churchill, “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”.
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