Jane Eyre. Charlotte Bronte

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Jane Eyre - Charlotte Bronte

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encerró por segunda vez en el cuarto oscuro y embrujado.

      Cuando acabé, me miró la señorita Temple durante unos cuantos minutos en silencio, y después dijo:

      —He oído hablar del señor Lloyd; le escribiré y si su respuesta corrobora tu versión, haré que te absuelvan públicamente de todas las acusaciones. Por lo que a mí respecta, ya estás absuelta, Jane.

      Me dio un beso y me mantuvo a su lado (donde yo estaba muy a gusto, pues sentí un placer infantil al contemplar su rostro, su vestido, sus escasos adornos, su frente clara, sus rizos brillantes y sus ojos oscuros y risueños), mientras se dirigía a Helen Burns.

      —¿Cómo estás tú esta noche, Helen? ¿Has tosido mucho hoy?

      —Creo que no demasiado, señorita.

      —¿Y el dolor de pecho?

      —Está algo mejor.

      La señorita Temple se levantó, le cogió la mano y le tomó el pulso, después de lo cual volvió a su butaca. Al sentarse, la oí suspirar con voz queda. Se quedó pensativa unos minutos, luego se animó y dijo alegremente:

      —Pero esta noche sois mis huéspedes y debo trataros como tales.

      Tocó la campana.

      —Barbara —dijo a la criada que acudió a su llamada—, todavía no he tomado el té. Trae la bandeja y pon tazas para estas dos señoritas.

      Pronto llegó la bandeja. ¡Qué bonitas me parecieron las tazas de porcelana y la tetera, colocadas en la mesita redonda junto a la chimenea! ¡Qué aromáticos el vapor de la infusión y las tostadas! Sin embargo, para mi disgusto (pues empezaba a tener hambre), de estas vi que había muy pocas, y la señorita Temple, dándose cuenta de ello también, dijo:

      —Barbara, ¿puedes traer un poco más de pan con mantequilla? No hay bastante para tres.

      Salió Barbara pero volvió al poco tiempo, diciendo:

      —Señorita, dice la señora Harden que ha mandado la misma cantidad de siempre.

      Sepan ustedes que la señora Harden era el ama de llaves, una persona muy del gusto del señor Brocklehurst, compuesta de ballenas y hierro a partes iguales.

      —Bien, entonces —respondió la señorita Temple—, tendremos que conformarnos, supongo, Barbara —al retirarse la criada, añadió con una sonrisa—: Afortunadamente, esta vez tengo medios para suplir la deficiencia.

      Habiendo invitado a Helen y a mí a acercarnos a la mesa, y colocado delante sendas tazas de té con una deliciosa, aunque escueta, tostada, se levantó y abrió un cajón, de donde extrajo un paquete envuelto en papel que, al destaparse, resultó contener una torta de semillas de tamaño respetable.

      —Pensaba daros un trozo para llevaros —dijo—, pero como hay tan pocas tostadas, debéis comerlo ahora —y se puso a cortar generosas porciones.

      Comimos la torta como si fuera néctar y ambrosía, y no era menos agradable la sonrisa de satisfacción con que nos observaba nuestra anfitriona saciar nuestros apetitos con las exquisiteces que tan generosamente nos había brindado. Una vez terminada la colación y retirada la bandeja, nos reunió de nuevo en torno al fuego. Nos sentamos una a cada lado de ella e inició una conversación con Helen que me pareció un privilegio presenciar.

      La señorita Temple siempre tenía tal aire de serenidad, un porte tan señorial y un lenguaje tan delicado que impedían que cayera en apasionamientos y emociones vehementes, y hacían que el placer de los que la miraban y escuchaban se tiñera de un sentimiento predominante de respeto. Así me sentí yo en aquella ocasión, pero Helen Burns me llenó de asombro.

