La Revolución francesa y Napoleón. Manuel Santirso

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La Revolución francesa y Napoleón - Manuel Santirso Historia Brevis

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hasta mediados del siglo xx.

      Con la monarquía francesa batida en todas partes, la hispánica abandonó la neutralidad que llevaba observando desde 1748, reactivó el Pacto de Familia de la Casa de Borbón y entró en guerra del lado francés. Sin embargo, eso no cambió las tornas, muy al contrario: sendas expediciones navales británicas tomaron Guadalupe, Martinica y Dominica y ocuparon La Habana y Manila hasta 1763-1764.

      El tratado de paz definitivo se firmó en París en febrero de 1763. En su virtud, Francia devolvió Menorca a Gran Bretaña, le cedió Canadá, los territorios al oeste del Misisipi salvo Nueva Orleans y varias pequeñas Antillas (Tobago, Granada, San Vicente y Dominica), aunque recobró Guadalupe y Martinica. España obtuvo la Luisiana francesa como compensación por la entrega de La Florida a Gran Bretaña y recuperó La Habana y Manila.

      Cuando la rebelión de los colonos británicos en Norteamérica se transformó en la guerra de Independencia (1775-1783), las monarquías francesa e hispánica vieron la oportunidad de devolver el golpe a Gran Bretaña, sin que mediara afinidad alguna con las ideas de los alzados. Aparte de apoyo financiero y diplomático, la monarquía francesa les brindó ayuda militar naval y terrestre, esta última bajo la forma de un contingente a las órdenes del marqués de La Fayette. Aunque Gran Bretaña fue vencida y perdió sus dominios norteamericanos más ricos, Francia no sacó más réditos territoriales de la Paz de París de 1783 que la recuperación de algunas bases marítimas.

      Los primeros autores que hicieron un balance crítico de la Revolución francesa —los franceses Louis de Bonald y Augustin Barruel, el saboyano Joseph de Maistre o el inglés Edmund Burke—, identificaron como una de sus causas principales la influencia, para ellos perniciosa, del pensamiento ilustrado. Curiosamente, este tópico contrarrevolucionario ha permanecido hasta el presente en los manuales, que así señalan una sola raíz idealista para un proceso con diversas causas, muchas de ellas materiales. Sobre todo, ignoran la realidad cultural de la Francia y la Europa del Antiguo Régimen, donde solo una ínfima minoría sabía leer y escribir, y de ella solo una pequeña parte, sobre todo noble, disfrutaba del ocio imprescindible para cultivarse con la producción ilustrada. Valga como ejemplo de tales limitaciones que la Encyclopédie (o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers) dirigida por Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert, a la que a menudo se presenta como el máximo exponente de la Ilustración, tuvo una tirada inicial de 4225 ejemplares, de los que solo unos 2000 se vendieron en Francia a unos precios prohibitivos (372 libras por sus diez volúmenes) para la inmensa mayoría de sus más de 28 millones de habitantes. Algo similar se podría decir de las logias masónicas, cuyos miembros y objetivos acostumbraron a presentar un carácter muy aristocrático; de hecho, De Maistre y De Bonald habían pertenecido a ellas.

      Cuando se dice que la Constitución americana de 1787 y la francesa de 1791 contemplaron la separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, se suele invocar a Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu (1689-1755), pensador ilustrado al que también se cree inventor de ese principio. Sin embargo, Montesquieu nunca enunció de ese modo tal división de poderes, sino que esta solo comenzó a existir en virtud de dichas cartas magnas. Su obra El espíritu de las leyes (1748) establece tres tipos de gobierno: el republicano, el monárquico y el despótico, entre los que el autor prefiere una combinación de los dos primeros. El objetivo de Montesquieu es siempre la moderación, que se conseguirá más fácilmente si se confieren a titulares distintos «el poder legislativo, el poder ejecutivo de lo que depende del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de lo que depende del derecho civil». Montesquieu declaró sin rebozo que no escribía para censurar el régimen establecido en su país y descartó como modelo el de su admirada Inglaterra, porque «abolid en una monarquía las prerrogativas de los señores, del clero, de la nobleza, de las ciudades, y pronto tendréis un Estado popular o despótico».

