Mujercitas. Louisa May Alcott
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—¡Está bien! ¡Te lo prestaré! Pero no lo manches y compórtate como una señorita; no escondas las manos en la espalda, no mires fijamente a nadie ni digas «¡Por Cristóbal Colón!», ¿de acuerdo?
—No te preocupes por mí; estaré más tiesa que un palo y procuraré no meterme en líos. Bien, ahora ve a contestar la invitación y déjame acabar de leer esta espléndida historia.
Meg se retiró para «aceptar muy agradecida» la invitación, revisar su vestido y canturrear alegremente mientras planchaba el cuello de encaje. Entretanto, Jo terminó de leer el libro, comió las cuatro manzanas que le quedaban y correteó varias veces detrás de Scrabble.
En la noche de Fin de Año, el salón de la casa estaba desierto, pues las dos hermanas menores se divertían fingiendo ser ayudas de cámara y las dos mayores estaban enfrascadas en la importante misión de prepararse para la fiesta. Aunque los arreglos eran sencillos, hubo idas y venidas, risas y conversaciones. En un momento dado, un fuerte olor a cabello chamuscado se extendió por la casa. Meg quería que algunos rizos le cayeran sobre la cara y Jo se prestó a aplicar las tenacillas calientes sobre los mechones previamente envueltos en papel.
—¿Es normal que salga tanto humo? —preguntó Beth, encaramada en lo alto de la cama.
—Eso ocurre porque el cabello está húmedo y con el calor se seca muy rápido —contestó Jo.
—¡Qué olor tan desagradable! ¡Huele a plumas quemadas! —observó Amy, que se acariciaba los hermosos rizos con aire de superioridad.
—Ya está. Ahora retiraré los papeles y aparecerá una nube de hermosos bucles —dijo Jo dejando las tenacillas.
Retiró los papeles pero, en lugar de los anunciados bucles, encontraron cabello quemado adherido al papel; la horrorizada peluquera dejó los restos chamuscados sobre el tocador frente a la víctima.
—¡Oh! ¿Qué has hecho? ¡Qué desastre! ¡Ya no podré ir al baile! ¡Mi cabello, mi cabello! —gimió Meg mirando desesperada los rizos desiguales que le caían sobre la frente.
—¡Qué mala suerte! No tendrías que haberme pedido que lo hiciera, siempre lo estropeo todo. Perdóname, las tenacillas estaban demasiado calientes y por eso me ha quedado fatal —lamentó Jo mirando los restos quemados con lágrimas de arrepentimiento.
—Tiene arreglo; rízalo un poco más y ponte el lazo de modo que las puntas caigan un poco sobre la frente. Irás a la última moda. He visto a muchas chicas peinadas así —dijo Amy para animarlas.
—Me está bien empleado por querer arreglarme demasiado. ¡Por qué no habré dejado mi melena en paz! —gritó Meg malhumorada.
—Estoy de acuerdo, tenías un cabello liso precioso. Pero pronto volverá a crecer —dijo Beth, que se acercó a la oveja esquilada para darle un beso y confortarla.
Tras una serie de contratiempos menores, Meg terminó de arreglarse y Jo se peinó y vistió con ayuda de todas. Aunque los trajes eran sencillos, ambas tenían muy buen aspecto. Meg vestía de color gris plata, con un cintillo de terciopelo azul, cuello de encaje y el broche de perlas; Jo iba de granate, con un cuello de lino almidonado de estilo masculino y un par de crisantemos blancos por todo adorno. Se pusieron el guante limpio y sostuvieron en la mano el otro; a todas les pareció una solución sencilla y adecuada. A Meg, los zapatos de tacón le quedaban pequeños y le hacían daño, pero era incapaz de reconocerlo, y Jo sentía que las diecinueve horquillas de su recogido se le clavaban en la cabeza, lo que, lógicamente, no resultaba nada cómodo; pero, ya se sabe, para estar elegante hay que sufrir.
