Verdad, valores, poder. Joseph Ratzinger
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Muy parecida es la actitud de Rorty. Es tan relativista como la de Kelsen y aún más huera. Al valor le resulta imposible levantar cabeza, ahogado ahora en un mar de frivolidad, futilidad, ligereza, insubstancialidad e intrascendencia. Tras el ocaso de la utopía comienza a propagarse un frívolo nihilismo de funestas consecuencias. Spaemann cree que Rorty es el principal defensor de la utopía banal y el más encendido propagador de un tipo de sociedad liberal en la que no tienen cabida los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados. El único valor incuestionable es el bienestar. La invitación paulina «aspirad a los bienes de arriba», es sustituida por la nietzscheana «permaneced fieles a la tierra».
El punto esencial de la democracia es, según Rorty, la libertad. No parece haber razones de peso para rechazar una proposición tan pacífica. El problema está en el tributo que se pide a cambio. Nada menos que el bien, y con él los demás valores, deberán desaparecer del horizonte democrático. El valor representa un peligro para la libertad, pues señala una frontera infranqueable que recorta sus alas. De ahí la necesidad imperiosa de tomárselos a broma y unir la democracia y el relativismo. El único criterio de la moral y el derecho de que dispone la democracia es la convicción mayoritariamente compartida. Es difícil no estremecerse y sentir una sacudida interior, un como renitente repeluzno, ante una doctrina que convierte el principio mayoritario en fuente de la verdad y el bien. Su legitimidad para determinar la titularidad del poder está fuera de toda duda. Pero transformarlo en fuente de moralidad significa concederle prerrogativas que no tiene y dejar expedito el camino a la arbitrariedad y el atropello. A Rorty no se le escapa esta dificultad. No puede evitar la insatisfacción que le produce su propia doctrina. De ahí su confesión sorprendente de que la razón que se orienta por el juicio de la mayoría incluye siempre ciertas ideas intuitivas, por ejemplo, el rechazo de la esclavitud. «En eso se engaña, dice J. Ratzinger. Durante siglos, e incluso durante milenios, el sentimiento mayoritario no ha incluido esa intuición y nadie sabe durante cuánto tiempo la seguirá manteniendo»[4]. Y en otro lugar añade: «La evolución de este siglo nos ha enseñado que no hay una evidencia así como fundamento firme y seguro de la libertad»[5].
Kelsen y Rorty propugnan una democracia y una libertad vacías. La primera no tiene otro cometido que asegurar la división y transmisión del poder, y la segunda persigue crear un ámbito social sin obstáculos que permita al individuo moverse en todas las direcciones posibles. Aquella renuncia a llenarse de contenido comprometiéndose con la dignidad del hombre y los derechos humanos. Esta repudia su entraña ética, se abastarda y envilece, se convierte en una actitud de permanente indecisión —cree que si se usa se gasta— y desiste de convertirse en estilo de vida. Se entiende la inquietud de Hölderlin cuando pregunta «¿quién comprende esta palabra?».
Los promotores de la democracia vacía entienden la ética de una manera peculiar. Está muy difundida la idea de que la ética es una dama severa de rostro torvo y desagradable, vestida de negro, que vive alejada de la luz en una lóbrega cueva dedicada a reprender al hombre y leerle la cartilla. «Tenemos el runrún de que la moral solo puede medrar en aires clausurados de catacumba o celda, como los mohos. Moral entona mejor con el color morado, de medio luto, que con este azul ensoberbecido y alegre»[6]. Mientras medito estas ideas y busco palabras para expresarlas, veo cómo reverbera la luz sobre la mar zafírea, que se envanece al recibir su radiante estallido.
No encuentro ni rastro de la moral sombría en este espectáculo de luz complaciente. ¿Es, de verdad, la ética un recetario de prohibiciones? ¿Es moralina paralizante con derecho de veto? ¿Es un ave de mal agüero que adivina calamidades y catástrofes y hecatombes? Rorty cree que sí. La ética tradicional consistiría en tomarse las cosas por la tremenda. Ha llegado el momento de tomárselo todo a broma, empezando por la moral, a la que no hay que prestar demasiada atención, dar importancia o dedicar interés[7]. Es hora de desprenderse de los valores y las convicciones y arrojarlos por la borda como fardos inútiles. La sociedad liberal exige la astenia ética. Mientras no se generalice la moral anoréxica, una moral debilitada y sin fuerzas que rehúya invocar los valores, la democracia estará amenazada e insegura. La más alta garantía democrática es la frivolidad. Hay que renunciar a los principios, vivir superficialmente, perseguir lo baladí, ser ligero de cascos. Tomarse algo en serio significa creer en ello, y la creencia es intolerancia potencial, es decir, inquina antidemocrática. La democracia, que se debe poner «delante de la filosofía», obliga a renunciar a los valores.
La artificiosa enemistad entre moral y democracia descansa en un profundo desconocimiento de la esencia de la ética, que es la forma genuinamente humana de habérselas con el tiempo. El hombre es ético por ser constitutivamente temporal. Contemplada como singularidad impar de la existencia temporal, la ética es el modo humano de ganar tiempo. Vivir éticamente significa sentirse calurosamente invitado a no retrasar innecesariamente la tarea de llegar a ser lo que somos, a no dejarlo pasar lerdamente —actitud que suele ir acompañada del deseo banal de recuperarlo—, a no gastarlo en cosas inútiles para realizar la gran faena de la existencia. La ética es el modo humano de vencer el tiempo y contrarrestar la erosión causada por su curso imperturbable, la forma de usar el tiempo para desarrollarse completamente y desplegar todas las dimensiones humanas. El crecimiento orgánico acaba. Buena parte ocurre ya durante la embriogénesis, en el periodo que va desde la formación del cigoto hasta el nacimiento. En el seno de la madre el niño se dedica a ganar tiempo haciéndose a sí mismo. Después de nacer, el crecimiento continúa durante muchos años. Se adiestra el cuerpo, se robustecen los músculos, se agilizan los miembros y se adquieren reflejos para gobernarlo con maestría. Se cultiva el lenguaje, se fortalece la imaginación, se aprehende la belleza y se descubre el amor. Más tarde o más temprano el crecimiento biológico se acaba. La formación de circuitos neuronales termina y el desarrollo muscular también. Pero el perfeccionamiento del hombre como hombre es infinito. La tarea de llegar a ser el que somos es interminable. Cuando no se renuncia a cumplirla, no se arroja la toalla ni se declara el fin de las ilusiones, la vida humana progresa, se avalora, evoluciona, madura, se agranda, se despliega y crece. Es, pues, constitutivamente ética. La eticidad humana convierte al hombre en un ser abierto a un amplísimo futuro cargado de posibilidades, activo y audaz para encauzar originalmente su vida por sendas inéditas, alejadas de lo trillado y consabido, y singular para rebelarse contra cualquier caprichosa regla obligatoria.
Lo bueno, el valor en general, es un horizonte de incondicionalidad. Su carácter absoluto se trasluce en la imposibilidad de reemplazarlo por cualquier otra cosa. Al enfrentarse con el problema de la bondad de las acciones.