Crímenes en el crepúsculo. Francisco Prieto Echaso

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Crímenes en el crepúsculo - Francisco Prieto Echaso Narrativa contemporánea

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negocia! —Enrique.

      Desde luego, me advirtieron que tenía que ofrecer mucho menos que cinco millones, negarme, en todo caso, a que fuesen veinte millones aunque me quedase en dieciocho. Les dije que procuraría que no pasaran de dieciocho con toda intención: qué cara, coño, qué expresiones las suyas. No exagero al decir que uno y otro quedaron horrorizados y me temo, por no afirmar que estaba seguro, que cuando estuvieran a solas se preguntaran el uno al otro si, de veras, estaban dispuestos a pagar esa cantidad. Bueno, no se lo plantearían así sino que establecerían no pocas hipótesis sobre un auxilio que rescatase a Cecilia sin que perdiesen más que un dinero para untar a los policías y a mí. Pienso, ay, Dios, dicen que el león cree que todos son de su condición, que se habrían dicho en perfecto acuerdo, “con que el riesgo de que la maten sea mínimo, al fin que aunque paguemos existiría ese riesgo”.

      Bebimos los tragos. Elsa se sirvió una copa de Tío Pepe y en un momento en que Enrique fue a mear, me dijo:

      —Cuando regrese Cecilia supongo que lo vamos a celebrar en nuestro hotelito de la avenida Central.

      Le dije a Elsa que eso esperaba. La miré a los ojos, di un salto veinte años atrás, qué mirada fría la suya y supe que antes no era así. Si en aquellos años yo le hubiera puesto interés… ¿Habría podido evolucionar de otra manera? ¿Acaso yo también?

      Enrique regresó para invitarme a una partida de ajedrez. Rehusé y me despedí.

      Llegué a casa y me sobrecogió el silencio.

      Desde que mi mujer me abandonó, la casa se fue volviendo, progresivamente, sin que me diera cabalmente cuenta, hostil. Linda y yo no habíamos tenido hijos. Fue decisión de ella y mía también porque acaté sin más. Entonces no me hubiera importado tener uno o dos hijos, ahora me alegro. Me alegra no tener obligaciones, pienso que traer hijos a este mundo que no tiene salida es un error. En realidad, Linda y yo no creamos más vínculos que la pasión carnal, irrefrenable, impetuosa que nos unió. Durante muchos años ni siquiera nos percatamos de que fuera de ello, de que nos caíamos bien —¿irán ambas situaciones de la mano?—, y éramos una buena pareja de baile y de frontón, ateos los dos, teníamos que propiciar otros nexos aparte de participarnos algo de cuanto sucedía dentro de nosotros, sobre todo nuestros miedos. Pero enfrascados cada uno en el trabajo, no nos dimos tiempo. Mientras fuimos muy jóvenes un fin de semana, acaso diez días en el trópico eran suficientes para reavivar la pasión y entre la cama, la nadada, los raquetazos y los restaurantes volvíamos a sentirnos los amantes de Verona. Luego, un día, así suele suceder, yo me ligué a X, luego a Y, luego a Z y el nuevo hábito me fue quitando el apetito de Linda que, ya no recuerdo cuándo, conoció a un político de tendencias izquierdistas, representante por el Estado de Texas e inició un affaire.

      Paso poco tiempo en casa y, cuando estoy, leo algo, reportajes, novelas policiacas, veo películas de Lubitsh, de Milestone, de Mamoulian, de Mankiewickz…, en fin, ese cine americano tan bien armado, dramatizado, sin que nada sobre ni falte, o dejando lo que falte a la imaginación del espectador. También oigo jazz, el jazz pianístico de Brubeck, de Peterson, de Jarrett, con frecuencia me sumerjo en el violín de Grappelli… Estoy en casa. Espero el timbrazo del teléfono o el tema del tercer hombre de mi celular, necesito que me espanten el tedio, me pongan en movimiento, revivan a este cadáver todavía ambulante. Uno se cansa también de vivir, aun cuando se goce de buena salud, se tenga un empleo excitante y una cuenta nada despreciable en el banco.

      En espera del telefonazo fui al bar, me serví una cantidad generosa de Jameson, puse un concierto en vivo de Oscar Peterson. Luego me dejé caer, vaso en mano, sobre mi reposet. Me di cuenta de que la flojera se había apoderado de mí, que era intolerable, que la única salida… era refugiarme en el odio que experimentaba por Elsa y por Enrique.

