La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid Harper Bolsillo

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muy débil y la mente se me llenó de tinieblas. No recordaba haber temido antes a la muerte, aunque había crecido contemplando ese miedo en mi madre. Pero pude ver a las parcas haciendo deslizar entre sus dedos el final de mi ovillo. Entonces grité. Debía de tener fiebre, porque un frío sudor me recorría la frente y la espalda y sentía muy secos los labios.

      Menipo acudió al escuchar los gritos.

      —¿Por qué temes? —preguntó.

      —He tenido una pesadilla —respondí.

      —¿Qué has visto?

      —Una de las hilanderas sostenía el final de mi vida.

      —Todo hombre ve alguna vez el rostro de su muerte, pero eso no significa que deba dejar de vivir en ese momento. Solo los idiotas y los niños viven como si no hubieran de morir nunca.

      —Pero era tan real…

      —Los sueños son la máscara con la que la verdad acude a encontrarse con los hombres. Si se presentara con el rostro descubierto no podríamos soportar su fulgor. Los sueños de muerte son signo de algún remordimiento, de algún juicio en el que nos hemos declarado culpables. Si has soñado con la muerte es porque tu verdad ha querido enfrentarte con algo que te reprochas. ¿Has tomado algo prohibido?

      Quedé pensativo. Pero era solo una forma de callar, porque ya había encontrado la causa de mi sueño de muerte.

      Después, como llevado por una necesidad, dije:

      —Amo y deseo a la mujer del hermano de mi padre.

      —Eolia es muy bella y lleva consigo un torbellino capaz de arrastrar al más firme de los hombres —dijo—. Eres aún muy joven para afrontar una pasión como esa. Pero no temas: no hay luz en este mundo que no sea eclipsada por otra más brillante.

      —¿Qué quieres decir?

      —Que la vida sigue su curso. Ahora estás deslumbrado por una mujer para la cual no existen secretos, pero la belleza pasa y Eros no pierde el tiempo. Puedes estar seguro de que aparecerán otros amores capaces de inflamarte tanto como este o más aún.

      —¿Y, mientras, qué puedo hacer?

      —Quizá va a resultarte duro mi consejo, pero estoy consagrado a la verdad y no puedo negar al dios que me sustenta y rige.

      —Has curado la herida de mi cuerpo. Confío en ti, Menipo.

      —¡Bien! Esto será difícil para ti, y más ahora que te encuentras débil. Apártate de esa mujer, pues solo puede acarrearte perjuicios. Sé fuerte y considéralo como una medicina para tu alma. No hay pócima que no resulte amarga, pero en su mismo sabor de hiel lleva la salud.

      —Siempre se ha portado bien conmigo. No es culpable de que me haya enamorado de ella. Sería desagradecido si ahora me mostrara distante, después de las atenciones que me ha dispensado estos meses.

      —Permíteme que sea aún más consecuente con la verdad, aunque te hieran mis palabras. Eres ya un personaje conocido en la ciudad, a pesar de tus pocos años. Todo el mundo habla de Félix, el hijo del tribuno Trásilo Quinctio, ganador de los juegos de las Megalensias; tu belleza, tu simpatía y tu discreción no han pasado desapercibidas. Las ciudades se enamoran siempre de las novedades. A nadie se le escapa que Eolia está encaprichada contigo; te has paseado con ella por toda Emerita la noche de Atis, y ahora todos saben que te repones en la casa de Mitra de una herida sufrida en un tumulto. A la gente le gusta que la vida discurra por los cauces de los dramas teatrales. Pero la mejor forma de eludir la tragedia es descubrir dónde acecha, para cambiar uno mismo el curso de las cosas, con valor y con disposición. Créeme, el fatum no existe, no hay destino escrito e irrebocable.

      —¡Ojala pudiera creerte! Hace ya tiempo que tengo la sensación de que los acontecimientos me persiguen, como si fueran gorgonas aladas, y cuando me dan alcance, me encuentro manejado por lo inevitable.

