Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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A esta cita siguieron otras, y Mildred no tardó en darse cuenta de que se había enamorado de él hasta los tuétanos. Y, a su vez, descubrió que aquel hombre, superior a todos cuantos había conocido, la amaba, la admiraba y la respetaba.
El sábado 7 de agosto de 1926, dos días después de que Mildred aprobase los exámenes del máster, Arvid y ella se casaron en una ceremonia al aire libre en la granja de su hermano Bob, setenta hectáreas de tierra a unos treinta kilómetros al sur de la universidad. Durante dos años la pareja trabajó, estudió y disfrutó de la dicha de los recién casados en Madison, pero cuando la beca Rockefeller de Arvid llegó a su fin en la primavera de 1928, comprendieron que no podían permitirse que ella le acompañase de vuelta a Alemania.
—Venga, hagamos otra vez las cuentas —había dicho Mildred, estudiando las pulcras columnas de notas y cálculos escritas con la esmerada caligrafía de Arvid en un cuaderno amarillo, cálculos de los ingresos de su marido y presupuestos de los gastos de ambos ajustados a la desmesurada inflación de Alemania. Cuando Arvid le pasó el lápiz con una sonrisita irónica, Mildred se rio y añadió—: Aunque supongo que un doctorando de Económicas será capaz de calcular un simple presupuesto familiar.
Arvid se quitó las gafas y se frotó los cansados ojos.
—A mí también me angustian los datos, liebling, pero es lo que hay. No puedo mantenerte, solo soy un doctorando, y dado el estado de la economía alemana, no podemos dar por hecho que vayas a encontrar trabajo allí.
Mildred alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.
—Pues entonces buscaré trabajo en la universidad aquí, en Estados Unidos, y miraremos cada céntimo hasta que podamos permitirnos estar juntos.
Mientras tanto, tendrían que vivir separados.
Cuando Arvid volvió a Alemania a seguir con sus estudios en la Universidad de Jena, Mildred se mudó a Baltimore para dar clases en Goucher College. Los largos meses de soledad y añoranza habían transcurrido despacio, pero en primavera Mildred había obtenido una beca de estudios para hacer el posgrado en cualquier universidad alemana de su elección. Sumando su estipendio al dinero que habían ahorrado, por fin podían permitirse que se fuese a vivir a Jena con Arvid.
Ahora, con el trayecto desde ultramar a sus espaldas, por fin volvían a estar juntos… y, si de ella dependiera, jamás volverían a separarse.
Cogieron su equipaje y subieron al tren que salía del puerto con destino a Bremen, donde Arvid sugirió que salieran a ver la ciudad para que estirase las piernas. Aunque Mildred tenía los ojos clavados en el añorado rostro con el que llevaba meses soñando, a menudo se le iba la vista a la preciosa ciudad. Admiró los altos edificios, terminados en punta y con entramado de madera, que flanqueaban las aceras empedradas, las plazas radiantes y cuidadísimas y las ventanas rebosantes de geranios alpinos colorados, peonías blancas y hiedra verde. Había bicicletas por doquier y se oía la incesante melodía de sus timbres, pero de vez en cuando también pasaba algún automóvil calmoso y hasta algún que otro coche de caballos.
—¡Qué pintoresco es todo! —exclamó Mildred, apoyando por un segundo la cabeza en el hombro de Arvid mientras paseaban cogidos del brazo—. ¡Y mira que se empeñó Greta en que rebajara mis expectativas!
Arvid enarcó las cejas.
—¿Greta Lorke denigró su propia patria?
—No exactamente —dijo Mildred. Le hacía gracia la tendencia de Arvid a asumir instintivamente lo peor de su antigua rival académica. Por supuesto, la lealtad de Mildred era para Arvid, pero le había tomado mucho cariño a Greta después de que se conocieran en el Friday Niters, el famoso grupo de estudiantes de posgrado y profesores que estudiaban las políticas económicas, laborales y de bienestar social y ayudaban a los legisladores del estado de Wisconsin a redactar anteproyectos de ley de talante progresista. Mientras que Mildred era alta, esbelta y rubia, Greta era menudita y tenía curvas, ojos oscuros y cabello moreno, que llevaba peinado en una melenita ondulada. Tenía los pómulos marcados y una boca carnosa diseñada para esbozar sonrisas cálidas y atractivas, pero había en su actitud cierta cautela que sugería que estaba acostumbrada a los conflictos.
—Greta me dijo una vez que se temía que mi idea de Alemania venía de vuestra poesía, vuestras novelas y vuestros cuentos de hadas —le explicó Mildred—. Me advirtió que tengo una perspectiva romántica e idealizada, y me aconsejó que leyera la prensa alemana para enterarme, por mi bien, de cómo es la verdadera Alemania.
—Todo un presentimiento.
—Pero fue un buen consejo. ¿Por qué no iba a aprender todo lo que pueda sobre tu hogar?
Mildred sabía que Alemania no era perfecta, que, como Estados Unidos, se enfrentaba a muchos problemas económicos, políticos y sociales, pero ahora, mientras recorría Bremen con Arvid, sintió un gran alivio. Greta, su querida, inteligente, seria y escéptica Greta, le había pintado un panorama demasiado inquietante de su país.
Mildred y Arvid se fueron de Bremen justo cuando las campanas de la catedral de San Pedro daban las doce del mediodía. El sol brillaba luminoso en lo alto de un perfecto cielo azul cuando partieron en el rutilante Mercedes descapotable que Arvid le había pedido prestado a un primo suyo. Bosques y tierras de labranza, cerros ondulantes y coquetas aldeas… durante varias horas, el precioso paisaje conquistó la atención de Mildred, pero después de que parasen a comer en Hanóver y siguieran con rumbo sudeste a través de la Baja Sajonia, empezó a sentir que la invadían los nervios cada vez con más frecuencia. Aunque Arvid jamás alardeaba, Mildred sabía que su distinguida familia gozaba de respeto y admiración en toda Alemania, en especial en círculos académicos, políticos y religiosos. Eran, como decía Greta, la realeza intelectual. Los orígenes de Mildred eran mucho más humildes. Su padre, un apuesto, infiel e irresponsable diletante, amigo de dejarse el sueldo en el hipódromo, había sido incapaz por naturaleza de conservar ningún empleo demasiado tiempo. La madre de Mildred, una seguidora de la iglesia de la ciencia cristiana inteligente y capaz, había mantenido a la familia trabajando de empleada doméstica y alquilando habitaciones, pero, a pesar de todos sus desvelos, la familia se mudaba cada año poco antes de que los caseros reclamasen los alquileres atrasados.
Mildred se preguntó cuánto le habría contado Arvid a su familia de todo esto. Aunque en sus cartas siempre se habían mostrado cariñosos y corteses con ella, Greta le había avisado de que los Harnack y su extenso clan de Bonhoeffers y Dohnányis tal vez la recibieran con frío desdén.
Empezaba a caer la tarde cuando el Mercedes prestado cruzó las montañas Harz para descender a las colinas de Turingia oriental. Al llegar a Jena, Arvid señaló la universidad, la plaza de la ciudad y otros lugares importantes por los que pasaron de camino a su hogar de la infancia. Al cabo de un rato, se detuvo delante de un edificio alto de entramado de madera, blanco, con postigos negros y con balcones en los dos primeros pisos que conectaban las dos alas perpendiculares. La madre de Arvid se había mudado con sus hijos a esta casa cuando Arvid tenía catorce años, después del suicidio de su padre. Mildred respiró hondo para calmarse