—Pasadlo bien, queridas —dijo la señora March mientras sus hijas recorrían con paso elegante el camino hacia la calle—. No comáis demasiado y volved a las once, cuando envíe a Hannah a buscaros. Al cerrarse la puerta, una voz exclamó desde una ventana:
—¡Chicas, chicas! ¿Lleváis unos pañuelos bonitos?
—Sí, sí los llevamos, y el de Meg está perfumado —contestó Jo a gritos, sin detenerse. A continuación añadió entre risas—: Creo que Marmee nos preguntaría eso mismo aunque estuviésemos escapando de un terremoto.
—Es propio de sus modales aristocráticos. A mí me parece muy bien, porque a una verdadera dama se la reconoce por su calzado, siempre limpio, los guantes y el pañuelo —afirmó Meg, que compartía con su madre muchos de esos «modales aristocráticos».
—Bueno, Jo, no olvides ocultar la quemadura de tu falda. ¿Llevo bien puesto el cinturón? Y el cabello, ¿tiene muy mal aspecto? —preguntó Meg, que dio la espalda al espejo del tocador de la señora Gardiner después de un largo rato de retoques.
—Mucho me temo que se me olvidará. Si ves que hago algo inconveniente, hazme un guiño, ¿de acuerdo? —respondió Jo mientras se colocaba bien el cuello del vestido y daba un retoque rápido a su peinado.
—No, una dama no debe guiñar el ojo; si haces algo mal, arquearé las cejas y, si lo haces bien, asentiré con un gesto. Ahora, endereza la espalda, camina con pasos cortos y si te presentan a alguien no le estreches la mano, no resulta nada apropiado.
—¿Cómo sabes tanto sobre lo que es o no es apropiado? Yo no tengo ni idea. ¡Qué música tan alegre!
Se dirigieron a la sala un tanto intimidadas, porque no solían acudir a fiestas y, por informal que fuese aquella reunión, para ellas era todo un acontecimiento. La señora Gardiner, una anciana muy elegante, las saludó afectuosamente y las dejó en compañía de la mayor de sus seis hijas. Meg ya conocía a Sallie y se sintió a gusto enseguida; pero Jo, a la que no le interesaban demasiado las chicas ni los cotillees, permaneció quieta, con la espalda pegada a la pared, sintiéndose tan fuera de lugar como un potro en un jardín con flores. En otra parte de la sala, media docena de muchachos joviales charlaban sobre patines, y a ella le hubiese encantado sumarse a la conversación porque el patinaje era una de sus pasiones. Cuando comunicó a Meg su deseo, ésta arqueó las cejas con tal vehemencia que la joven no osó moverse. Nadie iba a hablar con Jo, y las jóvenes que estaban a su lado se alejaron de ella poco a poco, hasta que se quedó totalmente sola. Como no podía ir a dar una vuelta por la sala para entretenerse sin que la quemadura de su vestido quedase al descubierto, se conformó con contemplar a los asistentes con cierta melancolía hasta que el baile dio comienzo. A Meg la invitaron a bailar enseguida; se movía con tal gracia a pesar de lo ajustado de sus zapatos que nadie hubiese sospechado el dolor que ocultaba su sonrisa. Jo vio que un joven alto y pelirrojo se acercaba a ella y, temerosa de que le pidiese un baile, se ocultó tras unas cortinas con la intención de observar la fiesta desde su escondite, a solas y en paz. Por desgracia, alguien igualmente tímido había escogido el mismo refugio antes, por lo que, al descorrer la cortina, se dio de bruces con el joven Laurence.
—¡Dios mío, no sabía que hubiese alguien aquí! —exclamó Jo, dispuesta a salir tan rápido como había entrado.
Aunque su sorpresa era evidente, el joven sonrió y dijo en tono afable:
—No se preocupe por mí; puede quedarse si lo desea.
—¿No le molestaré?
—En