La pulsera de granates. Александр Куприн
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Estaba sola en la casa. Su hermano soltero Nikolái, ayudante de fiscal, que solía quedarse con ellos, también se había ido a la ciudad, al tribunal. El marido había prometido traer a la hora de la comida algunos conocidos, solo a los más cercanos. Resultaba oportuno que el día del santo coincidiera con la época en la que se quedaban en la dacha. En la ciudad hubiera sido necesario gastar dinero en una gran cena de gala, tal vez incluso en un baile, pero allí, en la dacha, era posible arreglárselas con muy poco. El príncipe, a pesar de su destacada posición social, y posiblemente gracias a ella, apenas podía cubrir sus gastos. La gran hacienda familiar había sido mal administrada por sus antepasados y se encontraba casi completamente en ruinas, y la vida que el príncipe debía llevar estaba por encima de sus medios: brindar recepciones, hacer caridad, vestirse bien, mantener caballos, etc. La princesa Vera, cuyo apasionado amor por el marido hacía ya tiempo que se había convertido en un sentimiento de firme, fiel y sincera amistad, intentaba con todas sus fuerzas ayudar al príncipe a evitar la ruina absoluta. Se privaba de muchas cosas sin que él lo notara y ahorraba todo lo que podía en gastos domésticos.
En ese momento caminaba por el jardín y cuidadosamente, con unas tijeras, cortaba flores para la mesa. Los canteros estaban vacíos y tenían un aspecto descuidado. Terminaban de florecer los claveles de muchos pétalos y también los alelíes —mitad en flor, mitad con finas vainas verdes que olían a col—; los rosales todavía daban, por tercera vez ese verano, brotes y flores, pero ya pequeños, escasos, como marchitos. En cambio, las dalias, las peonías y las ásteres florecían exuberantemente, con su belleza fría y altanera, esparciendo su aroma otoñal, herbáceo y triste por el aire delicado. Las otras flores, luego de su espléndido amor y de su desmedida y abundante maternidad veraniega, derramaban tranquilamente sobre la tierra sus incontables semillas de vida futura.
Cerca, en el camino principal, se oyeron los tres tonos familiares de la bocina del automóvil. Llegaba la hermana de la princesa Vera, Anna Nikoláievna Friesse, que ya desde la mañana había prometido por teléfono ayudar a Vera a preparar la casa y recibir las visitas.
A Vera no la engañó su agudo oído. Fue al encuentro. Al cabo de unos minutos, en el portón de la dacha, el elegante carruaje-automóvil se detuvo abruptamente; el chofer saltó con agilidad del asiento y abrió la puertita de par en par.
Las hermanas se besaron. Desde la más temprana infancia las unía una cálida y solícita amistad. Por extraño que fuera, no tenían ningún parecido físico. La mayor, Vera, había salido a la madre, una bella inglesa: figura alta y flexible, rostro tierno, aunque frío y orgulloso, manos hermosas, aunque bastante grandes, y esa encantadora inclinación de hombros que podía encontrarse en las antiguas miniaturas. Por el contrario, la menor, Anna, había heredado la sangre mongola del padre, un príncipe tártaro, cuyo abuelo se había bautizado recién a principios del siglo XIX y cuyo antiguo linaje se remontaba hasta el mismísimo Tamerlán —o LangTemira, como el padre de ella, con orgullo, lo llamaba en tártaro—, aquel gran sanguinario. Era media cabeza más baja que su hermana, algo ancha de hombros, vivaz, frívola y burlona. Su rostro tenía un marcado tipo mongol: pómulos salientes, ojos rasgados que además entornaba por la miopía, una arrogante expresión en la boca, pequeña y sensual, en especial en su grueso labio inferior, ligeramente salido hacia adelante. Este rostro, sin embargo, cautivaba con su inaprensible e indudable encanto, que residía acaso en la sonrisa, acaso en la profunda femineidad de todas las facciones, tal vez en los sugerentes, coquetos y provocativos ademanes. Su grácil fealdad despertaba y atraía la atención de los hombres con mucha más frecuencia e intensidad que la aristocrática belleza de su hermana.
