Mujercitas. Louisa May Alcott

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Mujercitas - Louisa May Alcott

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mañana, soplaba un viento de levante que empeoraba su habitual dolor de cabeza y sus alumnas no le habían dejado en tan buen lugar como esperaba. En resumen, se podría decir, con más claridad que elegancia, que el señor Davis estaba de un humor de perros. El término «limas» fue la chispa que encendió la mecha. Se puso rojo de ira y golpeó la mesa con tal saña que Jenny volvió a su asiento con una rapidez inusitada.

      —Jovencitas, presten atención, por favor.

      El tono severo de la orden hizo que los murmullos cesaran y cincuenta pares de ojos azules, negros, grises y marrones miraron obedientes a aquel rostro terrible.

      —Señorita March, acérquese a mi mesa.

      Amy se levantó con aparente calma, pero secretamente aterrada, con el peso de las limas sobre su conciencia.

      —Traiga las limas que guarda en su pupitre —añadió el profesor. La orden la pilló tan desprevenida que se detuvo en seco.

      —No se las lleves todas —susurró su compañera, una jovencita con gran presencia de ánimo.

      Amy dejó seis limas en el pupitre y llevó las restantes a la mesa del señor Davis, convencida de que si aquel hombre tenía alma no podría resistirse a su dulce aroma. Por desgracia, el señor Davis no soportaba el olor de la fruta confitada, por lo que la repugnancia se sumó a la ira.

      —¿Es esto todo?

      —No exactamente —balbució Amy.

      —Traiga el resto de inmediato.

      La niña lanzó una mirada de impotencia a sus compañeras y obedeció.

      —¿Seguro que no quedan más?

      —Yo nunca miento, señor.

      —Ya veo. Ahora coja estos dulces asquerosos, de dos en dos, y tírelos por la ventana.

      Todas las alumnas suspiraron, con lo que se creó una especie de suave brisa en el aula, al ver volar sus esperanzas de saborear un manjar que habían imaginado en sus labios. Roja de vergüenza y rabia, Amy repitió doce veces aquel gesto terrible, y cada vez que un jugoso y apetecible par de limas caía de sus manos, se oían gritos de júbilo en la calle, lo que no hacía sino empeorar la angustia de las muchachas, que sabían que los niños irlandeses, sus enemigos declarados, disfrutarían de aquel festín. Aquello era demasiado; las alumnas miraban indignadas y deprimidas al inexorable Davis e incluso una, especialmente aficionada a las limas, se echó a llorar.

      Cuando Amy hubo arrojado el último par, el señor Davis se aclaró la garganta y dijo en tono solemne:

      —Señoritas, recuerden lo que dije la semana pasada. Lamento este incidente, pero no tolero que nadie infrinja mis normas y jamás falto a mi palabra. Señorita March, extienda la mano.

      Amy abrió los ojos sobresaltada y, tras esconder las manos en la espalda, lanzó una mirada de súplica a su profesor, mucho más elocuente que cualquier discurso. El «viejo Davis», como le llamaban, la apreciaba mucho, y sospecho que hubiese roto su palabra encantado de no haber sido porque otra alumna, indignada, no pudo reprimir un silbido de protesta. El silbido, aunque discreto, irritó al irascible caballero y sentenció a la culpable.

      —¡La mano, señorita March! —dijo en respuesta a su muda petición de clemencia.

      Como era demasiado orgullosa para llorar o implorar perdón, Amy apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza con aire desafiante y soportó estoicamente los golpes en la palma de la mano. No fueron muchos ni demasiado fuertes, pero eso carecía de importancia. Nadie le había pegado nunca hasta entonces y, a sus ojos, la humillación era tan grave como si la hubiesen arrojado al suelo de un manotazo.

      —Permanecerá de pie en el estrado hasta la hora del recreo —añadió el señor Davis, resuelto a seguir hasta el final lo que había iniciado.

      Aquello era espantoso; volver a su pupitre y ver la cara de pena de sus amigas, y la expresión satisfecha de sus pocas enemigas, hubiese sido suficiente castigo; pero quedar expuesta a los ojos de toda el aula, marcada por la vergüenza, era tremendo. Por un segundo pensó en dejarse caer allí mismo y llorar a lágrima viva, pero la amarga sensación de que eso no estaría bien y el recuerdo de Jenny Snow la ayudaron a mantener la compostura. Se situó en el lugar de ignominia, con la mirada fija en la estufa, por encima de lo que parecía un mar de caras, y permaneció tan inmóvil y pálida que a sus compañeras les resultó muy difícil estudiar en presencia de aquella pequeña figura conmovedora.

      En los quince minutos que siguieron, la orgullosa y sensible niña sintió una vergüenza y una pena que nunca olvidaría. Tal vez otras hubiesen considerado irrisorio e intrascendente el episodio pero para ella era un duro trance. En sus doce años de vida solo había conocido amor y mimos, nunca había recibido un golpe semejante. Sin embargo, olvidó la quemazón que sentía en la mano y el dolor de su corazón cuando la aguijoneó un pensamiento. Tendré que contarlo todo en casa y les daré un gran disgusto, se dijo.

      Los quince minutos se le antojaron una hora, pero por fin terminaron. Nunca se había alegrado tanto de oír anunciar el recreo.

      El profesor tardaría en olvidar la mirada acusadora que Amy le lanzó cuando salió de la clase en dirección al vestíbulo para recoger sus pertenencias, sin dirigir la palabra a nadie y prometiéndose que jamás volvería a pisar ese lugar. Llegó a casa triste y cuando, más tarde, llegaron las demás, tuvo lugar una reunión donde se dio rienda suelta a la indignación. La señora March apenas habló pero dio muestras de consternación y consoló a su hija pequeña con la mayor ternura. Meg vertió glicerina y lágrimas sobre la mano injuriada; Beth se dijo que ni siquiera sus gatitos podrían aplacar tanto dolor; Jo, colérica, propuso denunciar al señor Davis de inmediato, y Hannah amenazó con el puño cerrado al «villano» y, al preparar el puré de patatas para la cena, imaginó que a quien aplastaba era al profesor.

      Nadie se dio cuenta de la ausencia de Amy, salvo sus compañeras más cercanas, pero las sagaces señoritas observaron que, por la tarde, el señor Davis se mostraba más benigno y parecía nervioso, algo poco habitual en él. Jo apareció en la escuela poco antes de que acabaran las clases. Se dirigió hacia la mesa del profesor con expresión severa y le entregó una carta de parte de su madre. Después recogió los útiles de Amy y se marchó, no sin antes limpiarse el barro de las botas en la estera de la entrada, como si quisiera sacudirse el polvo del lugar.

      —Sí, puedes estar un tiempo sin ir a la escuela, pero quiero que cada día estudies un rato con Beth —dijo la señora March aquella noche—. No apruebo los castigos corporales, y menos aún cuando se trata de niñas. Me desagradan los métodos de enseñanza del señor Davis y no creo que las jovencitas con las que te has estado relacionando hayan sido una buena influencia, así que, antes de enviarte a otro lugar, pediré consejo a tu padre.

      —¡Qué bien! ¡Ojalá todas las alumnas le dejaran plantado y su vieja escuela cerrara! Cuando me acuerdo de aquellas deliciosas limas, creo enloquecer. —Amy lanzó un suspiro con aire de mártir.

      —No me parece mal que te las quitara, infringiste una norma y merecías un castigo por tu desobediencia.

      Amy, que no esperaba más que comprensión, se sintió decepcionada por el severo comentario.

      —¿Quieres decir que te alegras de que me hayan humillado ante toda la clase? —gritó Amy.

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