¡Arriba corazones!. Julio César Magaña Ortiz
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Primera edición
D. R. © 2019, Julio César Magaña Ortiz
Editorial Página Seis, S. A. de C. V.
Teotihuacan 345, Ciudad del Sol
C. P. 45050, Zapopan, Jalisco.
Tel. 52 (33) 3657 3786 y 3657 5045
www.pagina6.com.mx
Se editó para publicación digital en septiembre de 2019
ISBN 978-607-8676-21-7
Hecho en México
«Siempre listos, realmente significa que siempre estamos listos para despedirnos de un miembro de nuestra familia. Pero cuando llega el momento de enfrentar ese vacío, cuando realmente te das cuenta de que no volverás a ver ese rostro otra vez, no tocarás esa piel, ni sentirás su calor, ni escucharás su latido… es entonces cuando la pregunta es: ¿estamos de verdad listos?»
Para Juan Carlos.
Aun con el corazón roto eres mi fortaleza.
El frío cala hasta los huesos. Jamás había enfrentado este frío. Miro al cielo como en aquel sueño en donde lloviznaba en aquella formación de salida, en la que ya no estabas en la meta esperándome.
Gracias por haber venido conmigo, Sandra. Gracias por tus porras en la distancia, Juan.
Mamá, gracias por estar a mi lado.
¡Arriba Corazones! está dedicado a todos los que estuvieron con nosotros en los últimos días de vida de mi madre, Juliana Ortiz Balleza. A los que caminaron la vida a su lado y a los que lo hacen al lado de la de mi hermano y la mía.
El cáncer es un enemigo implacable. Sueño con el día en que sea derrotado. Sin embargo, por poderoso que sea, no nos impide convertirnos en seres de luz, como lo es ella ahora.
Nos volveremos a ver.
Noviembre 2015, Philadelphia, E U A
¿Cómo llegamos aquí?
15 de enero de 2015
«Listos los boletos», fue el aviso que hice a mi madre para asistir juntos a un concierto. Acabábamos de pasar el fin de año y, dos meses antes, regresamos de Europa. Fue su primer viaje trasatlántico y en el que tuve la oportunidad de verla feliz en lugares que nunca imaginó visitar.
«De la emoción, casi me caigo de la silla…». Aún tengo ese mensaje grabado en el buzón de mi celular, y lo escucho de vez en vez para recordar su emoción. Asistiríamos al concierto de una banda mexicana de música de viento que para estas fechas se destacaba como una de las más populares en el género. Habíamos intentado ir a verlos anteriormente, pero por diversas causas no lo habíamos logrado. Esta vez quedaban pocos días para la presentación, así que alcanzamos los últimos lugares disponibles. Volé a México el sábado 17 por la mañana, exclusivamente para ir por ella.
Manejé hasta el Auditorio Nacional de la Ciudad de México con suficiente tiempo para poder quedar estacionados cómodamente y así evitar caminar de más. Como nos quedaba tiempo suficiente para el evento, le pedí que me acompañara a un centro comercial cercano. Tomamos un taxi, y después de ello, caminamos unas cuadras hacia la estación del metro Polanco de regreso. Al pasar por la avenida Ejército Nacional, frente al hospital Español, nos preguntamos cómo serían los consultorios, sin imaginarnos que unas semanas después nunca llegaríamos a la cita que tendríamos ahí con el Dr. Isidro Minero. A mi madre le gustaba caminar a mi paso y a veces trataba de ir más rápido que yo.
—¿Llevas prisa? —le pregunté.
—¿No hay necesidad, verdad?
—No, disfruta el sábado, hoy Polanco está muy tranquilo y tenemos tiempo.
Bajamos las largas escaleras eléctricas del metro, recordando aquellas en París donde teníamos que pegarnos al lado izquierdo para que los apurados parisinos no nos empujaran enfurecidos por ir estorbando.
—¿Te acuerdas? Pégate a la derecha para no estorbar.
A propósito quise pasar por esa estación para que viera la escalera musical montada meses atrás. Una copia de algún lugar de Europa, en donde al pisar cada escalón se emite una nota musical; los pocos viajeros en sábado podíamos disfrutar del sonido sin la prisa tradicional de la semana. Avanzamos una estación y nos perdimos al momento de encontrar la salida. Ya oscurecía e incluso me parecía peligrosa la salida por la cual regresamos a la superficie para caminar hacia el auditorio. Fue tanto mi nerviosismo que le hice pegar tremendo brinco para cruzar la calle y evitar que un automóvil nos arrollara. Un poco más tranquilos por ver movimiento y luces, nos dirigimos a nuestro último evento. Fue una noche como muchas que tuvimos juntos. Cantamos, gritamos, me preguntaba las canciones: «¿esa cómo se llama?», «¡esa me encanta!».
Estuvimos cerca de cuatro horas, y como siempre lo hizo conmigo, gustosa me acompañó a cenar unos tacos. Yo no puedo entender hasta el día de hoy ir a un concierto y no concluir la velada haciendo esto. Es un ritual que no puede faltar, y cuando no ocurre, siento incompleto el evento.
Regresé el domingo a Guadalajara habiendo cumplido con ella. Una noche juntos, no importaba la distancia ni el costo, yo quería verla feliz.
Una semana después comenzó todo.
—Hijo, tengo un dolor, siento como un vacío en medio del abdomen.
—¿Ya fuiste al doctor?
—Sí, pero ya no sé qué hacer. Me dicen que tengo colitis, gastritis, madritis.
—¿Por qué no vas con Bonilla?
—Sí, voy a ir, porque los matasanos solo me llenan de medicinas y eso me deprime.
—Tranquila, ve y me platicas qué te dice. ¿Estás haciendo ejercicio? ¿Sigues en el club?
—Sí, eso no lo dejo. Ya hasta me cambiaron la rutina, pensé que eso podía haber sido porque incluso bajé de peso.
—No creo, pero bueno, veamos que dicen los doctores. ¿Me avisas, entonces?
—Sí, cuídate.
Sin embargo, fue necesaria una consulta más, aquella que cambió todo.
—Hijo, voy a ver a Gilberto. Ya pasó casi un mes y sigo con el dolor.
—Mmm… eso no está bien. Ya es mucho tiempo.
—Pienso lo mismo. Te aviso.
Lunes 9 de marzo
Trataba de volver a correr y esa noche decidí hacer cinco kilómetros. Regresé con más desánimo que relajación; con más dudas que cansancio. Entré a casa y sonó mi teléfono.
—Mi hijo, ¿cómo estás?
—Bien, todo en orden.
—¿La