Asombro ante lo absoluto. Héctor Sevilla
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Reconozco que mi tiempo es limitado y que, al igual que el resto de las personas, no podré conocer lo que está disponible en los millones de páginas que otros hombres y mujeres han escrito a lo largo de la historia humana. No sé si el lector lo compartirá, pero a mí me genera tristeza saber que no hay manera de que lea todo lo que está al alcance, o que, por más esfuerzo que realice en apresurarme, no tendré la oportunidad de leer a todos los grandes y notables autores que dejaron su propio testimonio de búsqueda. Esta especie de incomunicación con los no leídos representa una pérdida innegable. Me he nutrido de varios, pero el tiempo que me resta por vivir no resultará suficiente para conocer el legado de tantos otros. Solo esto representa una especie de no-saber, una ignorancia con la que debemos convivir cada día.
Por otro lado, soy consciente de que es más lo que nunca ha sido concebido que todo lo que está escrito. La tragedia no consiste en no poder conocer todo lo que se encuentra a disposición, sino que hay mucho más que no está disponible porque no se ha logrado descubrir, o porque su velo no se ha logrado traspasar. Siendo así, la cima de nuestra montaña quizá no sea la más alta posible; mantengo la pretensión de que hay montañas que ni siquiera conocemos, al menos en el sentido metafórico en que esto es expresado.
Al pie de la montaña es posible visualizar que su parte más alta no es el sitio más elevado de la naturaleza. Es cierto que los humanos hemos sido capaces, por ejemplo, de situarnos por encima de las montañas cuando viajamos en un avión, o que hemos superado la estratosfera cuando enviamos satélites que llegan más alto aún. No obstante, si imaginamos el espacio de lo cognoscible, visualizándolo como algo similar al cosmos, nos daremos cuenta de que solo conocemos aquellos sitios que nos es dado calcular y que es mucho más amplio el espacio desconocido que el explorado. Por ende, si hemos logrado saber que existen galaxias tan lejanas como desconocidas, no hay motivo para negar que hay saberes que hasta ahora han sido inaccesibles.
Todo eso que está ahí, en un sitio tan inexplorado como inalcanzable, nos recuerda que habitamos una porción diminuta de todo lo que existe. De la misma manera, nuestros saberes son tan leves y particulares que no son más que destellos en el plano universal de lo que podría ser sabido. Si bien no lo sabemos todo, ni de forma remota, al menos sí podemos intuir todo lo que está fuera de nuestro alcance, tal como podemos concluir que el espacio en su totalidad ni siquiera es imaginable. Lo que queda en tal disyuntiva es el asombro, el reconocimiento de un absoluto espacio desconocido, de una realidad en la que lo humano desempeña un papel austero, casi imaginario. El hecho de que nos desempeñemos en contextos sociales en los que estas consideraciones no sean tan usuales no debería constituir un motivo para perder la capacidad de asombrarse.
Lo absoluto no es explicable a través de alguna ideación diminuta de lo que es Dios, ni por mediación de las figuraciones comunes respecto a su omnipotencia; contemplar lo absoluto es mantenerse ajeno a la infantil explicación religiosa o al balbuceo de nuestro alcance teológico. Lo absoluto es eso en lo que nada de esto tiene importancia. La mayoría de las explicaciones religiosas constituyen una especie de tranquilizante ante la ansiedad de la incertidumbre. Por ello, antes que tratar de disminuir lo absoluto mediante caricaturizaciones de lo transpersonal, tendríamos que deshacernos de la influencia de estas y fluir en el ámbito de lo inexplicable, sin miedo ni reservas.