Anna estaba casada con un hombre muy rico y muy tonto que, lisa y llanamente, no hacía nada, pero integraba cierta organización benéfica y tenía el título de Kammerjunker.(1) Ella no lo soportaba, aunque había tenido con él dos hijos —un varón y una niña—; decidió no tener más y no los tuvo. En cambio, Vera anhelaba tener hijos —incluso le parecía que cuantos más, mejor—, pero por alguna razón no podía, y adoraba enfermiza y apasionadamente a los encantadores y anémicos hijos de su hermana menor, siempre prolijos y obedientes, de rostros pálidos como la harina y rizados y duros cabellos de muñeca.
Toda Anna era un conjunto de simpáticas y divertidas incoherencias y, a veces, extrañas contradicciones. Se entregaba con gusto al más atrevido coqueteo en todas las capitales y balnearios de Europa, pero nunca engañaba al marido, al cual, sin embargo, ridiculizaba desdeñosamente en la cara y a sus espaldas; era derrochadora y una apasionada de los juegos de azar, los bailes, las impresiones fuertes, los espectáculos mordaces; frecuentaba en el extranjero cafés de dudosa reputación, pero al mismo tiempo se distinguía por su desinteresada bondad y su profunda y sincera devoción, que la había llevado incluso a adoptar en secreto el catolicismo. Su espalda, pecho y hombros eran de una belleza inusual. En los bailes se exhibía bastante más de lo que la decencia y la moda permitían, pero se rumoreaba que bajo su pronunciado escote llevaba siempre un cilicio.
Vera era dueña de una adusta sencillez, de una fría y algo altanera amabilidad y de una majestuosa calma.
1. Voz del alemán que designaba el título cortesano más bajo en la Rusia zarista y otros países monárquicos. En general, es equivalente a valet de chambre. (N. de las TT.)
III
—¡Dios mío, qué bien se está en su casa! ¡Pero qué bien! —dijo Anna dando pasos cortos y rápidos por el sendero junto a su hermana—. Si podemos, sentémonos un rato en el banquito del acantilado. Hace tanto que no veo el mar. Y qué aire maravilloso: respiras y el corazón se alegra. En Crimea, en Misjor, el verano pasado descubrí algo asombroso. ¿Sabes a qué huele el agua de mar durante la marejada? Imagínate: a planta de reseda.
Vera esbozó una sonrisa cariñosa y condescendiente:
—Tienes mucha fantasía.
—No, no. Recuerdo también esa vez en que todos se rieron de mí cuando dije que había cierto tinte rosado en la luz de la luna. Bueno, hace unos días Boritski, el pintor que me está retratando, dijo que tenía razón y que los pintores lo saben desde hace mucho.
—¿El pintor es tu nueva afición?
—¡Siempre estás inventando! —se echó a reír Anna, y, acercándose de prisa al borde mismo del acantilado, que como un muro caía honda y abruptamente al mar, miró hacia abajo, gritó de repente horrorizada y retrocedió con la cara pálida.
—Uy, ¡qué alto! —dijo con voz débil y temblorosa—. Cuando miro desde una altura semejante siempre siento un dulce y repugnante cosquilleo en el pecho… y un hormigueo en los pies… en los dedos de los pies… Y, sin embargo, me atrae, me atrae…
Quiso inclinarse otra vez sobre el acantilado, pero su hermana la detuvo.
—Anna, querida, ¡por Dios! Hasta yo me mareo cuando te acercas. Por favor, siéntate.
—Bueno, bueno, ya me senté… Solo mira qué belleza, qué alegría; los ojos no se cansan. Si supieras cómo le agradezco a Dios todas las maravillas que ha creado para nosotros.
Ambas quedaron pensativas un momento. Abajo, muy abajo de ellas, descansaba el mar. Desde el banquito no se veía la costa y por eso la sensación de infinitud y grandeza del vasto mar era más intensa. El agua lucía suave, tranquila y de un alegre