Odio Barcelona. Varios autores

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Odio Barcelona - Varios autores General

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panópticos sanitarios: «Los Mossos vigilan a tuberculosos para que no huyan de la terapia», reza un titular de El Periódico del 10 de octubre de 2007.

      Si una de las técnicas principales para curar la tuberculosis era la colapsoterapia —consistente en colapsar el pulmón, entendiendo que dicho reposo permitía que la enfermedad no avanzara—, en Barcelona seguimos la misma dinámica; aguantamos la respiración en una ciudad contenida, vivimos colapsados en medio de una aceleración en tiempo muerto: si los chaflanes de l’Eixample estaban diseñados para que cualquier vehículo pudiera girar con más facilidad, y a más velocidad, resulta que hemos abandonado esta idea de speed y nos hemos sumido en un estado letárgico. Barcelona se erige en una ciudad flemática; como una ciudad que contiene un pasado que no se expande, de una latencia que se transmite por el aire e infecta

      e infesta su día a día. Barcelona: flema agarrada, esputo paradigmático de una disfunción histórica, cargada de un pasado edificado en un exterior insalubre que nunca acaba por escupir todo su terrorífico esplendor.

      relaciones cibernépicas

      La presencia de un pasado glorioso en Barcelona parece hallarse en un completo estado de somnolencia; la ciudad intenta esconder la propia historia generando lo que podríamos denominar una relación cibernépica para con las gestas pasadas; una relación a distancia con el mundo épico debido a la constante sumersión en un mundo simulado. El recorrido virtual, el replay histórico, sólo atañe al intermitente turista.

      En el Passeig Lluís Companys no hay ni un solo fin de semana en el que no se organice un festival, una fiesta, una feria. Si en los Campos Elíseos de París, cada 14 de julio, las tropas pasan por el Arco de Triunfo, procurando no pisar la tumba al soldado desconocido, en Barcelona, lo que constituía la entrada a la caserna militar de la Ciutadella, nuestro Arco de Triunfo, desemboca ahora en el jolgorio de un parque que da cabida a otras tropas; a tamborileros, a perroflautas, a protohippies con sus rastas y sus bongos, a la Barcelona de pandereta.

      Allí montan el circo desde las «colles» sardanistas —en las que todos los que bailan dejan caer su peso en los brazos de uno que, pobre, normalmente también es el que vigila los bolsos mientras sonríe a la patria— hasta numerosas asociaciones que plantan sus casetas, que se reúnen bajo letreros que siempre empiezan por «Amics de…»; asociaciones constituidas para defender las causas más peregrinas, en una prolongación desviada del género épico que constata, una vez más, la imposibilidad de aparición de un personaje heroico que salve al mundo, la imposibilidad de recuperar un pasado glorioso que nos salve de todos ellos. Dichas asociaciones se comportan como una prolongación en el espacio público e institucional de un odio latente. Y mi pregunta es: ¿de dónde salen?, ¿tienen local? Quizá se ubican en alguna casita blanca; porque el asociacionismo promueve también la circulación parasitaria de una sexualidad reprimida; las asociaciones se convierten en un meublé en el que ir a ligar —conocí a mi marido Lluís en els Lluïsos de Gràcia— a la vez que se erigen en una manifestación grupal de la cultura de la queja; el esplai de un constante renegar, y, en algunos casos, por una causa que les es del todo ajena. Porque, precisamente, en Barcelona cuesta quejarse de lo propio, ya que lo propio ¿dónde está? Por suerte existe el leitmotiv de la «solidaridad entre pueblos»: el intercambio de reproches y de fluidos activa y alimenta estas asociaciones que buscan la excusa más insólita para salir a la calle y para llevar a cabo aquello tan inaguantable que descansa bajo la expresión «fer pinya». «Anem a fer pinya a favor del medi ambient!» Vaya panda de cocos. Con estos argumentos, ¿a quién van a convencer?

