El Profeta. Khalil Gibran

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El Profeta - Khalil Gibran

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la naturaleza. Pero no todo es bondad; porque para sanar el mundo, para acabar con la corrupción, el egoísmo, el desamor y la maldad, la bondad sola no basta. De ahí que Gibrán abogue en ocasiones por el látigo para enfrentarse a las plagas que sufre el mundo: la ironía y el rechazo de unos valores negativos, que Gibrán sitúa por regla general en el exterior. Ése es el camino de la mística; el apartamiento del mundo, la interiorización en el yo hasta «conversar» consigo mismo, único juez, único dios que guía en medio de un nimbo del que se han apartado todas las cosas mundanas; ahí, en esa estratosfera del ser, distanciado de las miserias del cuerpo y de la mente, desde enfermedades a envidias, desde lacras a odios, el individuo puede «realizarse», y por lo tanto ser. Ahí radica la única vida del hombre.

      De ese modo, Gibrán aboga por un sincretismo que reúne dos ideologías: el pensamiento oriental y el occidental, los dos mundos a los que por vida perteneció. Y ese sincretismo lo conduce a una simbiosis de elementos que también puede visualizarse en Nietzsche o en Rabindranath Tagore; la vida se convierte en misticismo, lo existencial se hace purificación. El fuego de ese crisol lo lleva el hombre en sí, hasta el punto de que el individuo contendría en su ser absolutamente todo, desde la naturaleza hasta la divinidad. Gibrán alcanza un panteísmo de raíz oriental: «¿No son todos los actos y todos los pensamientos religión?», dirá como resumen de un pensamiento que sintetiza milenios de orientalismo.

      Del encuentro con uno mismo nacen las virtudes, la bondad, la fraternidad, y en el fuego catártico de ese encuentro desaparecen la maldad, el pecado, el odio, los egoísmos. Así el alma puede entregarse al amor, incluso al amor carnal, porque la carne está trascendida por el espíritu.

      Almustafá, el elegido, el bienamado, aurora de su propio día, había aguardado durante doce años en la ciudad de Orfalís el regreso del barco que debía devolverlo a la isla que lo vio nacer.

      Y en el duodécimo año, el séptimo día de Ailul, mes de las cosechas, subió a la colina que se alzaba junto a los muros de la ciudad, y miró el mar: y divisó su barco surgiendo entre la bruma.

      Se abrieron entonces de par en par las puertas de su corazón, y dejó volar su júbilo sobre el mar, a lo lejos. Y cerrando los ojos, meditó en el silencio de su alma.

      Pero cuando bajaba de la colina una honda tristeza se apoderó de él y pensó en su corazón:

      «¿Cómo podré marcharme en paz y sin pesar?… No… No podré abandonar esta ciudad sin un desgarrón en mi alma.

      Muchos han sido los días del dolor que pasé entre sus muros y largas las noches de soledad infinita… ¿Quién puede separarse sin pena de su dolor y de su soledad?

      Muchos fragmentos de espíritu he derramado yo en estas calles, y muchos son los hijos de mis anhelos que caminan desnudos entre estas colinas; ¿cómo alejarme de ellos sin agobio y sin aflicción?

      No es una túnica lo que hoy me quito, es una piel lo que desgarro con mis propias manos.

      Ni es un corazón suavizado por el hambre y por la sed.

      Pero más no puedo detenerme.

      El mar, que llama todo hacia su seno, me llama ahora a mí, y debo embarcarme.

      Porque quedarse aquí, aunque las horas ardan en la noche, es helarse, cristalizarse, quedar preso en un molde.

      Gustoso llevaría conmigo todo cuanto hay aquí, pero ¿cómo llevármelo?

      Una voz no puede llevarse consigo la lengua y los labios que le prestaron alas. Una voz debe buscar el éter.

      Y sola, sin su nido, volará el águila desafiando al sol».

      Cuando hubo llegado al pie de la colina, miró de nuevo al mar, vio su barco acercándose a puerto, y en la proa marineros, hombres de su propia tierra.

      Y su alma desde el fondo les gritó:

      «Hijos de mi antigua madre, jinetes de las mareas: ¡cuán a menudo habéis surcado mis sueños!

      Y ahora venís en mi despertar, que es mi más profundo sueño.

      Dispuesto estoy a partir, y mi impaciencia, con las velas desplegadas, sólo aguarda el viento.

      Una vez más, la última, aspiraré una bocanada de este aire quieto, sólo una vez más miraré hacia atrás amorosamente.

      Y luego estaré entre vosotros, navegante entre los navegantes.

      Y tú, ancha mar, madre sin sueño, la única que eres paz y libertad para el arroyo y el río.

      Permite un meandro más a esta corriente, un murmullo más a esta cañada; y luego iré a tu encuentro, como gota infinitesimal en un océano sin límites».

      Y mientras caminaba veía a lo lejos a los hombres y mujeres dejar sus campos y sus viñas y dirigirse presurosos hacia las puertas de la ciudad.

      Y oyó sus voces que lo llamaban por su nombre, y que, a gritos, de un campo a otro, se participaban la llegada del barco.

      Y se dijo a sí mismo:

      «¿Será acaso el día de la partida el del encuentro?

      ¿Será mi crepúsculo en realidad mi aurora?

      ¿Y qué ofreceré yo a quien dejó su arado en la mitad del surco, o a quien detuvo la rueda de su lagar?

      ¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos que yo pueda recoger para regalárselos?

      ¿Manarán mis deseos como una fuente para que yo llene sus copas?

      ¿Seré un arpa bajo los dedos del Poderoso, o una flauta por la que fluya su aliento?

      Buscador de silencios: eso es lo que soy; mas ¿he hallado acaso en los silencios un tesoro que pueda ofrecer sin desconfianza?

      Si es este mi día de cosecha, ¿en qué campos sembré la semilla, y en qué olvidadas estaciones?

      Si es esta, en verdad, la hora en que debo levantar mi antorcha, no será mi llama la que arderá en ella.

      Vacía y oscura alzaré mi antorcha.

      Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encenderá».

      En palabras dijo estas cosas. Pero en su corazón quedó mucho sin decir. Ni él mismo podía expresar su secreto más profundo.

      Y cuando entró en la ciudad, toda la gente fue a su encuentro y a gritos lo llamaban con voz unánime.

      Y los ancianos de la ciudad se acercaron y dijeron:

      «No nos abandones todavía.

      Fuiste un mediodía en nuestro crepúsculo y tu juventud nos ha enseñado a soñar.

      No eres extranjero entre nosotros; tampoco un huésped, sino nuestro hijo y nuestro bienamado.

      Que no tengan que sufrir nuestros ojos hambre de tu rostro».

      Y

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