      La comida reconfortante, el fuego cálido, la presencia y la amabilidad de su querida profesora, o algo más, algo de su propia mente única, habían despertado una fuerza dentro de ella. Esa fuerza brillaba en sus ardientes mejillas, que antes siempre había visto pálidas y exangües. También brillaba en la luz de sus ojos líquidos, que habían adquirido una belleza aún más llamativa que los de la señorita Temple, una belleza causada no por su color ni las largas pestañas, ni las cejas bien dibujadas, sino por su sentimiento, su profundidad y su esplendor. Se le asomó el alma a los labios y fluyeron las palabras de no sé dónde. ¿Es lo bastante grande y vigoroso el corazón de una chica de catorce años para contener tal fuente rebosante de elocuencia pura y fervorosa? Esas eran las características del discurso de Helen aquella noche memorable para mí. Parecía que su espíritu se precipitara para vivir tanto en muy poco tiempo como muchos en una larga existencia.

      Conversaron sobre temas de los que yo nunca había oído hablar, de naciones y épocas pasadas, de países lejanos, de secretos de la naturaleza descubiertos o intuidos. También hablaron de libros, ¡cuántos habían leído! ¡Qué grandes conocimientos poseían! Además, parecían conocer muchísimos nombres y autores franceses. Pero mi asombro alcanzó su cenit cuando la señorita Temple le preguntó a Helen si dedicaba algún minuto a recordar el latín que le había enseñado su padre, y cogiendo de una estantería un libro, le pidió leer y traducir una página de Virgilio. Obedeció Helen, y mi capacidad de admiración aumentaba con cada renglón que recitaba. Acababa de terminar cuando sonó la campana para anunciar la hora de acostarse. No podía haber demora, y la señorita Temple nos abrazó a las dos, diciendo al mismo tiempo:

      —¡Que Dios os bendiga, hijas mías!

      Abrazó a Helen un rato más que a mí, la soltó de mala gana, la siguió con la vista hasta la puerta, suspiró apenada por ella y por ella enjugó una lágrima en su mejilla.

      Al llegar al dormitorio, oímos la voz de la señorita Scatcherd, que estaba registrando los cajones. Acababa de abrir el de Helen Burns y, cuando entramos, saludó a Helen con un mordaz reproche y le dijo que al día siguiente habría de llevar media docena de prendas mal dobladas sujetas en el hombro.

      —Mis cosas estaban realmente desordenadas —murmuró Helen en mi oído—. Pensaba ordenarlas, pero se me olvidó.

      A la mañana siguiente, la señorita Scatcherd escribió con letras claras la palabra «Desaliñada» en un trozo de cartón, que fijó como si fuera un amuleto en la amplia frente dócil, bondadosa e inteligente de Helen. Lo llevó esta hasta la noche, pacientemente y sin resentimiento, considerándolo un castigo merecido. En cuanto se retiró la señorita Scatcherd después de las clases de la tarde, corrí hacia Helen, lo arranqué y lo tiré al fuego. La rabia que ella era incapaz de sentir me había reconcomido el alma todo el día y grandes lágrimas ardientes me quemaron las mejillas, porque el espectáculo de su triste resignación me llenó de una pena indecible.

      Aproximadamente una semana después de los incidentes relatados aquí, la señorita Temple recibió respuesta del señor Lloyd, al que había escrito; parece ser que lo que dijo corroboró mi versión. La señorita Temple reunió a toda la escuela y anunció que se habían investigado las acusaciones hechas contra Jane Eyre y que se complacía en declararla totalmente absuelta de todas las imputaciones. Las profesoras me estrecharon la mano y me besaron, y un murmullo de placer recorrió las filas de mis compañeras.

      Liberada de esta manera de tan pesada carga, me puse enseguida a trabajar de nuevo, decidida a enfrentarme con todas las dificultades que se me presentasen. Me esforcé mucho, y mis esfuerzos tuvieron el éxito correspondiente. Mi memoria, de natural no muy buena, mejoró con la práctica, y los ejercicios me agudizaron la inteligencia. Al cabo de unas semanas, me subieron de clase y en menos de dos meses se me permitió iniciarme en francés

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