En otros de mis libros he realizado algunas aproximaciones al ámbito que abordo en el ahora presentado. En Contemplar la Nada propuse una mirada alternativa al ámbito de lo absoluto, enfatizando la importancia de romper con los ídolos tradicionales y vislumbrar el potencial infinito de la indefinición; en Apología del vacío aludí a la experiencia vivificante del desapego conceptual, mucho más complejo que el propuesto hacia el desinterés material. En Filosofía transpersonal referí la alternativa de integrar la racionalidad con la espiritualidad, aludiendo a puentes, abismos y senderos que corresponde transitar en la descodificación de los saberes. Por su parte, en el texto Espiritualidad filosófica indagué en el punto de vista de la vacuidad ofrecido por distintos pensadores orientales, todos ellos vanguardistas en sus estimaciones, así como trastornadores del orden eidético de la filosofía tradicional. Por último, en La sombra del candelabro manifesté algunos de los elementos esenciales de la mística judía, al menos en virtud de la teología de Heschel, resaltando el sentido de la sensibilidad hacia lo sublime. De hecho, utilicé el impulso anímico generado por ese último libro para fluir en la realización del presente.
Entre los límites del actual aporte tendrían que ser enunciados algunos. En primer lugar, cuando aludo a la experiencia del asombro no me inmiscuyo en la que se asocia a la sorpresa o al extrañamiento, los cuales representan reacciones que derivan de una discordancia entre la expectativa y lo visto o conocido; en el caso del asombro, su experiencia no pende de una discordancia con lo deseado, sino de la ausencia de explicación posible. Por otro lado, podría resultar evidente que la materia del asombro al que aludo podría ser tan diversa como el tipo de experiencias de asombro que existan. No hay forma de precisar el tipo de situación que conduce al asombro, el cual puede suscitarse a manera de noción ante una captación sensorial de tipo visual (un gran paisaje, un temible abismo), auditivo (una magna sinfonía, un estruendoso silencio) o táctil (algún gozo corporal o una vibración interna singular), u otro tipo de experiencias como los sucesos oníricos (sueños reveladores, visiones extrasensoriales o intuiciones involuntarias) o la vivencia mística (inspiración inexplicable, noción del vínculo con lo universal, trances y profundas introspecciones inducidas por la oración o la meditación); por ende, quien busque en este libro una explicación concreta de lo que conduce al asombro se verá decepcionado, puesto que la focalización se centró en la postura que adopta el humano por derivación de su experiencia asombrosa.
Otro más de los límites del libro es el de enfocarse de manera exclusiva en ocho alternativas derivadas del asombro, dejando fuera otras posibilidades que también podrían ser concebidas. Además, he desestimado la ocurrente pretensión de posicionar alguna de las alternativas descritas como la mejor o la más idónea, en el entendido de que tal afirmación menospreciaría los otros caminos. En lo que toca a los alcances de este libro, es al lector a quien corresponde encontrarlos y obtener de ellos algún provecho.
En torno a la confrontación con el misterio, Heschel concibió tres actitudes derivables: «la fatalista, la positivista y la bíblica».1 Si bien estas opciones logran englobar muchos caminos posibles, considero que no pertenecen a una misma categoría, puesto que la tercera alude a un libro religioso en particular, de modo que las otras manifiestan una tesitura distinta. Sin pretender referir las opciones aludiendo a su lazo con alguna tradición religiosa en particular, me centraré en seis pautas generales que detonan las posturas ante el misterio de lo absoluto. Tales pautas son la pasión, la cognición, la contemplación, la conexión y el testimonio. Cada una de estas conforma las secciones del libro, las cuales serán expuestas a partir de una o dos particularizaciones, a las que llamaremos posturas.
En un primer momento se aludirá a la pasión, dentro de la cual se experimenta el pathos de lo divino. En esta modalidad de respuesta ante lo absoluto serán señalados algunos aspectos esenciales de la tradición judía, refiriendo los vínculos y controversias temáticas entre Heschel, Maimónides y Spinoza, centralmente los que aluden a los atributos de Dios y su tipo de relación con los hombres. Asimismo, se enfatiza en la crítica que Spinoza dirigió a la tradición y las consecuencias que tal actitud atrajo al pensador holandés,