la propia vida. Respiré hondo y tosí. Estaba a punto de ponerme en pie cuando la foto del alféizar empezó a ennegrecerse. Unos círculos de color rojo oscuro se fueron extendiendo por debajo del cristal del marco, se aclararon hasta volverse de un blanco amarillento, y los rostros de la foto se desdibujaron. Por un instante, por toda la eternidad, deseé salvar la foto del fuego. Para que me quedara algo. Pensaba que, si desaparecía la foto, las personas que había en ella desaparecerían también. Se perderían en algún abismo del que jamás podrían regresar. La foto estaba tomaba en las cataratas del Niágara, en Canadá, poco antes de que Agnes y yo subiéramos a bordo del Maid of the Mist para navegar por debajo de las cataratas. Al fondo estaban el museo de cera, Starbucks, Imax, Hard Rock Café, Planet Hollywood, la noria, hoteles que anuncian camas de matrimonio con forma de corazón y jacuzzi, restaurantes, un casino, luces de neón multicolores bajo un sol brillante y decenas de miles de turistas con sonrisas de oreja a oreja. En uno de los hoteles asomaba nada menos que King Kong. Todo ardía. En primer plano estamos Agnes y yo con impermeables azules desechables. Ella me tiene cogida la nuca con la mano derecha, me atrae hacia ella y me besa en la oreja. Yo sonrío como un tonto. Todo es muy irónico. Es el mundo del después. Un mundo de plástico y materiales sintéticos que no dejan sitio a nada que no sea la imaginación arbitraria del capitalismo. Aquí, el mundo ya no siente vergüenza. Yo sonreía estúpidamente en la foto, porque aquel lugar me producía al mismo tiempo temor y éxtasis. Además, es el testimonio de un exceso descomunal. Como una peineta que llega hasta el cielo. Como un dedo corazón que alcanza las nubes. Y al tiempo, es liberador. Como si aquí no tuviera que sentir vergüenza. Como si aquí tuviera total libertad para gozar. Agnes también aparece divertida en la foto. No es el lugar lo que la alegra. Las cascadas le parecen espectaculares, pero el entorno le parece de mal gusto. Incluso penoso. Y ver a su chico perdido en una alegría desvalida la llena de dicha. Yo intento parecer irónico, pero ella se da cuenta de que es una pose artificial. La sonrisa no es una simple mueca, es una sonrisa de verdad. En mis ojos brilla la felicidad. Parecía a punto de echarme a llorar. Ella solo me ha visto llorar en una ocasión, y no fue nada divertido. Me descontrolé y estuve como una hora llorando sin parar. Las convulsiones de los sollozos casi ni me dejaban respirar. Ella no recordaba ya la causa de mi llanto. Por eso me coge la nuca y me besa en la oreja. Para que no me eche a llorar. Cuando la fotografía se fundió y desapareció y las llamas empezaron a destrozar el marco y el cristal ennegrecido, solo deseé tener una foto de la monja que nos la sacó. Quizá para poder olvidarla también a ella. Para que desapareciera en la pira. Para que yo dejara de recordar su hábito azul debajo del impermeable transparente, para dejar de recordar que estaba bañada en sudor, con sus gafas de pasta de montura muy fina, y tan sonriente como las demás personas de la cola. En cuanto puso el dedo en el disparador, Agnes me cogió por el cuello y me metió la lengua en la oreja. Ahora pienso si habría debido sentir vergüenza. En aquellos momentos, ni se me pasó por la cabeza; yo no era yo. Pero la monja no dejó de sonreír pese al lametón del que había participado, aunque no de forma directa. Le devolvió la cámara a Agnes y dijo algo en italiano. A lo mejor, que hacíamos buena pareja. A lo mejor, que la foto había quedado muy bien. Y a lo mejor dijo que los esclavos de la carne arderían en el infierno. Pero no dejó de reír en ningún momento. Yo corrí descalzo hasta el dormitorio entre las llamas del salón y cerré la puerta. Luché allí, agitando brazos y piernas, contra llamaradas imaginarias, y me dejé caer sobre la cama matrimonial. Me tapé la cara con las manos, cerré los ojos e intenté insuflarme valor para cambiar de rumbo. Al otro lado de la puerta del dormitorio ardía todo lo que había sido mío. Todo lo que había ido acumulando a lo largo de casi treinta años. Ahora había que pasar página y no tenía más remedio que tomar una decisión sobre lo que debía hacer en esos momentos. No es que ella hubiera actuado a mis espaldas. Claro que lo hizo a mis espaldas. La gente está siempre haciendo cosas a espaldas de los demás. En las relaciones amorosas, la gente esconde como puede todo lo que pueda herir al otro. Y a mí no me hería que Agnes hubiera actuado a mis espaldas. Era como si fuera una obligación de ella hacia mí —no es que