Gusanos. Eusebio Ruvalcaba
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La detesto por dos razones. Porque es mi madre, la primera, y porque está viva (porque vive, sería menos brutal decir), la segunda.
Y aquí no cabe aquello de que matamos todo lo que amamos, de que no he podido sublimar complejos o estupideces así. Si las palabras tienen algún signi- ficado es aquel que se manifiesta con su evidencia aplastante y brutal. Te dicen entra, y entras, así de simple; te dicen vete y te vas, así de sencillo; te dicen cállate y te callas, así de fácil. Las palabras son las palabras, y yo aquí, ahora y siempre las utilizo para lo único que sirven: para decir lo que siento y pienso.
¿Quién no odia a su madre?, alguno de ustedes se preguntará por ahí, y añadirá por lo bajo: el tema más trillado del mundo. Cierto, pero qué ocurre cuando el hijo ha sido educado bajo las imbatibles alas del amor, cuando su madre le cantaba canciones de cuna noche tras noche, le narraba cuentos de prodigio y maravilla, le preparaba sus tortas para el recreo, o le almidonaba los cuellos de las camisas, ¿qué sucede entonces? ¿Qué habrá de acontecer en el alma de esa persona cuando en
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Eusebio Ruvalcaba
lugar de guardarle gratitud al ser que lo trajo al mundo, sólo tenga por él despre- cio, repulsión que se traduzca en odio? ¿Qué tuvo que haber pasado? No sé en el caso de otras personas, ni me importa; en el mío, lo tengo claro: odio a mi madre porque me dio la vida.
Y eso es lo que estoy a punto de gritar. Quiero ver cómo se descompone la cara de todos estos pusilánimes, que no ponen en tela de juicio su presencia en este uni- verso. Porque no es cualquier cosa estar aquí. Y no me refiero a las hambrunas ni a los incendios forestales, todo eso me tiene sin cuidado. En lo que estoy pensando es en la ignominia que significa ser una persona. En el deshonor, en la degrada- ción que simboliza el desastre de estar vivos. Y estoy seguro que estos imbéciles se volverán contra mí a golpes. Que ni siquiera pensarán en la posibilidad de que les esté hablando con la verdad. Con su verdad. Quizás una sola voz se levante y me asegure que a quien hay que odiar es al padre. Que le rebata esa apreciación. Lo cual haría de las mil maravillas. Le preguntaría: ¿qué le duele más, que insulten a su padre o que insulten a su madre? Y cuando me respondiera que a su madre, lo acosaría brutalmente: ¿por qué, por qué? La respuesta es una: porque nunca esta- mos seguros de que nuestro padre sea nuestro padre. En cambio, siempre sabemos que nuestra madre es nuestra madre. Por eso digo que ella es la culpable, la ver- dadera causante de nuestro sufrimiento, de nuestra estulticia, de nuestra miseria.
Desconozco las consecuencias de esto que estoy a punto de hacer. Les abriré los ojos a todos estos estúpidos. Me escucharán. Por un segundo los aturdiré. Algunos fingirán que no han oído bien, o que no es asunto de ellos. Pero cuando identifiquen esa palabra de cinco letras, volverán su cabeza hacia mí. Alguno me dirá que soy un mal hijo, y que mi única salvación es el infierno. Otro me dirá que me calme, e incluso me ofrecerá una copa. Y alguno más se me quedará mirando desconcertado. Pero sin reflexionar, sin contemplar lo que ha sido ni lo que le espera. Por supuesto que existe la posibilidad de que uno entre todos estos me desafíe a golpes, o de plano se levante y me tunda a puñetazos y patadas. Todo esto es claramente posible. Y lo acepto.
Pero si hay uno solo, uno, que por un segundo odie a su madre, que luego de oírme coincida conmigo, entonces me daré por satisfecho.
No sé qué estoy esperando. ¡Una!, ¡dos!, ¡tres! ¡Escúchenme!
Seudónimo: Kachuchín
I
Le producía congoja y taquicardia; no lo dejaba conciliar el sueño de inmediato — como era su costumbre— y menos aún cenar a gusto sus tortas de cochinita pibil. La Convocatoria la tenía grabada tan firme (medidas, límite de tiempo, dirección, seudónimo) como el cochambre en las parrillas de su estufa. Desde que la había leído sus letras nítidas y negras las veía deslizarse cada vez que oteaba el horizonte. Carajo, Efrén, no te preguntes si puedes o no obtener el premio, ¡cien mil pesos te van a caer de perlas, maestro! Concentración, es lo que necesitas, concentración: que las imágenes coloquiales se conviertan en instantáneas de antología, que la preocupación y el desmadre cotidianos queden impresos en el archivero de tu gloria.
Efrén sorbió un trago más a su acostumbrado café (en su acostumbrada cafetería), dio una última chupada a su cigarro mirando de reojo con la típica pose bradpiteriana a su vecina (de grises ojos) más próxima. Pagó su cuenta y se dedicó a recorrer esas calles de Insurgentes que tanto le decían; pero esta vez no las caminaría sin rumbo fijo sino dirigiéndose a la casa de Arnulfo. Era forzoso.
En cada esquina donde existía un puesto de periódicos se aproximaba y se detenía hasta cinco o diez minutos observando. ¿Cuál, joven? No, ninguno, gracias. Con el paso lento, Efrén siguió caminando mientras reflexionaba en la mirada del periodiquero. Pinche expresión, cómo no tengo una cámara chingona, le hubiera tomado unas fotos de poca madre. Ernesto me tiene que prestar su Minolta, a huevo, él ya no necesita gloria, ya está muy bien paradito. Yo sí, yo sí quiero ver mi nombre en los periódicos, mis fotos en alguna galería de la Condesa, que haya reven y toda la cosa, una peda chingona, todo el mundo “felicidades, felicidades, sabíamos que lo lograrías”, “muchacho, qué alegría me da, déjame darte un abrazo, “gracias, eh, sé que no valgo nada, no es cosa de mérito, suerte nada más, muchas gracias”.
Aguascalientes, Campeche, Coahuila, San Luis Potosí, Zacatecas, fueron quedando atrás. Las micros pasaban veloces. Como embotado, caminaba Efrén Enríquez.
Nadie habría podido imaginarse lo que pensaba. Por lo tenso de sus puños, quizás alguien habría supuesto que se divertía estrangulando diminutas muñecas de aire. Por fin llegó a Álvaro Obregón para doblar a su derecha, cruzar Monterrey y meterse en un viejo edificio amarillo-naranja.
Ernesto se encontraba de pie, recargado en el barandal de su balcón. A sus espaldas, la música reverberaba en la estancia. Sin hacerse sentir, Efrén se sentó en la silla de bambú. Más de diez minutos permaneció en silencio, ora observando los bustos de Mozart y Beethoven simulados en bronce, ora mirando la fiel cámara de Ernesto, que descansaba de su click sobre la mesa esquinera, ora leyendo las inscripciones de los diplomas...
—Cabrón, ¿desde hace cuánto tiempo estás aquí?
—Ya ni la chingas. Tengo como 200 años y ni cuenta te habías dado. Te van a piñar. Fácil me hubiera chingado la camarita.
—¿Quieres un pegue?
—Yo diría. Mientras me la sirves te voy a tirar la neta, a qué vine. Porque ya sabes que estando uno pedo o se confunde el que habla o el que oye. Y... pues... ahorita de una vez. Para acabar pronto.
—Vas.
—Mira, wey, préstame tu cámara.
—No mames.
—Por qué no, si me gusta tanto. No, en buena onda, necesito tu cámara. —¿Y la tuya?
—Es una pendejada, no sirve.
—Seguro