Noche de verano. Jane Donnelly

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Noche de verano - Jane Donnelly Jazmín

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      –¿Y Baby?

      –Ya encontraremos algún sitio donde no les importen los perros.

      –Me encantaría.

      Ella había tomado su vaso de cerveza, bebió un sorbo mientras él levantaba el suyo y brindaban como si estuvieran celebrando algo, pero sin palabras. Ella supuso que por estar juntos. Isolda se alegraba de que así fuera. No le faltaban amigos, pero tenía la sensación de que aquél iba a ser especial.

      –Ésa no puedes ser tú –dijo Nathan, señalando un cuadro, cuando terminaron de comer.

      –Es mi bisabuela –explicó ella–. Se parecía mucho a mí y se llamaba como yo, pero murió antes de que yo naciera. Vino a Inglaterra de vacaciones, se enamoró, se casó y se quedó aquí para siempre. Ésta era su casa.

      –¿Y ésa de la pintura?

      –Era una vieja casa de campo, pero hace mucho tiempo. Nosotros somos los únicos que quedamos de la familia. Mi abuelo y yo.

      –¿Cuál de ellos es tu abuelo?

      Ella se levantó y le enseñó la fotografía de un apuesto hombre, de pelo y barba blancos.

      –Ésta se tomó hace muchos años. No tiene paciencia para que le hagan un cuadro. Hoy está en las carreras de Kempton Park.

      –¿Qué tal te llevas con él?

      –Es el mejor –respondió Isolda, que adoraba a su abuelo.

      –Le tienes en mucha estima.

      –Te caerá bien. Y tú le caerás bien a él.

      –¿Son esas fotos tuyas?

      –Sí.

      –Muéstramelas.

      Había un par de cuadros suyos en la casa, uno de niña y otro cuando cumplió dieciocho años. En aquella habitación había varias fotografías. Nathan quiso saber la historia de cada una, por lo que Isolda protestó.

      –Es imposible que quieras saber todo eso.

      –¿Quién eran todos los demás? –preguntaba Nathan, contemplando una foto de ella en una fiesta–. Quiero saber todo lo que sea posible saber de ti– añadió, con voz dulce.

      Ella se quedó tan aturdida con aquellas palabras que no pudo contestar enseguida el teléfono. Era Philip, para preguntarle qué había hecho con la perra.

      –Le he encontrado una casa.

      –¿Has llamado a Laura?

      –No. ¿Y tú?

      –Bueno, no.

      –Ahora ya es un poco tarde. ¿Lo dejamos y esperamos a ver qué pasa? –preguntó ella. Philip no protestó.

      –Entonces, hasta luego.

      Aquella tarde, se suponía que iban a ir a ver una película. Pero cuando Isolda había accedido a cenar con Nathan, no había recordado que tenía una cita con Philip.

      –He cambiado de opinión. Lo siento. ¿Te importa?

      Philip suspiró, acostumbrado a los juegos de ella. Pero Isolda lo tenía demasiado fascinado como para protestar.

      –Entonces, mañana. Ya te llamaré o puede que me pase a verte.

      –Eso es una buena idea. De acuerdo. Adiós.

      –Adiós.

      Cuando ella colgó el teléfono, Nathan dijo muy secamente:

      –Eso lo mantendrá contento. Supongo que era Philip. ¿Qué hay entre tú y él?

      –¿Es que no te lo dijo Poppy? –preguntó Isolda. Si su casera le había hablado de Annie, seguramente también lo había hecho de Philip Lindsey, el hombre con el que ella salía habitualmente.

      –Prefiero que me lo digas tú.

      En vez de explicarle que lo suyo iba bastante en serio y que posiblemente acabaría en compromiso, ella se encogió de hombros y preguntó:

      –¿Y tú? ¿Estás saliendo con alguien? ¿Casado, tal vez?

      –No.

      –¿Eres actor?

      –¿Qué te hace pensar eso?

      –Utilizaste todas tus artes de seducción con Poppy, pero fuiste muy serio y respetuoso con Annie. Si eres capaz de cambiar tan rápidamente, debes de ser actor.

      –¿No deberíamos serlo todos? –preguntó él, examinando una caja que había encima de la mesa–. ¿Cuántos papeles tienes tú?

      –Sólo el que ves –replicó ella, abriendo la caja para mostrarle un par de pistolas de duelo–. No funcionan. Ahora ya son sólo adornos.

      –Son preciosas –dijo él, admirando las culatas, incrustadas de madreperla, como la tapa de la caja.

      Cuando ella le estaba contando para quién se habían hecho, oyó un coche. Al dirigirse a la ventana, vio que era su abuelo, por lo que ella esperó a que él entrara en la casa. Tanto si habría perdido en las carreras como si no, sería el mismo de siempre, con una alegría de vivir inmutable, a pesar de que tenía mucho más de setenta años.

      –He visto a ese idiota de Darby. Todavía sigue apoyando a los perdedores –dijo el hombre.

      –Bueno, pues tengo alguien más que presentarte –respondió ella alegremente, mientras el abuelo sonreía afablemente al joven –. Éste es Nathan Coleman, mi abuelo, el conde Kosovic.

      El conde, un hombre de constitución muy fuerte, cruzó la habitación hacia la mesa donde Nathan todavía tenía la pistola de duelo en la mano. Se produjo un silencio mientras Isolda esperaba que alguno de los hombres hablara. Entonces, el conde tomó la otra pistola y miró a Nathan fijamente.

      Aquello era tan ridículo que Isolda casi se echó a reír. Le había parecido ver el principio de un duelo. Entonces, Nathan volvió a colocar la pistola en la caja y el conde se sentó pesadamente en un sillón, dejando su pistola encima de la mesa.

      –Es un placer conocerle –dijo Nathan.

      –Abuelo, ¿te encuentras bien? –preguntó Isolda, alarmada, al ver que su abuelo levantó la mano con mucho esfuerzo.

      –Perfectamente.

      –Es mejor que me marche –dijo Nathan.

      –Buenos días –replicó el conde.

      Isolda salió con él, y le acompañó a recoger a la perra.

      –Está cansado por el día en las carreras –se disculpó Isolda–. Algunas veces se me olvida lo mayor que es.

      –Tu

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