Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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La doctora Kienle agarró el podio con ambas manos y habló con voz fuerte, clara y enérgica, a pesar de que casi todas las frases eran interrumpidas por silbidos y abucheos del público. Mildred escuchaba con atención, empeñada en aprender todo lo posible. La doctora continuó, pero cuando acabó la charla y se ofreció valientemente a un turno de preguntas, el profesor dijo que no con la cabeza y la sustituyó en el podio. Sus comentarios finales fueron sofocados por otro estallido de silbidos y soeces abucheos mientras un hombre más joven acompañaba a la doctora fuera del estrado. Mildred se sumó a los atronadores aplausos del resto del público, deseando que la doctora Kienle los oyera y supiera que contaba con simpatizantes en la sala. Mientras tanto, los camisas pardas abandonaron la sala dando zancadas con brío militar, ufanos y sonrientes, satisfechos de haber puesto a la doctora en su sitio.
Y en ese momento Mildred comprendió que las mujeres francas e independientes eran una más de las categorías de indeseables que había que suprimir para que los nazis rehicieran Alemania a su imagen y semejanza.
Capítulo cinco
Septiembre de 1931-enero de 1932
Greta
Los meses siguientes a su furibunda separación, Adam envió a Greta cartas afligidas deshaciéndose en disculpas y pidiéndole perdón por no haberle revelado de inmediato la verdad sobre su complicada relación con las hermanas Marie y Gertrud Viehmeyer, su primera esposa y la segunda. Te juro que te lo habría dicho antes de hacernos amantes si nuestra relación hubiera avanzado a un ritmo normal, escribió, pero la pasión nos arrolló a los dos. Caí rendido ante ti muy pronto, y quería evitar perderte a toda costa.
Sus cartas le despertaban excitantes recuerdos de los meses de pasión compartida, pero los apartaba a viva fuerza. De nada sirve que me expliques tus líos domésticos a estas alturas, respondió ella. No tengo el menor interés en sumarme a tu ménage à trois.
Después de echar la carta al correo se le ocurrió que habría dejado las cosas más claras si no le hubiese respondido, pero estaba enfadada y quería reprenderle.
No es un «ménage à trois», protestó él en su carta de respuesta. Marie y yo estamos divorciados. Con Gertrud me casé más tarde. Marie es mi primera mujer, la madre de mi único hijo y mi cuñada, pero no tenemos absolutamente ninguna relación sentimental. Hemos mantenido la amistad porque nos interesa profesionalmente, pero, sobre todo, porque es lo mejor para nuestro hijo.
Greta contraatacó: Nada de lo que me cuentas hace que estés menos casado con Gertrud.
La respuesta de Adam la confundió: Cariño, tienes razón al decir que mi matrimonio, por poco convencional que sea, es, en efecto, un matrimonio. Y después, como si lo lógico fuera que cualquier persona razonable se quedase satisfecha con esto, cambió de tema y pasó a describir largo y tendido un nuevo proyecto en el que esperaba embarcarse enseguida con Günther Weisenborn, el brillante autor de la obra antibelicista U-Boot S4, que los nacionalsocialistas habían tachado de propaganda pacifista cuando se estrenó en 1928.
Adam concluía con tono de lamento: Por desgracia, creo que tendremos que aplazar nuestra colaboración hasta que Weisenborn termine de adaptar La madre de Gorky para Piscator. Ya se ha decidido que el director sea Brecht y Helene Weigel la protagonista. Si me has perdonado para entonces, me encantaría acompañarte al estreno. Si sigues enfadada, ven de todos modos y disfruta viendo cómo me reconcomen los celos por no haber participado en la producción de la obra.
Rabiosa, Greta tuvo ganas de tirar la carta a la basura, pero no podía resistirse a devorar todas y cada una de las palabras. Weisenborn era uno de los autores teatrales más prometedores de Alemania, Erwin Piscator uno de los productores y directores más cualificados, radicales e influyentes. Bertolt Brecht —dramaturgo, asesor de repertorio, ganador del prestigioso premio teatral Kleist y el hombre al que Adam consideraba su principal rival— había recibido el elogio de la crítica por haber transformado la literatura alemana, dando a la era de posguerra «un nuevo tono, una nueva melodía, una nueva visión». Helene Weigel era su esposa, una judía austriaca de increíble talento, estrella en alza y comunista pertinaz.
¿Cómo no iba Greta a quedarse cautivada con una carta que interpolaba todos estos nombres con semejante familiaridad? Adam conocía a todas las personas a las que Greta anhelaba conocer, prosperaba en el mundo que deseaba hacer suyo. Se lo imaginó sujetándole la puerta de la entrada de artistas y haciéndole señas para que pasara a ese mundo. Podía estar allí con él, pero ¿a qué precio?
Intentó ensimismarse en su trabajo y dejarse de fantasías sentimentaloides sobre el de Adam, pero cada vez que su casera le deslizaba un sobre nuevo por debajo de la puerta triunfaba la curiosidad. Por fin, después de varios meses de enviar respuestas cortantes a las cartas cada vez más detalladas y atractivas de Adam, Greta accedió a quedar con él para tomar un café.
Había transcurrido más de un año desde aquella aventura de dos meses, y esperaba que la intensa atracción que había sentido por él se hubiera debilitado con el paso del tiempo. Pero nada más entrar en el café y verle sentado a una mesa enfrente de la ventana, resurgieron todos los sentimientos de antaño. Tuvo que hacer un alto para serenarse antes de cruzar el local para ir a su encuentro. Se preguntó cuánto tiempo llevaría esperándola. Y, a continuación, si le habría dado esa mañana un beso de despedida a su esposa y le habría dicho con quién había quedado más tarde… y el corazón se le endureció.
Adam se levantó al verla llegar, y aunque Greta se había hecho el firme propósito de considerar el encuentro como un asunto estrictamente profesional, antes de que pudiera darse cuenta Adam le había cogido las manos y le estaba dando un beso en la mejilla. Se quedó paralizada por unos instantes, presa de un nostálgico anhelo, pero enseguida se zafó, susurró un saludo y se sentó. Adam logró esbozar una sonrisa mientras se sentaba, pero Greta se dio cuenta de que su frialdad le había decepcionado.
—¿Qué tal te ha ido todo? —preguntó Adam, inclinándose hacia delante y escudriñando su rostro.
Greta recordó aquella expresión intensa, el calor que antaño le recorría el cuerpo cada vez que la miraba.
—Bastante bien —dijo echando un vistazo al menú. Si le sostenía la mirada, sus propósitos se evaporarían como la niebla con el sol—. ¿Estás tan ocupado como se desprende de tus cartas?
—Más aún. Y tú, ¿has estado escribiendo tu novela?
Se quedó tan sorprendida que se rio.
—No. ¿Qué novela?
—La que dijiste que esperabas escribir algún día.
—Bueno, algún día.
Se encogió de hombros y dobló la muñeca como diciendo que era un disparate intentar predecir el futuro.
—Pero habrás estado escribiendo, espero.
—Bueno… —titubeó—. Anoto pensamientos y observaciones cada vez que me viene la inspiración. Después me golpea la certeza de que en realidad hay que llevar algo a término para escribir unas memorias, y que no soy más que una antigua promesa de veintiocho años a la que le ha lucido muy poco, y tiro la pluma y aparto los papeles de un manotazo.
Adam frunció el ceño.
—Eres demasiado dura contigo misma. Tú sigue, y bajo ningún concepto destruyas lo que lleves escrito, sea lo