      Buena parte de la producción literaria de Jean-François Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778), se dedicó a fustigar los vicios y la intolerancia de las religiones instituidas, sobre todo de la cristiana católica, aunque también de la reformada (Ensayo sobre las costumbres, 1756) y hasta del islam (Mahoma o el fanatismo, 1741). Voltaire defendió la libertad de conciencia, pero no propuso la instauración de regímenes que la hicieran posible, y mucho menos por vías revolucionarias. Aunque de joven había purgado un año de prisión en la Bastilla por una sátira sobre la regencia del duque de Orléans, después disfrutaría del mecenazgo de Luis XV, de Federico II de Prusia y hasta de Catalina de Rusia. Nunca propuso a esos soberanos que adoptasen un régimen parlamentario como el de Gran Bretaña, donde había residido. Todo su historial revolucionario se resume en que en 1778, el año de su muerte, entró en la Logia de las Nueve Hermanas junto con Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos.

      Por su parte, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), que sostuvo una célebre rivalidad con Voltaire, no defendió la libertad ni los derechos individuales, que por el contrario sometió a la voluntad general. En su Contrato social propugnó la «enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad» y combatió la división de poderes en el seno de esa soberanía alienada y luego inalienable. A veces se ve en esto el origen de la democracia contemporánea, pero Rousseau se mostró contrario a ella: «si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres».

      En resumen, los ilustrados abogaron por la instauración de un sistema armonioso y racional, gobernado por déspotas generosos con ayuda de las mentes más preclaras, como Turgot o Malesherbes en los primeros años del reinado de Luis XVI. Los ilustrados a veces se miraron en el espejo del Oriente imaginario donde Voltaire y otros ambientaron sus novelas, y donde se suponía que prosperaban obedientes enjambres humanos. Jamás defendieron explícitamente la destrucción del régimen señorial ni el fin de la monarquía absoluta como condición previa para la construcción de un nuevo orden más justo, pese a que tenían muy cerca el ejemplo británico, y después el norteamericano. La Ilustración fue, a lo sumo, reformista, pero nunca revolucionaria.

      Las insuperables dificultades financieras que padecía la monarquía francesa se volvieron del dominio público antes de que terminara la guerra de Independencia de Estados Unidos (1783). El banquero ginebrino Necker, que se había ocupado del fisco desde el inicio del conflicto y había tenido que contratar un cuantioso préstamo para el mismo, mandó imprimir en 1781 un balance de las cuentas reales, con el que pretendía que la transparencia mejorase el crédito del reino. No obstante, el detalle de los datos, nombres incluidos, molestó a algunos beneficiarios cortesanos de dádivas reales, por lo que Necker se vio obligado a dimitir.

      La monarquía francesa gastaba muchísimo más de lo que ingresaba, y el déficit no se podía cubrir con más deuda porque sus intereses se llevaban ya una cantidad inasumible del presupuesto y los nuevos préstamos solo se obtendrían en condiciones leoninas. Solo Charles Alexandre de Calonne, un rival de Necker que ocupó su puesto en 1783, se atrevió a proponer una reforma profunda, que incluía la racionalización de los impuestos indirectos, la supresión de aduanas interiores para estimular la actividad económica… y que los privilegiados comenzasen a pagar impuestos por sus propiedades inmuebles (subvention territoriale). Era la única solución posible: los consejeros de Luis XVI le advirtieron del peligro que supondría incrementar la presión fiscal a costa de unos campesinos ya muy gravados, que podían responder a ese aumento con el impago. Peor aún, podía estallar una jacquerie, como se conocía a los estallidos episódicos de violencia antifiscal que se habían dado desde la Baja Edad Media, y en que los campesinos habían aterrorizado a los señores y a los delegados reales.

      Condorcet

      Jean Antoine Nicolas de Caritat,

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