Amor en exclusiva. Valerie Parv
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–Todos los niños pasan por las mismas fases –dijo ella, apartando la mirada–. Están aprendiendo a usar sus cuerpos y quieren controlarlo todo. Lo primero que quieren controlar es a sus padres, por supuesto. Estoy segura de que Maree ha hecho levantarse a su madre por la noche más de una vez. Es una especie de prueba para ver si pueden hacer que sus padres respondan cuando ellos quieren.
En ese momento hubo un largo silencio, sólo roto por el ruido de la niña comiendo el plátano.
–Me temo que Maree no puede permitirse ese lujo. Sus padres murieron hace siete meses y yo soy lo único que tiene.
La mirada de Bethany fue de la niña al hombre que estaba tras ella. Sus facciones parecían estar esculpidas, pero había un brillo en sus ojos que le llegaba al corazón.
–Lo siento. No lo sabía.
–¿No ha leído el artículo del periódico?
Bethany negó con la cabeza y él la miró sorprendido, como si no entendiera entonces por qué estaba allí.
–Si lo prefiere, puedo volver otro día –dijo ella, tomando su bolso.
–No se vaya –dijo Nicholas, tomándola del brazo–. Sigue siendo algo muy doloroso, pero he tenido tiempo para acostumbrarme.
El roce de la mano del hombre enviaba escalofríos por su piel y tuvo que apartar la mirada para que no se diera cuenta.
–¿Fue un accidente?
–Un accidente de coche –asintió él–. Maree sobrevivió de milagro. Ni siquiera tenía un rasguño.
–Qué horror –exclamó Bethany, sin poder disimular su emoción–. ¿Su sobrina va a vivir con usted?
–Yo soy el único pariente que tiene en el mundo y pienso cuidarla lo mejor posible.
La niña, con los carrillos llenos de plátano era la viva imagen de la felicidad. Además de alguna mancha verde en el babero, estaba muy limpia, con un vestido rosa adornado con ositos y un lacito rosa en el pelo.
Estaba en mejores condiciones que su tío, desde luego, pensaba Bethany. Nicholas parecía haberse puesto lo primero que había encontrado aquella mañana y no había tenido tiempo de afeitarse. La sombra de la barba marcaba su mandíbula cuadrada, dándole un aspecto de pirata tan atractivo que Bethany tenía que disimular su admiración. Una admiración mezclada con el deseo de ayudar a aquel hombre que parecía no saber qué hacer con una niña de diez meses.
Bethany había ido allí con un solo propósito: convencerlo de que la dejara escribir un artículo sobre la casa de muñecas de su familia. Pero, ¿cómo podía decirle aquello cuando él acababa de descubrirle una tragedia personal de tal magnitud?
–Creo que debería marcharme –insistió ella–. Podemos hacer la entrevista en otro momento.
–Maldita sea, no tiene por qué sentir pena por mí –exclamó él de repente, dejándola helada–. Me las arreglaré, no se preocupe. Sólo tengo que acostumbrarme –añadió, intentando controlar su temperamento–. Cuando usted ha entrado aquí, portándose con naturalidad, ha sido como un soplo de aire fresco. Al menos quédese para tomar una taza de café. Usted misma ha dicho que lo mejor es hacer otras cosas para que Maree se sienta independiente.
–De acuerdo, una taza de café –sonrió Bethany.
–¿Cómo le gusta?
–Solo y con una cucharada de azúcar –contestó ella, sentándose en un taburete frente a la encimera, que estaba llena de platos y vasos de la noche anterior. Bethany sonrió, imaginando que él ni siquiera habría desayunado.
–¿Qué? –preguntó él al verla sonreír.
–No me extraña que esté tan cansado si no ha desayunado.
–No tengo tiempo de nada últimamente.
–Si quiere, puedo prepararle una tortilla –dijo ella, sorprendiéndose a sí misma.
–Pues…, si no le importa, me encantaría. Mientras tanto, yo limpiaré un poco esto –dijo él. Bethany empezó a preparar el desayuno con aprensión. No sabía por qué se estaba tomando tanto interés y no debía engañarse a sí misma sintiendo compasión por aquel hombre. O quizá simplemente estaba retrasando el momento de decirle la verdadera razón de su visita. Pero, fuera cual fuera la razón, era demasiado tarde. Mientras batía los huevos, Nicholas colocaba los platos en el lavavajillas, echando un vistazo de vez en cuando sobre la pequeña–. Me parece que no estaba equivocado –sonrió él, cuando unos minutos más tarde Bethany puso sobre la mesa una tortilla de aspecto excelente–. Si además de saber cómo tratar a los niños sabe cocinar, es usted un hada madrina.
–Gracias.
Un perverso orgullo impidió a Bethany explicar que lo único que sabía cocinar eran tortillas. Su hermano Sam la llamaba «la maga de la cocina» porque nadie sabía nunca lo que iba a salir de sus ensayos culinarios y, casi siempre, lo que salía era algo quemado. Para desafiar las bromas de sus hermanos, se había especializado en tortillas y podía hacerlas de todas clases. Servida con una ensalada, su tortilla de queso podría pasar cualquier prueba.
Y estaba pasándola en aquel momento, mientras Nicholas se comía con apetito los cuatro huevos, sin miedo aparente al colesterol.
–Está buenísima –dijo el hombre, entre bocado y bocado.
Bethany se colocó un paño sobre el hombro y tomó a Maree en brazos para hacer que eructara. Siete eructitos más tarde, puso a la niña en brazos de su tío.
–Los dos tienen aspecto de haber comido bien –sonrió.
–Yo diría que hemos tenido suerte de encontrar un hada madrina, ¿verdad, Maree? –preguntó él, jugando con la cría sobre sus rodillas. La niña reía encantada–. ¿Lo ve? La experta en hadas madrinas está de acuerdo conmigo.
Bethany sintió en ese momento una punzada en el corazón. La imagen de aquel hombre apretando a la niña contra su fuerte pecho desnudo era demasiado dolorosa para ella y tuvo que darse la vuelta.
–Si no le importa, voy a hacer un poco más de café.
El simple acto de preparar el café y buscar las tazas la tranquilizó y, cuando se volvía para preguntarle a Nicholas cómo quería el suyo, sus manos habían dejado de temblar.
Pero no debería haberse preocupado, porque en los minutos que había tardado en hacerlo, los dos, la niña y el hombre que la sujetaba contra su pecho se habían quedado dormidos.
Capítulo 2
VAYA –susurró Bethany, apoyándose sobre la encimera. Era una imagen tan encantadora que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Pero la niña no era lo único que la emocionaba, tenía que admitir mientras tomaba su café. Nicholas Frakes también ejercía un extraño efecto sobre sus emociones. Cuando había planeado aquella entrevista, no se había imaginado que el hombre al que iba a entrevistar exudaría tal magnetismo animal. Era tan… tan