      Claro que la argumentación, la dialéctica, tampoco parece ser el fuerte de esta ciudad; recordemos que uno de los debates que tuvo más continuidad —quizá influido por el gusto por lo escatológico— fue una serie de cartas al director en las que se discutía sobre en qué posición debía colocarse el rollo de papel higiénico en el dispensador. Parecemos tontos del culo. La posibilidad de revivir la Barcelona épica se ha convertido en papel mojado; transitamos ya por una ciudad que pasa de pasado oscuro a castaño oscuro.

      el pijo aparte

      Mientras me ahogo y me quedo sin respiración en uno de mis ataques postasmáticos, aún tengo olfato para rastrear la huella del dinero, para elaborar una ruta por Barcelona que constata cómo ésta ha ido geográficamente in crescendo. Si antes la burguesía tenía como centro de operaciones la calle Montcada y la entonces señorial Nou de la Rambla —donde ahora se encuentra el Cangrejo Loco, sí— dibujándose como una de las zonas con más caché de la ciudad, las clases altas emprendieron un viaje ascendente que las llevó a subir por Passeig de Gràcia, luego Sarrià, la avenida Tibidabo, hasta llegar a la zona de Sant Cugat y alrededores. Esta expansión, este viaje cuesta arriba sin esfuerzo, este desplazamiento, parece producto de un miedo a la contaminación: un hacer pinya para preservar su ambiente alejado de la zona marginal del Raval. La riqueza se expande, se aleja de la insalubridad del centro de la ciudad, huye de él como de la tuberculosis. Y mientras, los ricos nos observan y maquinan desde la lejanía. Recuerdo ahora que Tibidabo proviene del latín tibi dabo, que significa «te daré». Y es que desde las alturas nos darán, y podemos intuir por dónde.

      Dicha expansión de la riqueza transita de forma interna desde la zona enemiga de Sant Cugat hasta la entrada subterránea a Barcelona que constituye la parada de Sarrià, —y en contrapartida con la popular y desmadrada renfe— mediante los puntuales Ferrocarriles de la Generalitat. Con aquellos hombres trajeados que te miran mal por el simple y común hecho de vestir mal. Aquellos, los mismos, que luego te encuentras en La Caixa y te sueltan un amigable «Parlem?». O bien con la incipiente —o quizás más que constituida— generación que se reproduce en los vagones reservados para los discípulos —imitadores y continuadores— de dichos hombres trajeados. Los emos vestidos de Harry Potter suben al tren; pseudoadolescentes insoportables, con sus americanas, con sus pantalones cortos, que regresan de sus escuelas de pago; niños con calcetines limpios, sin zapatos nuevos, de vuelta de todo.

      La bona gent huye del centro de la ciudad para ubicarse en las zonas residenciales; el buen salvaje se instala en los bosques de alto standing de La Floresta y Valldoreix. Como buenos «pijos aparte» se dirigen hacia una periferia que nada tiene que ver con la periferia doñajuaniesca imaginada por Bigas Luna. Mientras, en los edificios señoriales de l’Eixample perviven los padres de estos nuevos señoritos. Inquilinos seniles que transitan de forma interna del comedor de verano al comedor de invierno o se tumban en la cama aguardando la llegada de l’hereu. Y que quede claro, no odio Barcelona porque no haya ningún edificio de l’Eixample que sea mío. Odio Barcelona porque no tendré dónde caerme muerta.

      ataques de contemporansiedad

      Y encuentro lógico que se vayan, si esto resulta ser un caos que se ha zonificado como «can pixa». Como buenos herederos del gatcpac, continuamos aún con la idea de diseñar proyectos de pueblos, de ciudades, de zonas de descanso.

      Si la arquitectura se entiende como una obra que ofrece la posibilidad de una continua reactualización —en función de quién la observa y de quién la habita—, si la ciudad podría operar como escenario performativo, en Barcelona se entiende dicha reactualización no sólo a base de pico y pala, sino también a partir de la redefinición. Barcelona, como ciudad del rediseño, establece una relación incómoda con su propio pasado a la vez que se mueve en su obsesión por musealizar lo abstracto, por rediseñar lo que han sido espacios de represión bajo una iconofilia particular.

      Esta reconversión, esta obsesión por el espacio, entronca con las preocupaciones primigenias de lo que, se supone, es la posmodernidad, teoría en la que inicialmente prima el espacio por encima del tiempo y de la gestión de la memoria, entendida como una preocupación de la modernidad. En Barcelona nos comportamos como perfectos posmonerdos, o posmolerdos, como se prefiera. Seguimos a pie de obra las modificaciones arquitectónicas y urbanísticas de la ciudad, viviendo siempre en el suplemento de la Barcelona por venir; aquella que sigue quejándose, expectorando y

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