saberlo me fuera a gustar ni divertir—. No, no es que hubiera actuado a mis espaldas. Eran tonterías. Es que había dejado a otro que se la tirara. Y nada más. Me dicen que el hombre contemporáneo —el varón, claro— atraviesa una crisis histórica. Que está lleno de dudas sobre su virilidad. Que no sabe si tiene que ser enérgico o tierno. No sabe lo que se espera de él. Cualquier decisión será descarada. Todas las certidumbres, arrogancia. Todos los deseos, aberrantes. En sí no existen argumentos significativos que respalden esas ideas. Pero, de una u otra forma, allí, en medio de las llamas, yo tenía la sensación de que todo se refería a mí. Quizá a otros también. Pero sobre todo a mí. Era yo quien estaba hecho pedazos. Por algún motivo, no podía imaginar nada más horrible que convertirme en un cornudo. Lo peor, a mis ojos, era sentir lástima de mí mismo; pero no podía hacer nada para evitarlo. Probablemente no podía culpar a nadie más que a mí mismo. Pero no sabía si debía reprocharme haber arrojado a Agnes en brazos de otro por ser tan poco emocionante e incluso aburrido; o si debía reprocharme no haber descubierto antes el engaño; o si debía reprocharme no haberlo hecho nunca. Eso. Engañarla. Lo dicho. Por ejemplo, con una nazi. Rebusqué en el cajón de mi mesilla de noche. Debajo de libros sin leer, cajas de analgésicos, bolígrafos y lápices, estaba mi pasaporte. Lo abrí deprisa, con dedos temblorosos, y miré mi foto. No estaba tan guapo como recordaba. Estaba feo. Pero tenía que aguantarme. Rebusqué en el cajón de la mesilla de Agnes. Cogí el anillo de pene. Lo palpé. Lo olí. Me lo puse en la palma de la mano, lo apreté entre los dedos y me golpeé la cara con él, con todas mis fuerzas. Hice una mueca y lloré. Volví a golpearme. Volví a hacer una mueca y lloré más. Me golpeé por tercera vez. Sentía deseos de gritar, pero no conseguía tomar suficiente aire para hacerlo. El mundo no estaba quieto, sino en movimiento. El mundo seguía adelante, pisoteaba nuestro pasado y nos dejaba una y otra vez sin nada. Sin raíces. Sin memoria. Nos hacía huir gritando cada vez que pensábamos que llegaríamos a ser algo. Que las penas de nuestro viaje iban a encontrar alivio. Pero nunca se alivian. Me metí el anillo de pene en el bolsillo y volví a ponerme de pie. Temblaba y me estremecía. Di saltos agitando los brazos como un campeón de boxeo camino del ring. Clavé los ojos en la puerta del dormitorio. Tiré de la manga del jersey para cubrirme la mano y no me quemé con el tirador caliente. Abrí la puerta y volví corriendo a la cocina, cogí el cargador, que estaba en la ventana, y salí al vestíbulo. Aparté a manotazos llamas imaginarias, me puse el abrigo de terciopelo, comprobé que tenía las llaves del coche y la billetera, me puse los zapatos y salí. Detrás de mí quedó la casa en llamas. A veces, las cosas suceden tan deprisa que no somos capaces de hacer nada para evitarlas. El momentum de la historia de la humanidad aprieta también sus garras sobre aquellos de nosotros que parecemos más insignificantes en el gran marco global, y nos arroja hacia lo desconocido. Dos horas después estaba en el aeropuerto Leifur Eiríksson con una taza de café de 600 coronas delante de mí, esperando para embarcar en el primer avión que saliera del país. Cuando recorrí el largo corredor para llegar a mi puerta de embarque, saqué el móvil, lo apagué y lo tiré a la basura.
CAPÍTULO 8
Agnes y Ómar estaban sentados en la oscuridad con la mirada fija en la pantalla blanca. Miraban a Tom Cruise, que los miraba a ellos. Ómar pasó la mano por el brazo del sillón, la movió un poco hacia el regazo de Agnes y le cogió la mano. Para recordarle que él era de carne y hueso.
Tom Cruise estaba sentado en la pantalla, en Túnez, escribiendo cartas. A su lado ardía una lámpara de aceite y, de vez en cuando, la cámara enfocaba la llama, que bailaba sin parar. Un monólogo interior en alemán seguía a la escritura de cartas. Tom Cruise había estado practicando. Se esmeraba mucho. En hablar alemán. Y quizá algunos espectadores tuvieran la sensación de que la voz estaba mal, pero esa película de nazis no estaba en inglés, sino en alemán. No había solo gente guapa y explosiones impresionantes. Y enseguida se oyó otra voz —la misma voz— que poco a poco dominaba a la primera. Cuando Tom Cruise I dijo Quälerei, Tom Cruise II repitió como un eco, torture. Las voces coincidían un momento y antes de darse ni cuenta, Tom Cruise estaba escribiendo en voz alta, en inglés. En americano. Los espectadores respiraban aliviados, porque, además, la parte en alemán no estaba subtitulada.