      —Eso es porque eres aún muy joven. Llegará un día en el que podrás ser tú mismo el dueño de tu vida. Pero eso requiere destreza. Recuerda si no cómo has llegado a dominar la biga. Supongo que no naciste en un carro, ¿verdad?

      —No —respondí sonriendo—, he tenido que prepararme a fondo, pero no voy a negar que la Fortuna estuvo a mi lado aquella tarde.

      —Veo que sigues empeñado en ver presencias acechantes, para lo bueno y para lo malo. ¿Quieres saber por qué me enamoré del dios Mitra hasta el punto de consagrarme a él?

      —Sé poco del dios persa. Mi padre es muy tradicional en materia de religión.

      —¡Pues bien, ya es hora de que sepas algo de él! —exclamó—. El dios-luz es enviado desde el cielo para ayudar a los hombres en su lucha contra las fuerzas tiránicas del mal. Hasta ahí nada nuevo, eso ya lo habían hecho otros dioses. Su novedad radical estriba en que no conduce a los hombres a ningún sitio, ni aporta beneficios pasajeros; él mismo es la salvación. Unirse a él es participar de su misma sangre y obtener la inmortalidad. Y todo por pura vocación suya de hacer el bien a los hombres, porque él es el sumo bien.

      —Eso que me dices suena muy bonito, pero de todos es sabido que los seguidores de Mitra os imponéis grandes privaciones y os abstenéis de muchos de los placeres de este mundo. ¿Puede un dios del sumo bien consentir el sufrimiento como forma de acceder a él?

      —Veo que eres un joven razonable y que has sido instruido. Te contestaré a la altura de tu preparación. El dios no necesita nada de los hombres; él mismo se ofrece enteramente para conseguir el beneficio. Pero los hombres necesitamos de signos, si no andaríamos extraviados y nos ganarían las fuerzas engañosas del mundo, sin que pudiéramos manifestar nuestra adhesión al todo-luz. Nuestros ritos y purificaciones no son sino las señales de que atravesamos barreras para alcanzar nuestra entrega total. Cada uno ofrece lo que puede. A nadie se le exige que dé más de lo que sus fuerzas le permiten. Hay diversos grados de iniciación en el misterio, y el fiel es enteramente libre. Cada paso es un poco más de luz, un peldaño en el ascenso a la total iluminación…

      —Pero… ¿por qué ocultarse? La religión tradicional celebra sus ritos en pleno día, en la presencia de todo el pueblo, frente a las autoridades públicas, en las plazas, sin temor a expresar su esencia. En cambio, las religiones orientales, las de caldeos, sirios, judíos, cristianos…, parece que necesitan de lo oculto, como si temieran dispersarse en el ambiente.

      —Es por ser fieles al misterio. Nuestras criptas y sótanos son también un signo de lo real. El nacimiento es el paso de la oscuridad a la luz: del vientre cerrado de la madre a la libertad de movimientos y al aire exterior. La iniciación es un segundo nacimiento donde el neófito experimenta que este mundo es como el subsuelo, la planta baja de otra realidad superior, elevada y luminosa que le espera en la otra vida, en la cual todo será iluminado con el fulgor de la verdad, y lo que ahora tan solo vislumbramos, pues lo contemplamos en la penumbra, alcanzará su plena comprensión.

      —Creo que ya te entiendo, Menipo. Eso que has dicho me ha recordado uno de los diálogos de Platón en el que Sócrates disertaba sobre una caverna oscura. Mi pedagogo solía hacernos leer ese capítulo.

      —No es exactamente lo mismo, pero la figura es muy acertada. Platón presenta este mundo como imagen deformada de otro perfecto. Yo te hablo de la salvación, de la restauración radical de todas las cosas, de la desaparición definitiva de cuanto hay de imperfecto y caduco en este mundo.

      —¿Crees

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