      Un odio gratuito. ¿Era yo el único poseído de este imperativo? Paladeaba en sorbos pequeños el whiskey y pasaba revista a las criaturas más objetivamente execrables que acudían a mi mente. Una galería de asesinos sanguinarios desfilaba y se cruzaban sus vidas y yo me percataba de que lo que repudiaba en ellos era el gesto soez, su objetiva fealdad, su falta de clase… Qué diferencia con el crimen de Lafcadio Wluiki, pero éste no experimentó el odio que germinaba dentro de mí, que venía echando raíces quién sabe desde cuánto tiempo atrás sin que yo me diera cuenta plenamente. Y ahora el odio tenía otro objetivo: esas personas que, como yo, habían pasado tan graciosamente por la vida, impermeables al dolor y, hasta eso, con una capacidad de asumirse como gente feliz. Despreciaba y a un mismo tiempo envidiaba a los arraigados, los que pueden presumir de un país, de una religión, que no tienen que dar cuentas a nadie, vamos, que no tienen que crear artificios para vivir, planes de existencia, ser creadores de una especie de destino. Y pensé que por qué yo era presa de este sentimiento irracional que no iba, siquiera, acompañado del desánimo, que no anunciaba la depresión. Soy ese sobreviviente que disfruta de un buen whiskey, de acompañar y degustar el asado con un tinto, de coronar la comida con café espresso y una copa de coñac; de regocijarse, incluso, con sus mentiras. Me hice muchas preguntas pero ninguna encontraba respuesta. El hecho simple es que me animaba una rebeldía sin asideras y no alcanzaba a descifrar contra qué o contra quién. Quizás me complicaba inútilmente y todo se debía a la fatiga, de estar estacionado en tiempo presente, vaciado de un pasado que pudiera conducir a alguna parte.

      Así me encontraba cuando sonó el teléfono. Lo primero que me dijo el de la voz era que le encantaba que la negociación fuera conmigo. Le respondí que sería difícil, espinosa, que Elsa y Enrique eran unos hijos de puta, “lo digo en serio, no dudaría que se estén resignando ya a perder a su hija, quiero decir, si piden demasiado”, y el de la voz qué cosa era pedir demasiado, yo “pedir demasiado”. Entonces, el de la voz me dio una detalladísima relación de los haberes de la pareja a los que añadió la fortuna que estaba en proceso, algo de lo que ni ella ni él me habían hablado, que ignoraba que venían haciendo desde mucho tiempo atrás y de que, a pesar de los riesgos, siempre habían salido bien librados. Supe, entonces, que Elsa y Enrique habían usado a pobres diablos para trabar diversas pirámides de inversores, que cuando los promotores caían, cuando iban con él para exigir fondos que exigían los clientes, eran asesinados. El asesino, me confía el de la voz, trabaja para su banda. Ahora, directamente, añadió, los “cabrones” han venido tejiendo una cadena de inversores de altos vuelos donde están implicados hombres de negocios, políticos, la orden religiosa de los legionarios de Cristo —o, al menos, dos de las figuras más próximas al fundador, no podía precisar si la orden estaba implicada o era a título personal—, personas ligadas al antiguo partido oficial mexicano y funcionarios actuales del gobierno de Guanajuato. El de la voz me dice que cuanto puedo imaginar que ellos pidan sería poco, así que me daban siete días como máximo para hablar con Elsa y con Enrique y pactar una cantidad adecuada. Dijo que estaríamos en contacto y puso punto final a la conversación.

      Sentí, en un principio, una desasosegada sensación de desgano. Luego me pregunté cuánto podrían pagar Elsa y Enrique por la vida de Cecilia, cuánto dinero en efectivo tendrían en sus cuentas de banco, tanto corrientes como de inversión. De cuánto podrían disponer en el plazo ordenado. Al recordar que estaban metidos en un negocio como gestores de inversión, pensé si, acaso, no tendrían conexiones con algún grupo de narcotraficantes. Deseché la idea porque, sencillamente… Luego rectifiqué, me dije que era no sólo posible, sino probable que los dos blanquearan dinero. A través de sus relaciones era de creerse que les hubiera llegado una propuesta y dado su talante no veía por qué no la habrían aceptado. Cuando uno no tiene el instinto de poder, de hacer dinero, a uno le es difícil percatarse de que haya gente así. En mi caso ha ganado el instinto de aventura y del placer de modo que el dinero ha quedado supeditado siempre a tener lo suficiente para darme mis gustos, en realidad modestos. Mi ideal económico se ha centrado, hace ya demasiados años, en contar con un buen sueldo, ahorrar con inteligencia en función de un imprevisto y del día de mañana y hacerlo en inversiones que representasen un riesgo mínimo. Sólo de pensar el transcurso de una vida al tanto de

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