Bushido. Inazo Nitobe
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Así, cualesquiera que fueran las fuentes, los principios esenciales de los que bebió el Bushido y asimiló para sí fueron pocos y simples. Aún siendo así, eran suficientes para proporcionar una conducta de vida segura incluso en los días más inseguros del período más turbulento de la historia de nuestra nación. La naturaleza sana y sencilla de nuestros antepasados guerreros obtuvo abundante alimento para su espíritu de un conjunto de enseñanzas fragmentarias y comunes, recogidas en las avenidas y senderos del pensamiento antiguo, y, estimulada por las demandas de la época, formó a partir de ello un tipo de hombres nuevo y único. Un agudo estudioso francés, M. de la Mazelière, resume así sus impresiones sobre el siglo XVI: “Hacia la mitad del siglo XVI, todo es confusión en Japón, en el gobierno, en la sociedad, en la iglesia. Pero las guerras civiles, las costumbres volviendo al barbarismo, la necesidad de cada uno de ejecutar la justicia por sí mismo, formaron hombres comparables a aquellos italianos del siglo XVI de quienes Taine alaba ‘la vigorosa iniciativa, el hábito de las soluciones súbitas y las empresas desesperadas, la gran capacidad para hacer y para sufrir’. En Japón, igual que en Italia, ‘las rudas maneras de la Edad Media’ hicieron del hombre un soberbio animal, ‘totalmente militante y totalmente resistente’. Y es por esto que el siglo XVI muestra en su mayor grado la principal cualidad de la raza japonesa, la gran diversidad que uno encuentra allí tanto entre las mentes (esprits) como entre los temperamentos. Mientras que en India e incluso en China los hombres parecen diferir principalmente por el grado de energía o inteligencia, en Japón difieren también por la originalidad de su carácter. Ahora bien, la individualidad es el signo de las razas superiores y de las civilizaciones ya desarrolladas. Si utilizamos una expresión de cara a Nietzsche, podemos decir que en Asia hablar de humanidad es hablar de sus llanuras; en Japón, como en Europa, se representa sobre todo por sus montañas.”
Dirijámonos ahora hacia las características dominantes de los hombres sobre los que escribe M. de la Mazelière. Comenzaré con la Rectitud.
3 Lafcadio Hearn, Exotics and Retrospectives, pág. 84.
4 The English People, pág. 188.
5 Feudal and Modern Japan, Vol. I, pág. 183.
6 Miwa Shissai.
CAPÍTULO III
RECTITUD O JUSTICIA
Aquí descubrimos el precepto más sólido del código del samurái. Nada es más repugnante para él que los tratos bajo mano y las empresas deshonestas. El concepto de rectitud puede ser erróneo; —puede ser estrecho. Un reconocido bushi la define como un poder de resolución: “La rectitud es el poder de decidir sobre una cierta línea de conducta de acuerdo con la razón, sin vacilar, morir cuando es correcto morir, golpear cuando golpear es lo correcto.” Otro habla de ella en los siguientes términos: “La rectitud es el hueso que proporciona firmeza y estatura. Así como sin huesos la cabeza no puede apoyarse en el extremo de la columna, ni las manos moverse ni los pies sostenerse, sin rectitud ni el talento ni la enseñanza pueden hacer de un cuerpo humano un samurái. Con ella, la ausencia de realizaciones no tiene importancia.” Mencio llama a la benevolencia la mente del hombre, y rectitud o corrección a su camino. “¡Qué lamentable es”, exclama, “perder el camino y no seguirlo, perder la mente y no saber cómo recuperarla de nuevo! Cuando las aves y los perros de los hombres se pierden, éstos saben buscarlos, pero si pierden su mente, no saben cómo buscarla.” ¿No tenemos aquí, “como en un espejo oscuro”, una parábola propuesta trescientos años más tarde en otro clima y por un Maestro más importante, que se llamaba a Sí mismo la Vía de la rectitud, a través de quien los perdidos podían ser hallados? Pero me aparto de mi tema. La Rectitud, según Mencio, es un camino estrecho y recto que el hombre debería tomar para recuperar el paraíso perdido.
Incluso en los últimos días del feudalismo, cuando la larga duración de la paz trajo consigo el ocio a la vida de la clase guerrera, y con éste toda clase de disipaciones y realizaciones en las bellas artes, el epíteto Gishi (un hombre recto) se consideraba superior a cualquier nombre que significara maestría del saber o del arte. Los Cuarenta y siete Fieles —a quienes tanto se valora en nuestra educación popular— se conocen en lenguaje común como los Cuarenta y siete Gishi.
En épocas en que el artificio astuto podía pasar por tacto militar y la falsedad pura por ruse de guerre, esta virtud viril, franca y honesta era una joya que brilló con el máximo esplendor y fue muy alabada. La rectitud es hermana gemela del valor, otra virtud marcial. Pero antes de comenzar a hablar sobre el valor, permitidme que me entretenga en lo que yo llamaría una derivación de la rectitud, que, desviándose primero ligeramente del original, se alejó cada vez más y más, hasta que su significado se pervirtió en la aceptación popular. Hablo de Giri, literalmente la Recta Razón, pero que con el tiempo pasó a significar un vago sentido del deber que la opinión pública espera que cumpla aquel a quien incumbe. En su sentido original y puro, significaba deber, puro y simple, —así, hablamos del Giri que debemos a nuestros padres, a nuestros superiores, inferiores, a la sociedad en general, y así sucesivamente. En estos supuestos, Giri es deber, pues ¿qué otra cosa es el deber que aquello que la Recta Razón nos pide y ordena hacer? ¿No debería la Recta Razón ser nuestro imperativo categórico?
Originalmente, Giri no significaba más que deber, y me atrevo a decir que su etimología se derivó del hecho de que en nuestra conducta, por ejemplo con nuestros padres, aunque el amor debería ser el único motivo, faltando éste debería haber alguna otra autoridad para reforzar la piedad filial; y se formuló esta autoridad en Giri. Y formularon esta autoridad —Giri—, muy acertadamente pues, si el amor no corre a realizar actos de virtud, hay que recurrir al intelecto del hombre y hay que activar su razón para convencerle de la necesidad de actuar correctamente. Lo mismo es válido para cualquier otra obligación moral. En el momento en que el deber se vuelve oneroso, la Recta Razón interviene para impedir que nos apartemos de él. El Giri así entendido es un severo capataz con una vara en la mano para hacer que los perezosos hagan su trabajo. Es un poder secundario en la ética; como motivo es infinitamente inferior a la doctrina cristiana del amor, que debería ser la ley. Lo considero un producto de las condiciones de una sociedad artificial, una sociedad en la que el accidente del nacimiento y el favor inmerecido instituyeron distinciones de clase; en la familia era la unidad social, en la que la mayor edad era tenida más en cuenta que la superioridad de talentos, en la que los afectos naturales debían sucumbir a menudo a las arbitrarias costumbres creadas por el hombre. Debido a esta artificialidad, el Giri degeneró con el tiempo y se convirtió en un vago sentido de propiedad al que se acudía para explicar esto y sancionar aquello. Como, por ejemplo, por qué una madre debía, si era necesario, sacrificar a todos sus otros hijos para salvar al primogénito, o por qué una hija debía vender su castidad para obtener fondos para pagar la vida disipada de su padre, y casos similares. Comenzando como la Recta Razón, el Giri, en mi opinión, a menudo ha llegado hasta la casuística. Ha degenerado incluso hasta un cobarde miedo a la censura. Podría decir del Giri lo que Scott escribió acerca